La pluma profana de El Markés

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“Mamá Anita”

 

En una ocasión vi una serie de programas bajo el título de “Vecino asesino”. Quedé tan conmocionado que empecé a dudar hasta de los que vivían cerca de mi casa. Suena gracioso, pero la realidad es que nunca sabemos que es lo que hay a nuestro alrededor.

Hace unos días leí en una nota roja sobre un hombre contando las atrocidades de su juventud. En realidad no pude, o no quise terminar de leer esa historia, y no porque no quisiera saber más, sino porque al momento me estalló la cabeza y quise contarles una historia por mí mismo y para ustedes, mis más queridos lectores. Esto es un poco distinto a lo que usualmente les comparto, pero sé que del mismo modo les dejará una huella en el alma.

“Lo primero que me comí de Anita fueron sus dedos. Hubiera preferido su nariz delgadita, mejillas y ojitos, pero sabía que eso por sagrado, debía comerse como un postre. Mover la cama y poner los huesos grandes en el pozo fue difícil. No entiendo por qué mamá nunca cambió esa cama tan pesada. Parece que había pertenecido a mi abuela Gonzala, o no, no es cierto, a la tía Rula, la que se había ahogado en Salinillas. Anita tenía que morirse porque de seguir viva hubiera querido jugar conmigo a lo que yo no quería. Ella era buena, y de eso bueno le aprendí a cocinar. Los marranos se gozaban cuando ella les daba con el mazo, ni se movían los muy canijos. Como que ellos mismos ya sabían que estaban siendo engordados para morirse un día. Lo mismo era con las gallinas, esas que Anita me ponía a torcerles el cuello, echarlas en la olla de agua caliente y desplumarlas después. Por eso cuando eché a Anita en el tanque de lámina, le puse mucho carbón y leña al fuego para que se cocinara más rápido. La carne de Anita era como la de los pollos jóvenes, suavecita, suavecita, aunque ella ya estuviera vieja. Lo que más me costó trabajo de quitarle, fue la piel de la espalda, como que la tenía bien pegada a los huesos, pero luego de mucho estira y jale, logré quitarle todo.

Anita siempre me dijo que los perros y gatos muertos debían enterrarse algo hondo, para que no oliera mucho a podrido. Por eso cuando echamos a papá en el pozo bajo el comedor, ella misma le decía, ¡¡de aquí no saldrás, perro!!… y papá no volvió a salir. El martes cociné los chamorro de Anita, bueno, esos si me dieron batalla por lo talludo, por eso esa misma tarde revolví sus pechos con acelgas. Esos los disfruté porque desde que ella estaba viva me decía, Betulio, este par son tuyos si te los ganas.

Anita me vestía de mujer y me hacía bailar por las tardes. Sabía que los vecinos de atrás me veían y se burlaban, pero a ella eso le divertía. Muchas veces me mandó a casa Arteaga de compras con el vestido azul que según ella sería de Dorita, mi hermana que se murió al nacer. Me ponía zapatos de niña y me pintaba los labios. Si volvía a casa despintado o con los zapatos en la mano, me pegaba con un sartén o con la manguera cortita que tenía colgada encima del lavadero.

Anita no gritó mucho cuando le enterré el pica hielo en la espalda, solo pujó un poquito y cayó deferente. Sus lentes se rompieron, pero eso sí, todavía alcancé a decirle que no se preocupara por ellos, que se los mandaría arreglar un día. Sus dientes los tengo en un frasco de café. Batallé un poquito para quitárselos, pero cuando terminé se los puse a la virgencita en su altar para que me los cuidara. 

El mercado Juan H García queda justo tras de mí casa y hay mucha gente, pero ellos viven en sus cosas y eso es muy bueno. El hombre de los tepaches me mira feo y se lo dije a Anita, pero ella, lejos de defenderme, dejó que me manoseara y me convenciera de que era mujercita y no hombre como sé que soy.

Ceniza y Bollello se comieron muy a gusto y con bastante hambre los huesitos que yo dejé chupados de los dedos de los pies de Anita. Esos gatitos son bien lindos y muy calientitos en tiempo de frio.

Anita me dijo: bésame, pero yo le dije que no. Me agarró de la nuca y tras pegarme a sus labios, sentí luego su lengua pegada a la mía. Esa tarde de domingo le besé el feo nido y sus pechos apestosos a cebolla. Lloré mucho, y más cuando por la tarde vino don tepaches y me hizo ahora sí, mujercita a base de palabrotas y cosas feas.

Lo primer que me comí de Anita fueron sus dedos, esos que señalaban ve ahí, ve allá, has esto o lo otro. Sus manos eran miedo, la pistola, la daga, la espada, el tentáculo, la voz de Dios. Su nariz delgadita, pómulos y ojos eran sagrados porque Anita, por ser mi mamá, eran esas partes que siempre quise besar y que ella nunca me dejó… pero ya en mi plato no sólo los besé, también los degusté. Me di el gusto de poner los dos ojos en mi boca y que mi lengua jugara con ellos traviesamente. Su cerebro lo unté por varios días en pan bolillo y con un café recibía mis mañanas.

Anita trabajó en El buen gusto, pero nunca tuvo ese gusto para quererme. Anita es mía cada que quiero pues cuando la extraño nomas muevo la cama, abro la vieja tapa del drenaje en desuso y olfateo profundo su aroma. Entonces grito fuerte ¡¡Anita!! Y el eco me devuelve su voz.

Malo no soy y siempre quise que muchos llevarán a Anita en su vida como yo la sigo llevando hasta el día de hoy. No sé cuántos taquitos de carne de mamá Anita vendí esas tardes fuera de casa Arteaga, pero verlos gozar al primer mordisco me ponía feliz. Ahora ella vivía en ellos también.

Anita, santa madre de mi vida. Dios te tenga en espíritu en su santa morada, porque por lo pronto serás mía bajo mi cama.

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