La pluma profana de El Markés

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“Músculos de alambre”

México se ha coronado desde hace ya mucho tiempo como emperador de feminicidios. Las estadísticas lo han colocado en un territorio fértil para el abuso contra las mujeres. Era en el pasado cuando se hablaba mucho de las muertas de Juárez como un asunto único. La realidad era que en el Distrito Federal y en el Estado de México la cifra era mucho más elevada.

El abuso contra los niños igualmente es un problema social contra el cual el gobierno no ha podido luchar. Entonces al navegar en las corrientes de agua fría del Google me espanté tanto que empecé a escribir esta historia que espero, claro, nos deje una buena lección de vida.

No nací fea, pero sí con los músculos hechos alambre y con el hambre siempre presente en un hogar donde mamá me pegaba y me daba a mis tíos para que me tocaran. Crecí creyendo que ser besuqueada, manoseada y obligada a hacer cosas sucias era normal cuando siempre lo había visto hacer por mamá a cualquier hora del día.

Desde que me acuerdo mamá siempre me dijo Nadie, aunque en realidad no tuve un nombre hasta los trece.

Dicen que nací en un rancho cercano a El Bayito, en Nuevo Laredo, Tamaulipas, aunque no puedo confirmarlo pues desde el suelo donde siempre me arrastraba no podía ni asomarme a la ventana. Comer en las tapas de las ollas era normal para una niña que no conocía la palabra amor, solo el griterío de una madre que me pateaba cada que me le atravesaba en su camino cuando me arrastraba por la casa como un gusano. Mi casa nunca tuvo piso, por eso cuando mamá me bañaba a puro chorro de manguera, terminaba peor entre el lodo. Me secaba con el aire que se colaba por la puerta y ventana desvencijadas y desde ahí, desde el suelo y al caer la noche, podía ver las ratas que pasaban junto a mí y los cientos de cucarachas que se comían esa comida mía que se me hacía difícil tomar. Dormía bajo las patas gruesas de un sillón de madera apolillada. Esa fue mi recámara hasta que un día mamá lo vendió y tuve que encontrar un nuevo sitio. En tiempo de frío dormía junto a la estufa de leña con Tabita, una perra callejera que era bien brava. En el calor, sola a un lado del fregadero, donde podía sentir el frescor de la humedad.

Un día amanecí con un fuerte dolor de entrañas y con los trapos viejos donde dormía bañados en sangre. Ya estaba un poco grande, pero bien ciega de todo. Pensé que tal vez había sido porque Roberto, hermano de mamá, la última vez que me había hecho cosas se había portado más feo que de costumbre. Al momento mamá me dio un trago de té de quien sabe qué, seguido de un baño de manguera con todo y que hacía mucho frío por ser febrero. Mamá tenía pies bonitos, lo sabía porque cuando no salía siempre andaba descalza. Tenía un lunar en el empeine de su pie izquierdo en forma de cuchara, largo y amplio en una de sus puntas.

Matías, mi otro tío llegó al caer la tarde. Mamá se acaba de ir bien bonita y oliendo rico, como a papas recién cocinadas. Me saludó y me cargó para subirme al catre. Se quitó la ropa y cuando ya estaba desnudo me dijo que me estaba poniendo bonita. Siempre había visto a esos dos tíos míos ir a casa, pero nunca hablaban y no fue sino hasta ese día cuando le conocí la voz. Sacó de una bolsa un montón de colores y hojas para que me entretuviera, también una cosa que me amarró a mis pechos y me dijo que ya no debería andar así, en cueros. Igual me metió un calzón rojo, igual que el brasiere. Esa noche supe que tenía once años y me trató más amable. Me dijo que no volvería a verme que porque se iba a ir a Estados Unidos. Al final, cuando lo vi meterse en el pantalón eso que siempre me había parecido un rara zanahoria medio podrida, me dijo que lo perdonara, pero en realidad no sabía ni por qué. Entonces no volví a saber de él.

