‘Vocholandia’, el barrio capitalino que ama esos autos

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CIUDAD DE MÉXICO.- El führer Adolfo Hitler no imaginó que 78 años después de haber encargado en Alemania el diseño y creación del “auto del pueblo” llamado Kdf-Stadt, éste sería conocido popularmente como Volkswagen “escarabajo”. En 1939 él no sabía que, al paso del tiempo, este auto sería en el principal modo de transporte de una comunidad en la Ciudad de México, Cuautepec, una zona que registra índices de marginalidad al norte de la delegación Gustavo A. Madero.

Cuautepec se ubica en la orilla de la demarcación, en una zona de cerros que colinda con los municipios mexiquenses de Ecatepec, Coacalco, Tultitlán y Tlalnepantla. Allí se localiza el cerro del Panal, donde a principios de siglo comenzaron a llegar autos en desuso como los “bochos”, que la empresa Volkswagen dejó de fabricar en México en 2003. Y éstos en particular resolvieron allí la necesidad de transporte: se convirtieron en taxis, se agruparon en sitios y modificaron el nombre del barrio a “Vocholandia”.

Todos lo saben y lo pregonan con orgullo. Sólo ese coche es capaz de subir o bajar por las calles empinadas de hasta 45 grados. Sus ventajas técnicas como motor trasero, tamaño compacto y buena maquinaria le permiten darse ese lujo que un automóvil nuevo no podría hacer.

Sin embargo, al lado realista de esta historia se contrapone su lado legal. Las autoridades acusan que estas bases de taxi son irregulares, piratas, y como tal carecen de documentos legales que avalen su funcionamiento como transporte público reconocido por la Secretaría de Movilidad.

Paradójicamente, el surgimiento de este servicio de transporte tiene un ángulo que ha sido invisible y hoy cobra relevancia frente a un contexto nacional e internacional, pues cientos de los choferes de “vochotaxi”s son en realidad migrantes que fueron deportados de Estados Unidos y que a su regreso a Gustavo A. Madero —con pocos ahorros en el bolsillo— encontraron en estos autos una manera inmediata de resolver la carencia de dinero y empleo.

Estos “vochotaxistas” —por su naturaleza y conflicto con la autoridad—, desconfían de todo y todos. Tras mucho insistir y ganar un poco de su confianza, dos de ellos accedieron a platicar.

DE ESTADO UNIDOS A CUAUTEPEC

Antonio (quien evita dar su nombre real) no podía creer que después de manejar y trabajar en Estados Unidos con “carrazos” de las mejores marcas, ahora tendría que manejar un “vocho “en el barrio donde nació, ese que abandonó en 1997 para buscar una mejor calidad de vida que sólo le duró 14 años.

“Con los gringos trabajé haciendo hojalatería y pintura. Cuando me deportaron fue muy duro volver a México, donde todo es muy difícil”, relata. Tras seis meses tomó la oportunidad que una casa del migrante le ofreció para abordar un camión y volver en 2010 al todavía DF.

“Me asusté cuando dije ¿Yo voy a manejar un vocho? Emocionalmente me afectó mucho porque regresaba de un lugar donde había manejado carros nuevos y aquí ¡puros carros viejos! Pero por necesidad lo tuve que hacer”.

Le llevó varios meses aceptar su nueva realidad y atender las recomendaciones de amigos y familiares. “¡Consíguete un vocho para que lo trabajes!”. Cuando entendió que en Cuautepec esa era una fuente de empleo seguro, con sus ahorros compró un Volkswagen.

“Me costó 16 mil pesos aquí mismo en el barrio. Un chavo de acá abajo vendió dos, uno lo tomé yo y otro mi cuñado. El mío lo arreglé, lo vendí y con eso compré el que traigo”. Con este trabajo Antonio pudo traer a su familia a México.

En Cuautepec los taxis no son diferentes de los que circularon con permiso en los 90. Sin asiento de copiloto, con un cordón que cierra la puerta, un radio y una caja portamonedas.

“La gente al subirse sabe que somos irregulares, que no tenemos un seguro, pero que somos carritos de batalla y que los subimos o bajamos donde quieran. Confían en nosotros porque somos de aquí. Vocho que ven, vocho que paran y te dicen ‘vámonos’”.

No hay miedo que valga, ni para él ni para el pasajero, quien sabe que al abordar no encontrará un tarjetón, ni colores oficiales ni placas de la CDMX. La costumbre es trasladarse en “vochotaxis” color rojo, negro, verde, bicolor o multicolor. A final de cuentas todos le cobrarán sólo dos tarifas: 15 pesos por distancia corta o 17 si es larga.

