La pluma profana de El Markés

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“Debilidad clandestina”

Si hay algo que ha azotado a la familia en las últimas décadas, sin lugar a dudas ha sido la infidelidad. Sí, tal cual se lee. Este factor destructivo ha roto lazos matrimoniales que se auguraban resistentes. Han quedado en el trayecto hijos abandonados, mujeres suicidas y hombres destrozados. Leer titulares que muestran personas en depresión y buscando quitarse la vida me llevo tomar la pluma y contarles esta historia que de seguro le llegara al corazón a más de uno… ¿Están listos?

“El señor Segura era el hombre perfecto, pero en medio de todas sus perfecciones de hombre había un solo defecto, que no era soltero. Odiaba que fuera un cincuentón privilegiado que iba y venía a donde se le daba la gana mientras que yo, amarrada, me la vivía entre trastos y una familia aburridísima.

Lo conocí mientras yo caminaba por el pasillo de la planta cargando una enorme pieza del Corvette. Era alto, lustroso, bien peinado y con un porte digno de tres orgasmos en su honor. Ser empleada de FALCOMEX por años me tenía harta y dispuesta a no seguir, pero al aparecer ese tipo frente a mí ese día cualquiera, quise ser otra yo.

Llevaba en mi haber treinta y cinco años, un rostro bonito y un cuerpo de zumba. No era mala, pero cuando el licenciado Algarabí Segura me guiñó discretamente el ojo, quise serlo. El matrimonio me tenía atada, pero no
capada y la idea de ser de ese hombre comenzó a serpentearme la entrepierna.

Cuando me llamó a su oficina supuestamente para ver cómo íbamos con lo del Corvette 50 aniversario, me conduje bien portada, pero mis reacciones de mujer decían otra cosa y las suyas de hombre, también.

Cada que se abría la cortina corrediza del estacionamiento en el hotel, enfrentaba el desafío de ser vista. Era algo así como una adrenalina tan excitante que formaba parte de ese atrevimiento tan disfrutable.

Mala madre no era, buena amante sí. Tenía un esposo fiel, pero aburrido en la cama. Me daba todo, menos placer. Irle al América lo había hecho medio m*ricón, y lo digo porque amaba a cada uno de los jugadores, que se había tatuado el nombre de dos de ellos en cada tetilla y se la pasaba diciendo que ser Americanista le elevaba la calentura, cosa triste, creía saber todas las técnicas futbolísticas y nunca sentí un verdadero gol en mi portería. Lo complacía más por compromiso que por placer. Harta estaba de los juguetes sexuales que tenía ocultos en una ranura del colchón…

¡¡Me urge un hombre, no un papanatas!! gritaba ahogadamente cada que mojaba mi cama y derrotada me veía sola. Por eso, echando en el olvido las promesas matrimoniales y mi amor a todos los santos, me dediqué a disfrutar de aquello
que me exigía ser apaciguado. Organizada estaba, llevaba a mis hijos a catecismo, iba con mi marido a la iglesia y los jueves me reunía con algunas amigas para echar charla y despejarnos. Siempre fui sigilosa cuidando hasta los menores detalles. Sabía que si me iba a decantar hacia un sendero peligroso, debería aliarme a alguien que pensara igual a mí, me cuidara y me diera el lugar merecido. El señor Segura me lo daba. Era una discreta casquivana y con todo y que pudieran hablar, pruebas no había de nada. Cinco años de casada, dos hijos y una vida de monasterio me había llevado al hartazgo. Me veía al espejo y me encontraba deseable, en verdad me urgía tener manos fuertes masajeando todo eso que tenía bien puesto. Miraba el enorme cuadro de la virgen colgado en la pared, pero algo me volteaba la cara a otro lado, necesitaba un verdadero mantenimiento sexual y el señor Algarabí
me lo daría.

No sé cuántas veces vi esa cortina recorrerse mientras sentada en el auto, esperaba al señor Segura para que lo abordara, diera reversa y salir de El Águila. Las piernas me temblaban y las razones eran obvias cuando ese
hombre era una máquina de pecado.

Cuando puse un pie en la banqueta de la escuela Centenario, mi hija Lucila me esperaba con sus manitas atadas al frente y un poco atrás de ella, mi Juliancito.

Recargado en la cerca de piedra de la escuela, mi marido saboreaba un elote en una horrorosa paz. El señor Segura, al ver a mi esposo, se esfumó tan veloz, que es fecha que no lo volví a ver.

Julián no me pidió explicaciones de nada y en el camino a casa mis niños, ya adolescentes sollozaban. Julián los había envenenado a tal grado que solo los llevó ese día como comprobación y culminación de todo. Con las manos en la
cintura me los quitó, la ley le dio la razón, se los llevó a Toluca y jamás volví a verlos.

Ahora y luego de siete años, no mojo la cama de orgasmos, porque me quedé seca de placeres; la humedezco de lágrimas. Ahora mi cuerpo no está debilitado de tanto combate en los hoteles, sino porque hasta las fuerzas se me
fueron de dolerme tanto la ausencia.

El día que me mudé porque mi hijo mayor vendería la casa, tiré el colchón viejo, los chamacos que me ayudaron a llevárselo, volvieron al caer la tarde para devolverme mis juguetes íntimos ya carcomidos por el moho… siempre
fui una buena madre y no creo haber merecido el abandono de quienes siguen siendo todo mi querer.

Hoy ya no es FALCOMEX, ahora es JAROPAMEX. Los pasillos siguen siendo los mismos y el ambiente solo me convierte en una cucaracha condenada a envejecer pudriéndose en el olvido. Cuando el señor Segura murió en Piedras Negras, fui a su velorio y entierro. Nadie me conocía y tal vez nadie se explicaba por qué esa mujer que era yo lloraba tanto… ¿en qué me había convertido? ¿Qué era yo?”

Dejo la pluma en el tintero y pregunto: ¿valdrá la pena un orgasmo
clandestino?

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