“Los críticos tenemos una mala reputación”

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Christopher Domínguez Michael ha emprendido un proyecto ambicioso: hacer la historia de la literatura mexicana del siglo XIX. (cultura.gob.mx)

Christopher Domínguez Michael ha emprendido un proyecto ambicioso: hacer la historia de la literatura mexicana del siglo XIX. Ese gran ensayo literario se dividirá en dos periodos, la literatura hecha entre 1805 y 1863, previo al Imperio de Maximiliano, y la que va de 1863 a 1913, nacida bajo el Imperio y el choque de los modernistas con la Revolución.

El primero de estos dos volúmenes, La innovación retrógrada. Literatura mexicana, (1805-1863) recién publicado por El Colegio de México, donde fue investigador asociado, tiene como arranque y columna vertebral al crítico literario español Marcelino Menéndez Pelayo, y a partir de allí revisa a distintos escritores, desde el grupo de La Arcadia de México y de la Academia de Letrán, pero también a escritores como Fray Servando Teresa de Mier, José Joaquín Fernández de Lizardi, Guillermo Prieto, José María Heredia, José Joaquín Pesado, Manuel Carpio, Juan Díaz Covarrubias, Nicolás Pizarro, Ignacio Rodríguez Galván y Fernando Calderón, entre otros.

El colaborador de EL UNIVERSAL celebra hallazgos; como la “extraordinaria novela” La guerra de los 30 años de Fernando Orozco y Berra; la obra crítica del poeta cubano-mexicano José María Heredia, y la mítica y rara Academia de Letrán.

“Descubrimientos que tendrán que hacer otras generaciones de investigadores”, afirma el crítico literario que da una visión amplia de que la literatura del siglo XIX.

¿La del XIX es una literatura poco estudiada, olvidada?

La situación ha cambiado mucho desde que empecé a dedicarme a la historia literaria en 1985; en aquella época, libros reimpresos de autores mexicanos del siglo XIX eran pocos; 30 años después, son pocas las cosas que no se han reimpreso, el material ya está sobre la mesa y hay muchos colegas académicos trabajando. Entonces, hablar de olvido del siglo XIX lo podía decir José Luis Martínez en 1949, nosotros no. Tenemos mucho trabajo porque hay muchas fuentes; es una literatura más abundante e interesante que lo que uno pensaba; pero, desde luego, el siglo XIX no es, por lo menos hasta la aparición de la novela realista en España y del Modernismo en América Latina, un buen siglo para la lengua española. Esto tiene una explicación bastante lógica, la decadencia del Imperio español que es la que provoca las independencias de las naciones hispanoamericanas, y no al revés, también sumió en la mediocridad a la literatura de nuestra lengua.

Por más que le rasquemos y encontremos méritos en este u otro autor del siglo XVIII tardío o de la primera mitad del XIX, no vamos a encontrar genios de la altura de otros países europeos en España y menos en América Latina. Creo que, entre Sor Juana Inés de la Cruz y Benito Pérez Galdós, podría escribirse una historia de la literatura mundial sin la lengua española.

¿Su interés nació a partir de la Antología de poetas hispanoamericanos de Menéndez Pelayo?

Lo que he hecho a lo largo de los años es una especie de historia desordenada e informal de la literatura mexicana, digamos que después de que publiqué Vida de Fray Servando, en 2004, está es de alguna manera una continuación de aquel libro. La segunda parte de este ensayo terminará con la Revolución Mexicana, cubrirá otra laguna en mi trabajo. Fue para mí interesante empezar el libro observando cómo nos observaban desde fuera; en ese sentido la lectura y el estudio de poetas hispanoamericanos de Menéndez Pelayo fue muy importante.

Menéndez Pelayo le dio pautas, pero usted ¿hace hallazgos?

Don Marcelino fue el primero en darle una importancia decisiva a la poesía hispanoamericana, lo hizo porque era un hombre que creía en la grandeza del imperio español y no podía escribir una literatura en lengua española sin nosotros, lo hizo con intenciones que no serían las del siglo XX. Pensaba que las letras de allá y acá eran un mismo tronco. No nos ve como literaturas secundarias o independientes. Utiliza una metáfora muy del siglo XIX, dice: “Estas literaturas no tuvieron niñez ni juventud, tuvieron que llegar maduras porque cuando llega España a América, España estaba en el Siglo de Oro”. Menéndez Pelayo lo que hizo fue estudiar la poesía; yo, y muchos otros, lo que hice también fue estudiar la prosa. No estudié, lo cual es lamentable, el teatro en el siglo XIX; es tan rico, tan autónomo, tan abundante que necesitas que lo trate un especialista, no lo puedes poner allí de pegote.

Sí hubo una cosa que yo descubrí y dije: “Guau”. Hay una novela que ya le he sugerido al secretario de Cultura que reedite, se llama La guerra de los 30 años, de un muchacho que murió joven, Fernando Orozco y Berra, de por ahí de 1850, curiosamente el título no refiere a ningún acontecimiento político, es la guerra del personaje principal por conquistar mujeres durante 30 años en las ciudades de México y de Puebla de Los Ángeles; es una novela muy, muy buena.

Sí, uno descubre cosas pero también se publicó, como siempre sucede y sucederá, muchísima mala literatura. Hay mucha investigación nueva, toda la cosa de La Arcadia, esos poetas bucólicos a los cuales les cayó encima la guerra de Independencia están muy bien estudiados por investigadores de la UNAM, por ejemplo; de la misma manera que Lizardi tiene unas obras completas en veintitantos volúmenes estupendamente hechas. No estamos en la calle ni nada, hay una academia que a veces sí cumple su cometido; en el caso de la primera mitad del siglo XIX lo ha hecho. Otro descubrimiento para mí fue una obra crítica de gran importancia del poeta cubano-mexicano José María Heredia. También está lo de la Academia de Letrán famosa, que historiográficamente es muy rara porque la única fuente que tenemos es lo que se acordaba de ella don Guillermo Prieto 60 años después.

