La pluma profana

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“Azotes de Dios”

Cuando papá llegó a la escuela me escondí. Me avergonzaba tanto verlo y que me vieran con él que lo mejor que podía hacer era correr campo traviesa hasta el cementerio de antenas tras la escuela. Odiaba verlo ahí con ese montón de cazuelas de barro, otras veces con estropajos, vasijas y en el peor de los casos, pollos recién matados. Muchas veces le había dicho que no me hablara porque mis amigos se burlaban que tuviera un papá con huaraches y manos toscas. Me caía re mal las juntas de padres de familia y me mataba todavía más, las actividades de padres e hijos. Papá era tan torpe en sus pasos, pero con todo y eso ahí estaba en los juegos en los que siempre terminaba hasta atrás y siendo la risilla de todos. Papá era de monte, los de los demás de oficinas o ya de perdida, trabajadores en el mercado.

Lo mío era pasar mis tardes en el ejido Palestina cuidando cabras y borregos. Teníamos treinta y vivíamos de sus quesos, de su leche y de todo lo que también mamá podía hacer. Odiaba todo, todo me era tan insípido… ¿por qué nacer ahí en medio de la nada? ¿Por qué papá tan inútil que ni siquiera podía correr cien metros sin cansarse?

El día de mí graduación no me hice presente. Papá se había ido una semana entera a Ciudad Acuña para trabajar y poder comprarme el uniforme de gala. Mamá había redoblado esfuerzos y se había puesto a vender tortillas… pero no me hice presente.

Las bocinas anunciaban ya a sexto A y sexto B. Yo estaba en el C y corriendo por el monte deseando no tener que pasar por la horrible vergüenza de tomarme la foto ahí en medio de mis padres. Papá iba vestido como todos los días y mamá con su mañanita de estambre amarillo que le había visto desde siempre.

No sé cuánto tiempo viví en San Antonio, Texas, veinte años tal vez, de hecho sigo viviendo Allá. Esa noche que crucé el río rompí las cadenas de la miseria, pero me ataron otras, las del egoísmo. México se convirtió entonces en mi peor enemigo. Siempre agradecí el hecho de ser lo bastante blanco como para no parecerme a Cuauhtémoc. Era lo único que le agradecía a mamá pues ella provenía de Jerez, en Zacatecas, y su gente era blanca como un grano de maíz.

Padecí mucho con los gringos, empecé desde abajo, pero a la vuelta de diez años ya era BorderPatrol… ¿malos manejos de mí vida? Sí. Me había aliado a unos traficantes que por su buena influencia había terminado ahí, en el monte, dándole de palos a los guatemaltecos, a los hondureños, cubanos y claro, a mis favoritos, los mexicanos. Me parecían tan indeseables. Veía en cada uno de ellos a mis compañeros de escuela llamándome “Indio cochino”, y todo por mis padres, por ellos que ni tenían el ánimo de aunque sea vestir bien… ¿de qué me servía andar bien cambiadito si ellos siempre me echaban a perder todo? Los odiaba, juro que los detestaba… entonces me empecinaba en el abuso, a las mujeres les ponía la bota en el cuello y a los niños los ataba en la oscuridad. A los hombres les daba de palos y los echaba al río; si se ahogaban era su mejor destino… y es que acá en USA, ya éramos más que suficientes. Todos me conocían por maldito e implacable, sellos de los que me enorgullecía.

La redada del sábado me la saboreé de lo lindo. Los colegas habían capturado tres hombres y dos mujeres. Caía la tarde. En lo personal tenía prisa pues esa noche mi novia celebraba su cumpleaños y teníamos planes. Al llegar a la sección de detenidos vi a los moribundos. Atados y boca arriba gemían de agotamiento, sed y hambre. Riendo saqué una banana y mientras le daba de cortos mordiscos, comencé a exprimir mi pañuelo humectado de agua y sudor, sobre los labios resecos de aquellos malnacidos.

Al llegar al cuarto detenido y sobre el cuál puse mi bota sobre su frente, reconocí a papá. Él me identificó al momento, pero guardó silencio. Aturdido me puse de rodillas y le giré la cara, ahí estaba su horrendo lunar de asco. Me puse rápidamente de pie y luego de levantarlos a todos, me llevé al hombre tras una camioneta.

─ ¿Qué hace acá, viejo? No me diga que a trabajar porque a su edad no lo quieren ni en su cochino país.

Mirando de un lado a otro terminé por sentenciarle:

─Ni se te ocurra decir que soy tu hijo, ¡oíste!

─ No vengo a trabajar, cómo si estoy amolado de la cintura… tu primo Julián me dijo que estabas en esta sección, él me trajo hasta acá…

─ ¿Y qué quiere de mí?, ¿dinero? Allá que se lo de su Salinas de Gortari.

