La pluma profana de El Markés

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“Hiperactivo”

Inolvidable mi vuelo de Monterrey a la Ciudad de México cuando ni los padres y mucho menos la bella aeromoza podía poner en el asiento a ese chamaco de siete años que por su hiperactividad no dejaba dormir a algunos pasajeros, como tampoco leer, meditar, conversar  a otros. Harto de la falta de fuerza de los padres y sobrecargos, cerré mi Lap top en la que escribía mi nueva novela, me puse mis audífonos e intenté entrar en una dimensión lo más lejana posible de ese chamaco chiflado… pero lo único que logré fue volver a abrir mi equipo y comenzar a escribir esta historia a doc a lo terrible que es ser un mocoso hiperactivo.

“Mis primeros años fueron bajo una vieja tina de lámina que papá tenia junto a las jaulas de las gallinas. Y es que entre más crecía más pensaba en la posibilidad de que el ser desmadroso hubiera llevado a matar a mi madre. Hoy que ha pasado mucho tiempo y que los términos han cambiado, la hiperactividad de mi infancia no se curaba así nomás. Lo llaman déficit de atención y puede ser que sí. Mamá murió en el parto, bueno, eso me decía papá cada que lo hacía molestar y se desahogada diciéndome que el culpable era yo. Me acusaba de darle tremendas patadas mientras estaba en el vientre y que mis movimientos eran tan bruscos que ni en las películas de terror anunciando el nacimiento del Anticristo se veía. Cuando salí de cuajo ni la partera pudo atraparme y tras pasarle entre las manos ysus viejas patas de vieja montés, fui a dar junto a los trastos sucios donde comían los gatos. Así había iniciado mi vida de desmadrosa, siempre yendo a donde no debía y metiéndome donde no me llamaban.

Azufrosa Canales había traído a medio pueblo al mundo, los conocía a todos y tenía tan buen ojo para vaticinar los destinos que al darme mis nalgadas y pasar más de tres horas en un chillido, terminó por irse sin cobrar un centavo y compadecerse de papá, primero, por el triste deceso de su mujer y segundo, por traer al mundo a un chamaco que sería un enorme caos.

La vieja Azufrosa no se equivocó, me encantaba treparme a los árboles más altos, tirar de las trenzas piojosas de las niñas, bajarle los calzones y salir corriendo. Me encantaba meter gatos en las redes de la despensa y azotarlos contra la banqueta. Matar pájaros era mi especialidad y ser peleonero siempre ganador, un honor. Siempre fui flaco, pelón por voluntad paterna y con más de cuarenta cicatrices por todo mi enclenque pedazo de cuerpo. A los nueve años papá ya no pudo más conmigo y lejos de darme buenas tundas, me metía bajo las tinas de lámina que en ese momento estuviera reparando. Sabía que el encierro era mi tortura y era verdad, estar ahí, bajo ese armatoste de lámina y escuchando los martillazos y demás casi me vuelven loco. El día que por poco le mocho el brazo a Torín Toro con la rozadera pa cortar cañas, todo cambió para mí. Papá creyó que un escarmiento que cubriera la deuda que por meses pagó por curaciones para mi compañero de escuela debía ser ejemplar e inolvidable.

Torín Toro quedó tirado junto al maizal por algunas horas antes de ser encontrado. Quedar vivo me costó que al llegar a casa papá tuviera un rostro que jamás le había visto. Sin mediar palabras me agarró del brazo me llevó al traspatio junto al cuarto de adobe y tras alzar una vieja tina de lámina me lanzó dentro. Estaba acostumbrado a eso y pensé que en un par de horas, tal vez cuatro, máximo, estaría afuera y que mi gusto por haberle mochado el brazo al tal Héctor, el aplicado del salón, estaría satisfecho. Odiaba su brazo derecho porque siempre lo levantaba para opinar o resolver las sumas más complicadas en la pizarra.

De pronto la tina se alzó y llegó junto a mí un tlacuache. Lo reconocí por sus chillidos y su asquerosa cola rasposa. Si se me apareciera el demonio, fácil le daría un puntapié; a Dios le escupiría la cara y a la virgen le tumbaría la corona, así de bravero y travieso era, pero un tlacuache, un tejón o una zarigüeya, era lo máximo de mis miedos… y entonces ahí estaba junto a mí intentando, al igual que yo, salir de ese espacio tan diminuto convirtiéndome en una verdadera bestia. Papá, a sabiendas de lo que pasaría, puso algo lo bastante pesado encima para evitar nuestro escape. Es fecha que sigo recordando a la bestia corriendo encima de mí y yo intentando no sentirla. Recuerdo mis gritos acobardados cuando yo, el desmadroso, jamás lloraba.

Apenas brinqué a los doce años dejé la escuela, mi casa y me fui a cortar caña a Tamazula. Me olvidé de Contla y me juré no volver jamás. Mi sangre de perro me convirtió gracias a mi estatura en líder de sembradío. Embarazaba a cuanta chamaca se dejaba porque podía y porque se me daba la gana. A mis veinte entré de supervisor al ingenio azucarero y ahí empecé a creer que Dios existía. Un día que salí a lonchar vi a papá en el cuarto de los de nuevo ingreso. Lo pedí de inmediato para mí, lo llevé a un cuarto aparte y le leí la cartilla. Obediente miraba el piso y cuando quise levantarle la barbilla con mi mano para que me viera, la amacizó tanto que cedí. Él sabía quién era yo y yo sabía quién jodidos era él. Entonces me dediqué a cargarle trabajo pese a sus años y cuando harto estaba que no se doblegara o pidiera piedad, lo metí a un sitio de peligro en el que sin duda moriría exprimido como una caña.

Salí del lugar sin volver la mirada y en mis entrañas un tlacuache se remolineaba inquieto. A la tercera carcajada junto a mis amigos en comedor se fue la luz en la planta y tuve miedo que mi plan no se hubiera verificado y que de quedar vivo, el viejo me denunciara. Linterna en mano corrí a la prensa y justo ahí estaba el viejo a punto de ser devorado por las terribles tenazas. Su mirada era tan suplicante que con todo y los mil demonios de odio que llevaba dentro me arrastré a sacarlo del lugar y justo cuando lo puse fuera, la luz volvió, la maquina se activó atrapándome una pierna. El resto es historia.

Papá sigue trabajando en el ingenio, pero jamás dijo lo que realmente pasó. Me pensionaron por invalidez y lejos de recibir el desprecio de papá por el abuso y por el intento de homicidio, me trajo a vivir con él. La máquina no sólo me dejó amputado de mi pierna derecha, también de los genitales y tres dedos de mi mano izquierda. Papá casi me mantiene y tengo miedo que llegue el día en que él ya no esté. Tejo abanicos hechos con palma, vendo tuba en la plaza, pero estar sin él sería mi muerte inmediata. Siempre fui un desmadroso, un sangre de perro, pero cuando tu padre o tu madre te miran a los ojos estando ellos ya viejos y tu vida a sido una basura, te tuerces porque te tuerces, y a mí me torció el destino de una sola bofetada”

AUTOR:

JUAN DE DIOS JASSO AREVALO

EL VIAJERO VINTAGE

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