A los escritores del XIX les tocó un siglo difícil, una nación que se está creando…

Peor, les tocó una nación que está a punto de morir, un país que está en guerra permanente entre 1810 y 1876 cuando finalmente se impone con la Rebelión de Tuxtepec del general Díaz, es el país de la guerra perpetua; muchos de nuestros héroes liberales eran diputados, abogados, militares, escritores, poetas, gerentes de las garitas de la aduana, gobernadores, senadores… era impresionante; gentes como Riva Palacio, Prieto, Altamirano. Uno dice: “¿a qué hora escribían?” Tenían mucho tiempo porque a cada rato los metían a la cárcel o los mandaban desterrados a Querétaro o a Yucatán. Y cuando no estaban escribiendo estaban construyendo un país.

¿Qué nos da conocer a los lectores del siglo XXI?

No soy de los que cree que el pasado es una cueva de Alí Baba de la cual vamos a sacar talismanes mágicos para explicar nuestra vida actual. Siempre hay cosas en las que uno se refleja como mexicano y como escritor mexicano, y otras, que ese es el objetivo del libro, no creo mucho en la idea de literatura nacional, aunque existe, creo en la literatura mundial y que el centro irradiador de la influencia va cambiando. Nosotros lo tuvimos pero hasta el Boom, hasta los años 60, 70 del siglo pasado donde se invirtió la cosa y la parte radioactiva, contaminante, en el buen sentido de la palabra estaba aquí y ya no en París, en Barcelona o en Berlín, entonces es como un mapa en que se va cambiando la geografía de lo importante. Traté de dar una visión de la literatura escrita en español en el siglo XIX.

¿Pesan sobre usted maldiciones como las que cargó Menéndez Pelayo?

Todos los críticos tenemos una mala reputación, el jugo que le saques a esa maldición es lo que te va a ayudar. Sobre un crítico pesa primero la maldición lanzada por Nietzsche, de que el crítico “es un eunuco que vive en un harem. Sabe cómo se hace la literatura pero no la pueda hacer él mismo”. Esta maldición, bien utilizada le da al crítico un poder que es odiado y ambicionado. Los escritores suelen tener una relación muy paradójica con uno: por un lado te odian, pero por otro lado se molestan de que no los menciones. Entonces ¿en qué quedamos, si te odian tanto para qué necesitan tu mención?

Obviamente a los críticos nos quieren mucho aquellos autores que nos gustan. Es desde luego un oficio conflictivo en el que hay que estar acostumbrado a tener la piel dura.

¿Cuesta trabajo engrosar esa piel, hacerla resistente?

Pues sí, es bastante difícil, tan es así que las carreras de los críticos pueden durar cinco o seis años, somos pocos los que aguantamos periodos más largos. También tiene partes muy satisfactorias; contrariamente a lo que se piensa, la mayoría de los críticos literarios buenos nos pasamos elogiando gente, no criticándola. Si yo agarro lo que hice en un año, la mayoría son reseñas positivas pero de las que se acuerda la gente son de las otras. Y lo peor, si uno quiere escribir una reseña, un ensayo mesurado, equilibrado, poniéndole lo qué es bueno, lo qué es malo, tratando de ser justo, esa reseña no la va a comentar nadie. La gente se va o tras el elogio o en contra del libro porque tal crítico de su confianza le pareció maravilloso y, si hablas mal, mejor le va al autor.

No hay mejor publicidad para un escritor que una mala crítica. Esto en Estados Unidos no, allí una mala crítica te saca del mercado; en América Latina y en España no, como la crítica es vista como una normalidad, como una cosa monstruosa, cuando un crítico se avienta contra alguien crea un gran morbo y, de alguna manera, el crítico le está haciendo un favor gratuito al autor. Ese “que hablen aunque sea mal” se aplica, por lo menos en la literatura hispanoamericana.

Conversa con escritores del pasado y es un lector del presente…

Como crítico estoy obligado a tener las dos cosas, a la relación con la tradición, que es más cómoda porque están todos aquí —afirma señalando todos sus libros de su estudio, apilados también sobre mesas y sillas— y están todos muertos, no me los voy a encontrar en la esquina, no me van a hacer caras, no me van a reclamar, no me van a responder, pero también está lo actual.

Es más difícil escribir sobre un poeta joven que sobre Pérez Galdós o Pasolini o cualquier autor muerto. Escribir sobre Balzac es facilísimo, también es facilísimo no decir nada interesante; pero evaluar la obra de un joven de 22 años que no sabes si en 60 años va a ser Premio Nobel o si no va a volver a escribir un libro de poesía, esa es la prueba difícil. Machacar sobre valores consagrados todos lo podemos hacer más o menos bien, o de manera regular o mediocre; apostar por los nuevos escritores es lo más difícil, pero es donde se mide la capacidad de ver hacia el futuro de los críticos, que frecuentemente es muy limitada. Cada crítico tiene su lista negra de autores que en el momento preciso no leyó; se lo van a reclamar hasta el último día de su vida y se lo va reclamar la posteridad. Sainte-Beuve, el crítico francés, no peló a Balzac, fue muy avaro con Sthendal; cosa curiosa, Baudelaire si le gustó, pero en su lista de taches y palomitas son más los taches, porque como siempre he dicho la importancia de un crítico no es si le apuesta al caballo ganador, es que vaya todos los días al hipódromo.