La pluma profana de El Markés

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“A medio cuerpo”

Nací sin piernas y mi madre, una perra callejera que lejos de devorarme me había compartido su leche y la compañía de sus cachorros, se habían convertido en mi primera familia luego de haber sido arrojado a la basura con todo y placenta.

Mi segunda familia, pepenadores de Melchor Múzquiz, me habían recogido cuando me vieron gatear con mis dos brazos entre los desechos del tiradero municipal. No sólo me habían llevado a mí, también a mi madre que los había seguido. Optaron entonces por recibirla y tratarla bien. Mi nuevo padre, borracho de oficio, vivía embroncado con mi nueva madre por mi crianza. Le avergonzaba que me llevaran a la calle así, como todo un fenómeno que no sólo apenaba, también cansaba y costaba.

A mis cinco años mi padre se cansó de tenerme en la vieja pocilga de cartones vendiéndome a un grupo de cirqueros sin fortuna. Mi madre, la perra que jamás me quitaba su triste mirada de encima, los había seguido hasta ese terreno en el que se apostaba la carpa. Comenzaron a exhibirme como el niño vestido de payaso que simplemente era lanzado en un trampolín causando la risa de todos. Ella, escondida bajo los asientos de madera, sumida en su tristeza, sólo doblaba y levantaba sus orejas cuando me veía elevar y cuando venía en caída. Esa era ella, mi bella pinta que había perdido sus colmillos a manos de algún desalmado callejero.

Cuando el circo se fue yo iba en el carromato final y tengo la virtud de recordar a mamá corriendo y enteramente agotada mientras viajábamos a Acuña. Bastó una curva y un chófer desconsiderado que le pasó por encima dejándola tripas de fuera y perdiéndoseme en la distancia.

Para 1972 la desesperanza ahogó la pobre compañía cirquera y todos se fueron a diferentes partes. La maga Zulú me llevó consigo y con todo y que vivía de leer las cartas y el tarot me crio bien. Intentó incluirme en alguna que otra escuela pero al verme así, mocho y sin educación previa, las instituciones buscaban el modo de rechazarme. Cuando finalmente me aceptaron no duré mucho pues los compañeros hacían tanta mofa de mí que me fue imposible soportarlo. Cuando veía a mamá Zulú agarrarse con las maestras, casi podía ver a mamá pinta que aunque sus colmillos estaban rotos, gruñía defendiéndome. Me gustaba el futbol y jamás olvidaré a Paquito Duarte que ante las burlas de los demás, me ponía de portero. Lo hacía porque él era el fuerte y no había nadie que se le opusiera. Y ahí estaba, integrado, injertado, incluido en un grupo de niños que terminaron queriéndome aunque fuera mitad humano. Confirmo que seguro me veía chistoso saltando para atajar el balón, y no sé si era bueno o ellos hacían lo posible para no golearme, pero fueron tiempos bonitos.

Me crie en las calles, pero bien vigilado por mamá Zulú. Llegué a los quince conociendo las artes de la magia y todo lo relacionado porque, como ella me decía, si Dios te da la espalda, pícale el trasero y saluda al Diablo. Nunca comulgué con eso, por lo que me dediqué a la magia blanca ayudando a infinidad de personas a volver a una normalidad que alguien de un modo u otro les había robado. Y ahí estaba yo, en casa de mamá Zulú vestido de turbante y sentado en un banco alto que me hacía ver tan místico que cualquiera creía en mis vaticinios.

Paquito Duarte llegó un diciembre en los puros huesos. Alguien lo había embrujado de tal modo que la sangre que le restaba apenas lo mantenía con vida. Había llegado hasta mí en una camilla y con los ojos tan sumidos como un pez deshidratado. De momento no lo había reconocido y hasta había mandado decir a quienes lo llevaban que volvieran otro día, pero cuando mencionaron su nombre bajé de mi cama y andando de prisa con mis brazos lo encontré bajo el sauce llorón y cubierto por un par de cobertores. Lo bajaron hasta el suelo, lo descubrieron y ahí estaba. Lejos estaba el Paquito fortachón que me cargaba y me ponía en la portería, el que me llevaba en los hombros al monte para que arrancara mezquites o el que corría campo traviesa conmigo encima mientras yo jaloneaba el papalote. Pedí meterlo a casa y dejarlo conmigo un par de días. Su familia se negaba, pero terminaron yéndose bajo mis condiciones. Jamás había peleado una batalla tan dura contra el mal. Nunca había visto a una persona tan parasitada de males como en ese momento a Paquito Duarte. Cuando sentía la horrible fuerza de Satanás viniéndoseme encima, abrazaba a Paquito con tanta fuerza sin dejar de invocar a San Judas. Algo me decía que me rindiera, que ese hombre estaba listo para morir y justo ahí, cuando lloré dejándome vencer, vi la clara imagen de mamá Zulú en la cazuela con agua bendita y pétalos de margaritas. Era ella viéndome con sus poderosos ojos de mujer Omnipotente. Entonces miré a Paquito, le hablé al oído palabras de amor y amistad, le besé la frente y elevando la oración más poderosa que jamás hubiera salido de mis labios, metí su mano en el agua bendita y poniendo su otra mano en mi pecho bombeando emociones dije, ¡¡Vive, Paquito Duarte, vive, canijo!!! Y dejándome caer en su pecho perdí el sentido.

Cuando desperté habían pasado cinco meses. Jamás sabré lo que pasó aquel invierno pero cuando abrí los ojos siendo primavera, Paquito duarte me cuidaba día y noche sumido en una consternación profunda al no verme despertar. Su apego por mí le robó familia y amigos. Yo, el fenómeno, seguía siendo para muchos eso, un malformado que no merecía nada, pero Paquito Duarte pensaba muy diferente.

Paquín murió de viejo y yo casi le sigo los pasos. Solos y sin familia no nos restó más que cuidarnos mutuamente… ¿qué es la amistad sino el resultado de amar y apoyar al que nadie quiere?

Eso fuimos nosotros, Paquito Duarte que tenía la fuerza y yo, yo la mitad de mi humanidad y siendo humillado por todos, pero luego, yo tenía la fuerza y él, él la mitad de la vida… gracias mamá pinta que me alimentaste de tu leche canina, gracias mamá Zulú por tu sapiencia, gracias Paquito Duarte por elevarme alto hasta donde me era imposible llegar.

AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO

EL VIAJERO VINTAGE

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