La pluma profana de El Markés

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“Tarantino, el toro”

Si alguien asesina un perro poniéndolo en un cazo con aceite hirviendo, la sociedad lo condena, pero si esa misma sociedad mira a otro hombre clavándole cobardemente una delgada espada en el corazón a un toro y frente a la mirada de cientos de personas, le aplauden… ¿Qué hay de diferente entre un perro y un toro?

La sociedad y la saciedad por la búsqueda de la justicia, lograron la detención de este hombre que cobardemente echó al perro al aceite, pero al torero que hiere y juega, que juega y hiere a un toro que termina por morir herido una y otra vez, ese asesino sigue ahí y celebrado… ¿Por qué no celebran al que puso al perro en el aceite? Al final tanto el perro como el toro son animales y ambos asesinados.

El que aprueba leyes taurinas tan criminales es indudablemente un bruto cuya idiotez le fue heredada por padres que muy probablemente le cedieron el placer del abuso… me acordé entonces de Tarantino, hijo de toros de alta cuna. Éste nació y murió en Toluca. Su llegada trajo brindis, fiesta y una reunión de amigos que vinieron de Cuernavaca, Calvillo y Peña de Bernal. Bajo la excusa del gran acontecimiento se planeó una tertulia que se llevaría a cabo en Hacienda Peralvillo, uno de los lugares más hermosos y alejados de la ciudad. Mientras el becerrito de pelambre vikingo, rojizo y brillante ante las luces del sol vespertino se amamantaba de su madre Tábata, los comensales degustaban del buen vino de Parras y quesos queretanos. La espera había sido mucha luego de que el cuerpo de Tábata se había negado a dar crías por mucho tiempo. Reginaldo, el toro padre, que había muerto tiempo atrás en la plaza más famosa de México, seguro hubiera estado orgulloso de ver esa cría de lindos ojos de canica artesanal.

Un día Tarantino dejó la crianza, el vagar por los prados y la libertad. Sin saber cómo ni por qué, fue llevado a un lugar en el que un tipo de traje pegado al cuerpo simulando una brillante lagartija de barro, lo esperaba en pose de bailarina de ballet.

Tarantino no sabía de prisiones ni escándalos, por eso, cuando fue soltado en el redondel, saltó bravo, inquieto y extrañándose de la música y de todos aquellos que no le quitaban la mirada de encima. Era joven y elegante. Sus dueños habían prometido que por joven ofrecería un buen “espectáculo”. No, no era el coliseo romano en el que el emperador esperaba ansioso la muerte de los esclavos a manos de fuertes gladiadores armados, era la Plaza México sin emperadores, pero sí poderosos y magnates pagando millones.

Paulo de García, El Mollete Catalán, torero prometedor que tenía en su haber nueve rabos y ocho orejas se alzó potente jugando, burlando e hiriendo a Tarantino. Los ¡¡¡Olé!!! Llenan la plaza y las manos de la señorita Echeverría aprieta el gorro del torero que previo le lanzó… y justo cuando hacía una cabriola de cirquero para esquivar el filoso cuerno de la bestia, media pulgada le falló haciéndole sentir una daga atravesándole el vientre. Un borbotón de sangre abanicó en el aire para luego caer en la tierra suelta y consumirse. Tarantino sigue bravo y entran al quite dos o tres cobardes más para rematarlo mientras que el Mollete Catalán mira el último cielo de su vida, el mexicano.

Qué somos cuando creemos que el mundo nos es propio, que tenemos la autoridad para hacer y deshacer con todo lo que se mueve, lo que nos plazca. En cierto modo llegamos a creer que somos como dioses que debemos y podemos o que tenemos la autorización de jugar con la vida de quien no puede defenderse.

No hay escena más burda que un ser humano abusando de otro; peor aun cuando las condiciones son totalmente diferentes, porque cuando el hombre sabe que las condiciones son igualitarias, le entra la cobardía.

Hablando de la “Fiesta taurina” (Que de fiesta no tiene absolutamente nada), el toro en sí es muchísimo más fuerte, noble y entero que el hombre; sin embargo, el hombre al saber que la fuerza bruta del animal puede sobrepasarlo, se rodea de una cobardía disfrazada de fiesta. Busca entonces las mil y una maneras para debilitarlo mientras que otro cientos de hombres le aplauden dejando vivas, vítores y estimulantes gritos de poderío para que pueda acabar lentamente con la bestia.

México es un país dual, hipócrita y convenenciero, por lo menos en algunas leyes que tienen qué ver con el maltrato animal. Permite los zoológicos y se divierte viendo a los cautivos muriendo de inanición. Nadie desconoce qué los zoológicos en nuestro país son guettos en los que los animales son maltratados.

La sensibilidad es una cualidad humana de que muchos carecemos. Seamos realistas. La mal llamada “Fiesta” brava nunca terminará porque existen muchos intereses de por medio, y cuando dichos intereses tienen qué ver con dineros, ninguna marcha será capaz de triunfar.

Autor: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
El Viajero Vintage

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