─Pablito, hijo…

─ ¡Cállate, mexicano!- le abofeteé- ¡Que no soy nada tuyo!, recriminé bajando la voz.

─Tu mamá está muy enferma. Los doctores dicen que su medicamento es muy caro y…

─Mira, hombre… te daré la oportunidad de que vuelvas por donde viniste. No te entregaré como a los demás. No quiero volver a saber de ti. Ya bastante tengo con todos los mugrosos que cruzan el río.

Lo vi ir ante la impávida mirada de mis compañeros… y no volví a saber de él. Al año siguiente me cambiaron a Miller Peak, Arizona. Aquella frontera desértica me duplicó lo implacable. Allá no golpeaba a los migrantes, simplemente los dejaba morir de sed… o así había sido hasta el día en que encontramos muy cerca de Bisbee a una pareja de ancianos que un pollero había abandonado a su suerte. Los mantuve cautivos cerca de una semana. La mujer casi moría de sed y el hombre, con ojos llorosos, me suplicaba que no la dejara morir, que la salvara, que tenía terrenos en México y que me los podría dar. Tanto amor expresaba el hombre por su mujer que me fue imposible no pensar en papá. Los viejos me habían doblado el carácter por sus maneras tan apacibles de ser. No sé por qué me ocupé tanto de ellos que cuando la anciana murió inesperadamente, se me rompió el corazón al ver al viejo llorar por ella… entonces entendí lo inhumano que había sido por muchos años. Justo ahí empezó a arder un hiriente e hirviente infierno en mi alma. Arreglado todo me despedí del hombre que, agradecido conmigo, me dio un fuerte abrazo. Volví a pensar en papá, pero ahora con más fuerza.

Dos meses después llegué a San Carlos, mi pueblo. Traía la caja llena de tantas cosas que me volví curiosidad pues nadie parecía haberme visto jamás. Lo comprobé cuando el cura me dijo que si andaba perdido. Cuando le di mi nombre guardó silencio.

─ No te quito tu tiempo, hijo, anda, tus padres te necesitan.

Sus palabras me dieron esperanza, mamá seguía viva y el viejo también. Manejé despacio. Pasé por la escuela. El cementerio de antenas seguía donde mismo y el monte rumbo al panteón estaba limpio y con algunas casas nuevas.

Al llegar a casa, la cual encontré casi en ruinas, toqué y toqué. Al parecer no había nadie y me senté en la misma mecedora en la que mamá se ponía a desgranar mazorcas. La tarde comenzó a caer y entonces ahí en la lejanía, alcancé a ver a los viejos. Papá cargaba decenas de estropajos y mamá, un poco más atrás, un costal con no sé qué cosas. Presuroso me puse de pie. Al verme se detuvieron. Papá dio un paso atrás, luego dos. Bajó su carga con lentitud y la reposó en el suelo. Mientras mamá corría a mi encuentro, papá retornó a paso lento por donde había venido. Abracé a mamá, le besé la frente y la dejé de lado para ir tras él. Se detuvo junto a un árbol seco de mezquite. Tras de él escuchaba su respiración. Entonces sacó su machete y me lo puso en el pecho. Lloraba apretados los labios. Tan fácil me sería arrebatar el arma, pero la dejé ahí, picándome. Sus ojos hechos cristales me miraban temblorosos. Entonces dejó caer el filoso machete y cayó de rodillas. Verlo ahí me hizo sentir que hubiera sido mejor sentir el filo matándome. Temeroso me acerqué y abrazándolo me quedé junto a él por mucho rato. Mamá se acercó poniéndose de rodillas en medio de nosotros. Los amo a los dos, dijo. Y nos besó la frente.

El resto de la tarde fue conversar de mil cosas menos de mí infancia. Cuando mamá habló de mí huida, me paré y le tapé la boca. Entonces pedí mil perdones. No sé si él me perdonaría, y es que no lo merezco, ni de él ni de todo mi México.

Junto a la camioneta ni a uno ni a otro parecía interesarle lo que había traído. ¿Qué tanto sería su amor por mí que hoy, cada que los visito me reciben como a un rey?

Dios es justo y espero que nunca me haga olvidar todos los desprecios que les hice. Era un niño, pero estaba mal. Quiero que ese sea mi castigo y que al verlos cada que venga a México, los ame más.

Papá dijo, dejaré de vender en la calle, pero ponme un tallercito de reparación de zapatos. Lo complací. Mi viejo siempre fue un luchón. Jamás se rindió. Por fortuna llegué a tiempo para tratar a mamá y hoy está más sana que todos los árboles del pueblo… a veces necesitamos azotes divinos para entrar en razón.

Hoy ya no trabajo en migración. Quise cambiar todo, darle vuelta a la página de mi vida.

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