Tío Beto me llevó un pastel cuando cumplí doce. Se me hormigueó porque no pude arrastrarme hasta donde me lo había dejado debido a que ese día los cólicos previos al sangrerío me habían atacado muy fuerte. Ese día mi tío me dio de cachetadas porque lo marché de sangre.

A los pocos meses mi panza creció como un globo. Mamá ya me pegaba con una cosa o con otra hasta que un día llegó una mujer vieja y tras darme a beber algo amargo, me hizo arrojar lo que tiempo después supe, era un bebé.

Tío Beto le decía cosas bonitas a mis pechos, igual a mis piernas, pero sólo cuando llegaba; luego, cuando terminaba de tocarme y de jugar con mi cuerpo sin fuerzas, me decía que si hubiera nacido bien, hubiera tenido muchos novios. Esa noche cuando se fue, tuvo la amabilidad de bajarme del catre y ponerme en el suelo. A mamá le molestaba llegar y encontrarme en su cama.

Los colores que me había dejado tío me hacían feliz. Pintaba como una loca ratas azules y verdes; también hormigas y cucarachas multicolores.

Un día mamá llegó corriendo a casa. Estaba histérica y desesperada. Se inyectó lo de siempre y se acostó. Ya no despertó. Le grité y le grité sin respuesta. No sé cuántos días pasaron desde que ella quedó frente a mí y en su catre, ya sin decir nada. Ya luego vi a una rata y a otra llegar y comérsela a trocitos, de a poquito. Por más que les grité a las malditas que me la dejarán en paz, no me escucharon y hasta el bonito lunar de su pie se comieron.

Carente de fuerza, hambrienta y sin poder pintar nada, el olor del cuerpo podrido era más y más fuerte. Las ratas entonces comenzaron a olfatearme y las cucarachas a trepárseme. Comencé a sentir sus mordiditas en mi espalda, primero de a poquito, luego más fuertes. Un día me llené de nublazón. Me dolía todo y supe que ellas ya estaban comiéndome de a poquito. Estaba viva, pero sabía que me comían los pies y esas partes que tenía, pero en las que no sentía nada.

Un día llegaron varios hombres y mujeres. Sus caras me hicieron saber que lo que veían era más que horrible, para mí no, que ya me había acostumbrado al olor y a los huesos expuestos de mamá.

Salir de casa en brazos de un hombre de blanco fue increíble. Tenía 13 años y no sabía lo que era estar fuera de mis rincones.

Soy tu tía Brígida y vivirás conmigo, me dijo una mujer alta y delgada que se parecía mucho a mamá. Te llamarás Nadia a partir de hoy cuando te registremos, me dijo. Le dije que me llamaba Nadie, que mamá así me decía y no Nadia como ella pretendía ponerme. Me sobó la cabeza, lloró un poco y me hizo una trenza. Viví con tía muchos años, muchos hasta que se hizo vieja y murió. A los veinte ya pintaba paisajes y bodegones. A los veinticinco expuse en Monclova y a los veintiséis en Tampico y Ciudad Mante.

Tía me dejó bien encargada y cuidada hasta que me muriera. Mi vida de niña fue de infierno, de invierno, de calamidad y sin saberlo nadie. No sé qué hubiera hecho si no hubieran llegado a mí esos colores y esas hojas sueltas.

Hoy le tengo fobia a las ratas y a las cucarachas, también a los hombres, pero tolero más a los primeros y a los segundos que a los terceros. Mis tíos se pudrieron como mamá, pero en la cárcel. Nací siendo Nadie y moriré siendo Nadia. Nací siendo bonita, pero con los músculos hechos alambre y con un hambre de amor ilimitado. Hoy sigo aquí, ya no viendo la vida desde el suelo, sino a través de mis pinturas. Hace mucho que dejé de ser Nadie para ser algo, ese algo que quise ser cuando mamá me dejaba en el suelo, como un gusano, y a expensas de las bestias. Hoy me falta una pierna y los dedos del pie que me resta. En realidad nunca los tuve porque teniéndolos ni los sentía. Hoy soy yo intentando sobrevivir en un mundo sin Dios, sin dioses, sin nada… pero eso sí, con mi cabeza llena de imaginación y mil colores.

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