La pluma profana de El Markés

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“La senda de la muerte”

¿Cuántos hermanos nuestros viajan en esa senda de muerte que es la ruta hacia los Estados Unidos? ¿Cuántos de nosotros nos convertimos en el obstáculo para que no lo logren?

Hace un par de meses y mientras viajaba en una muy conocida línea de autotransporte en el norte de México, me conducía del bello Pueblo Mágico de Teúl de González Ortegahacia Zacatecas capital. Al acceder a mi asiento no me costó trabajo identificar como migrantes a un pequeño grupo de entre siete u ocho personas. Sus rasgos inconfundibles, sus maneras de conducirse entre ellos y el tono de su voz, me hicieron ubicarlos entre Honduras o Guatemala. Se veían sonrientes y de miradas echadas al horizonte por las amplias ventanas del autobús. Durante el trayecto se dedicaron a mirar la escueta variedad ofrecida en la pequeña televisión. Aparte de ellos, igualmente viajaban entre tres o cuatro mujeres más, evidentemente mexicanas. Una de ellas, una mujer entre sesenta y setenta años viajaba delante de mí y conversaba por teléfono. El resto sacó sus almohadas disponiéndose a dormir.

Viajar de noche es uno de los placeres que más disfruto mientras viajo. Comúnmente duermo y pierdo el sentido de todo cuanto sucede a mi alrededor. Igualmente siento que el viaje se me hace mucho más corto y soy de los que duermen como un lirón, profundo y satisfecho. Desafortunadamente y desde que México perdió su libertad y se convirtió en prostituta del narco, viajar por las carreteras de este país es como un perro andando en un barrio ajeno. Dormir es imposible cuando las revisiones de diversas corporaciones son tan constantes como la visita de una damisela a un cabaret.

Nunca había experimentado un viaje tan terrible como ese. No llevábamos ni una hora de viaje cuando a eso de las once de la noche el bus bajó de la carretera y se desvió suavemente por una senda de terracería. Al recorrer la cortina y asomarme al exterior me aterroricé de ver que el autobús se estacionaba justo bajo un puente de ferrocarril. Cuando se apagó sentí como si las cartas estuvieran echadas. Todo sonaba a que aquello era un asalto y si no perdíamos la vida, sí nuestras pertenencias. Los foráneos, que iban asientos más adelante, estiraron sus cuellos medio inquietos. Se miraron unos a otros y al igual que yo, esperaron a ver el desenlace de todo aquello. Entonces se abrieron las puertas y entraron dos hombres vestidos de militares. Lejos de darnos seguridad, tranquilidad y dejar ir un suspiro, su apariencia causaba cierta zozobra. Uno de ellos se apostó en la entrada y sin más comunicó que necesitaba identificaciones a la mano. En ese momento supe que estábamos en problemas. Los mexicanos sin dudarlo nos preparamos, pero sabía que los hermanos sudamericanos no lo estarían. Minutos adelante los hicieron bajar y luego de casi veinte minutos subieron algunos. Iban callados. Murmuraban entre ellos cosas que no alcancé a entender. Para ese momento, la mujer que había estado llamando por teléfono había comenzado a insistir, dirigiéndose al resto de los viajeros que aquello no estaba bien. Entonces comenzó a tomar video al uniformado que abajo conversaba con el resto de los extranjeros. El militar que se había quedado arriba interceptó a la mujer cuestionándole sobre lo que hacía. La mujer, defendiendo sus derechos dijo que estaba en lo correcto al grabar cuanto se le diera la gana. El militar la instó a que dejara de hacerlo, pero ella se negó. Entonces, despojándola del equipo celular bajó del autobús. La mujer sollozaba. En lo personal me parecía una locura lo que aquella mujer había hecho, no el tomar impresiones o video grabar, sino enfrentar de un modo tan grosero a una autoridad y no solo eso, nos encontrábamos en medio de la nada.

Seguimos nuestro viaje. Solo escuchaba el sollozo de una mujer sintiéndose violentada. El resto de los tripulantes callábamos. La noche era impenetrable pues curiosamente la luna y las estrellas habían emprendido la huida quién sabe a dónde. Lo curioso vino cuando kilómetros adelante el autobús volvió a detenerse. Nuevos agentes subieron y los migrantes fueron bajados. Entonces apareció el uniformado que había tenido el encontronazo con la mujer. Caminó en dirección hacia ella y le extendió su celular. No vuelva a hacer lo que hizo. Todo esto se hace por su seguridad y por la integridad física de todos los que están abordo, Finalizó y bajó. Los sudamericanos volvieron a subir. Después de ahí y antes de llegar a Zacatecas, capital, hubo dos descensos más con sus respectivas revisiones a nuestros equipajes.

“Dios proveerá”, dijo uno de los forasteros mientras subía. De rato trepó otro murmurando un “Con dinero baila el perro”… estas dos frases confirmaron mis sospechas de que estas personas habían sido saqueadas una y otra vez a lo largo del viaje. Ellos ya no eran ellos, por lo menos no los que había visto en Teúl y cuya actitud se notaba optimista. Estaban por llegar a Zacatecas y su destino final, que era los Estados Unidos distaba tanto como un viaje a la luna. Cuando bajé de autobús, ellos hicieron lo mismo.

Dos días estuve en la capital gozando de sus bellezas y cuando me dispuse a seguir mi camino volví a la central. Me topé con los rostros desencajados de los mismos migrantes sentados como vagabundos en los andenes del lugar… habían tenido razón en una cosa, el perro, disfrazado de militar había bailado con su dinero, pero habían fallado en que dios proveería porque ahí, sentados en esa central, la gente parecía mirarlos con recelo, asco y precaución.

¿Cuántos hermanos nuestros viajan en esa senda de muerte que es la ruta hacia los Estados Unidos? ¿Cuántos de nosotros nos convertimos en el obstáculo para que no lo logren?

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