Por su intrincada geografía, en Cuautepec no hay semáforos ni pasos peatonales. Apenas algunas videocámaras y uno que otro módulo de seguridad sin patrullas, quizá porque ninguna de ellas es un Volkswagen Sedan. Así que es cierto, para estos taxistas hay muchas dejadas a todas horas y son cortas de tiempo: que súbame acá, que bájeme allá, que lléveme a la terminal de “El Charco”, que déjeme en el mercado, que lleve al niño aquí a la escuela por favor.

“Hay unas calles que te dan miedo y ni modo, le entras y entiendes que tienes que traer tu vocho bien de la maquinaria, si no, los carros se joden. La ventaja es que aquí donde quiera encuentras refacciones usadas, porque hay varios deshuesaderos. Por ejemplo, en Loreto Fabela unos limpiadores te valen 800 y en el deshuesadero cuestan 60, 70 pesos aunque estén usados”.

SIN MIEDO A UBER
La popular empresa de transporte privado no es competencia en Cuautepec, a pesar de que allí habitan 300 mil personas, según declaró recientemente el delegado perredista Víctor Hugo Lobo. Tampoco son rivales los tradicionales taxis rosas con blanco o los microbuses. La razón es que los choferes de estos transportes no entran a la zona, pues argumentan temor a los robos o daños que pueda sufrir su auto por la geografía del lugar.

Regularmente el transporte público sólo llega hasta el Reclusorio Norte o la popular base “El Charco”, donde confluyen dos rutas de transporte RTP que mueven a los habitantes de Cuautepec, con trayectos de 60 a 90 minutos, a las estaciones del Metro cercanas como La Raza, Politécnico o Indios Verdes. Es una de las razones por las que en noviembre pasado la diputada local del PRD, Nora Arias, propuso que el Metrobús ampliase su ruta hasta Cuautepec, hecho que parece imposible por simple topografía.

“Uber no es competencia para nosotros”, confirma Tomás, otro retornado de EU quien también maneja un “vochotaxi”. “No sé decirle cuántos trabajamos en la zona ni cuántas bases hay. Pero calculo que somos como unos 500 carritos. ¡Y sí, muchos choferes somos deportados!”.

Antes de irse de mojado, Tomás era electricista. En Estados Unidos trabajó como jardinero por dos años y regresó en 2004 porque su esposa e hijos lo extrañaban.

“Desde que me fui en 2002 ya se veía aquí en Cuautepec esto de los vochos. Cuando volví retomé mi chamba de electricista, pero renuncié y me compré un vocho 97”.

Su inversión de 26 mil pesos le dio un empleo estable y hoy está conforme con su decisión por las ventajas del sueño de todo taxista: mucho pasaje, trayectos cortos (de 10 a 20 minutos), sin tráfico, accesibilidad para regresar a su casa, pero sobre todo para estar cerca de su familia.

“Si me comprara otro carro, sería un vochito. Calculo que me costaría entre 15 mil y 30 mil pesos. Los carros nuevos no tienen la misma fuerza ni pueden subir de volada en esta zona”.

Antonio y Tomás coinciden en que la única desventaja de este “empleo perfecto” es que la falta de una identidad o imagen colectiva en este transporte irregular abrió la puerta para que delincuentes utilicen también “vochos” para robar en la zona.

La noticia no es nueva, desde 2006 la policía ha realizado aquí operativos con grúa, lo que trajo como resultado, decenas de “bochos” y taxis pirata en los corralones. Pero a corto plazo éstos han sido sustituidos por otros iguales.

En Cuautepec la vulnerabilidad sigue siendo su geografía, que es aprovechada por el narcomenudeo y las bandas criminales.

Quizá por eso el delegado Lobo anunció, hace unas semanas, el ingreso de 380 policías auxiliares que patrullarán Cuautepec a caballo o en cuatrimoto. No en autos Volkswagen.

Al margen de estas razones, la historia de éstos deportados que se convirtieron en “vochotaxistas” irregulares ha pasado inadvertida en una de las demarcaciones más grandes de la ciudad. Tan es así que a la fecha no se cuenta con un estudio social, migratorio ni un censo local que refiera con exactitud cuántos son. La autoridad sólo ve en ellos un grupo de taxistas ilegales que provee un servicio de transporte en una zona.

A pesar de ello, Tomás no tiene duda cuando asegura: “Me siento contento con mi chamba, aunque todos le llamen Vocholandia” ¡Eso ya está escrito!”.

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