La pluma profana de El Markés

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“Padrastro”

Cuando papá nos abandonó a mí y a mis dos hermanas, sin importarle y sin saberlo, nos puso al centro de una sartén con aceite hirviendo. En una voltereta fraguada por él mismo, que quiso irse a ser feliz en otro lado y dejarnos en desamparo, así inició nuestro apocalipsis.

Siempre he dicho que Dios muchas veces acolchona las caídas y para nosotros, la existencia de mi abuela Cuquita fue un alivio. Amé a mi abuela, esa vieja ancestral que se preocupaba hasta de lo más mínimo y que cuando sentía que la nostalgia se nos venía encima, estaba ahí con la macana policial de sus sabias palabras para echarla fuera.

Así crecimos en una atmósfera sana y llena de cosas que esa mujer mayor se creó para que fuéramos felices.

El estruendo de las lunas de Saturno entre nuestras piernas y el que nuestro cuerpo comenzara a desfigurarse, nos llevó al terrible capítulo de la adolescencia. Los chicos y los hombres nos miraban raro, pero las lindas y oportunas palabras de nuestra abuela Cuqui de que eso les pasaba a todas las mujeres nos confortaba.

Cuando la abuela murió, no sólo migró su espíritu a la eternidad, también nosotras a nuestro nuevo destino. Y es que si fuéramos en un autobús urbano, fácil podría escuchar la voz del chofer gritar ¡¡Siguiente parada: El caldero del infierno!!… y sí, sin tener a dónde ir mamá apareció en escena muy avejentada y medio dispuesta a cargar con un trío de chicas que no sentía fueran su responsabilidad. Éramos jovencitas que ella no tenía ni idea de lo que pensábamos o sentíamos.

Laurencio y ella nos habían dado dos medios hermanos. Malos no eran, pero sí muy chicos e indiferentes.

Lo que tanto odiaba en la calle, se me vino a presentar en casa. Mi padrastro me decía porquerías en secreto. De su apestoso hocico escuché las primeras palabras obscenas con las que, cuidando que mamá no se enterara, me acosaba y amenazaba. Ya me espiaba mientras me bañaba, me tocaba las piernas y los pechos con lujuria y llegaba a decirme que estaba mucho más buena que mamá. Sumida en una profunda cazuela de miedo y perturbación, dejé pasar los días hasta ese momento en el que exploté. La bofetada que recibí de mamá es una vergüenza y ardor que sigo conservando a través de los años. Laurencio nunca pasó del manoseo, pero para mí eso me era más que asqueroso, pero mamá no me creía y me decía que si con esas mentiras ella dejaría a su hombre, estaba muy equivocada.

Cada que escucho “Diciembre me gustó pa que te vayas” de Amalia Mendoza, me veo a mí misma ese último mes del año saliendo de casa, corriendo medio desnuda y temblando de frío. Mi aberrante padrastro me había estado toqueteando bajo la mesa y durante la cena… ¡¡¡Míralo mamá, ya no aguanto, este monstruo me toca y tú no haces nada!! Y tras mi correría nocturna terminé sentada en la plaza principal y llorando mares. Cerca de ahí había unos taxis, clientes esperando turno y uno que otro borracho saliendo de las cantinas cercanas.

-¿Por qué lloras, chamaca?, ¿vives cerca de aquí? Te estas muriendo de frío, mira nomás como andas, me preguntó un desconocido. Mi silencio, mis lágrimas y el temblor de mi cuerpo arrojaba todas las respuestas dando eso mismo luz verde a cualquier ayuda, el hombre llamó a tres mujeres que andaban por ahí y les pidió muy encarecidamente que me llevaran a lo que él llamó una disco.

El lugar era la zona de tolerancia aquí en Sabinas. Las mujeres me vistieron, hasta eso, con ropa decente. El lugar se llamaba Montecarlo y por todo lo que pasaba frente a mis ojos era fácil saber que era un lugar malo, pero no tenía opciones, además, la señora, esposa del dueño, me trató muy bien y aunque de momento no me hicieron ningún daño, fue esa misma mujer la que muy amablemente me fue induciendo a tomar parte de ese mundo de perdición.

La noche que llegué fue inolvidable. Pasé desapercibida porque minutos antes un militar había asesinado a un cantinero frente a todos. Esa misma noche y a causa del miedo, las tres mujeres que me habían llevado hasta ahí, desaparecieron, jamás volví a saber de ellas. Mi nueva vida sólo era hacer aseo, bailar y fingir tomar. La dueña sabía que no quería tener sexo y cosa rara, ella sabía cuál sería el momento.

Meses después la señora me presentó a un hombre, en ese tiempo muy poderoso y rico. Me encariñé con él, lo cual no estaba permitido. Aquello se había convertido en una mezcla de amasiato, amistad y cariño. Un día, que no sé cuál, sentí que mi cuerpo me decía a gritos que algo pasaba. La dueña me dijo que había echado a perder todo pues estaba embarazada. Ese día el hombre rico desapareció de mi vida.

Le dije a la mujer que no estaría más ahí pues no quería que mi hijo creciera en ese ambiente, o peor aún, que me obligaran a abortar. No puso objeción y me fui enfrentándome a un mundo en el que no sabía hacer nada. Luego de mil peripecias de supervivencia me casé y tuve dos hijas más.

Mi hijo me salió tan buen hombre que jamás me ha preguntado quién es su padre. Considera padre a quién lo crio desde que tenía 4 años. Hoy a mis 40 soy feliz, me divorcié, estoy sola con mis tres hijos cuidando que no repitan mi historia.

Nombrar a mamá es hablar de odio hacia ella. Le guardo un rencor tan hondo y peor todavía, sigue viviendo con ese monstruo de ochenta años al que prefirió antes que a mí. Tengo relación con mis hermanas, pero nunca les he preguntado si llegó a hacerles algún mal.

No lo niego, soy bien cabrona, pero tengo mis sentimientos y creo que si la bestia no viviera, visitaría a mamá.

Me he guardado esto por más de 24 años y agradezco a Dios no haya pasado algo mucho más peor cuando era jovencita. Salí del infierno que era mi casa, y llegué a otro en el que aunque hacía cosas malas, nadie me obligaba ni me trataban mal.

Veintidós años tiene mi hijo, sin vicios y muy trabajador. Cuida de mí y de sus hermanas y eso no puede ser otra cosa que una bendición luego de haber decidido dejar la zona roja cuando quedé embarazada.

AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO

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