La pluma profana de El Markés

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“Papá viejo, papá inservible”

El titular de uno de los muchos periódicos en exhibición en una tienda de conveniencia en Monclova, me siguió por un par de horas: HIJAS MALTRATABAN Y ABUSABAN DE SU PADRE”. Aturdido por las seis o siete líneas que alcancé a leer, sentía tan terrible revoltijo en mi interior, que quise sacarlo escribiendo una historia que nos llevara a reflexionar sobre el abuso y maltrato hacia los padres por parte de los hijos. Este, lectores míos, fue el resultado.

Cuando las tripas comenzaron a chillar, supe que las cartas estaban echadas. Mi Analay me había llevado pozole esa mañana por mi cumpleaños y con todo y que yo sabía que me podía hacer daño, no le quise hacer el desaire.

Analay vivía en Castaños y para que viniera a verme tan seguido como yo lo hubiera querido, estaba en chino. La quería porque ella me quería, pero más amaba a Lucinda, mi hija menor. Entre ambas había una guerra que tenía que ver con la casa en la que vivíamos pues desde que me había aparecido esa rara enfermedad que me había dejado paticojo y que según los médicos me iría quitando vida, las había escuchado reñir por la propiedad.

Los tiempos bonitos habían pasado. No había dinero y para ellas, que habían crecido con un papá soltero que trabajaba en la empresa del acero en Monclova, y que no les faltaba nada, la realidad las aturdió. Analay se casó a los tres meses de que dejé de caminar y Lucinda, que era todo mi querer la enfrentó en plena clínica diciéndole que no estaba ispuesta a cargar sola conmigo. Analay, embriagada de amor por su esposo solo se dio la media vuelta y se fue. La empresa no me terminó como era debido y lo poco que me
dieron se acabó en terapias y medicamentos. Empecé a quedarme solo cuando Lucinda comenzó a trabajar en una maquiladora. La soledad se me vino encima y los días se me consumieron entre el hambre, la soledad y las lágrimas. Me sostenía el recuerdo de que había tenido dos hijas que eran mi todo y cuyas imágenes estaban en los seis álbumes de fotografías que tenía sobre un buró. Cuando Lucinda llegaba, sólo deseaba pedirle agua, pero me lo aguantaba; pedirle de comer, pero lo soportaba. Solo la veía ir y venir por la
casa haciendo sus cosas y de pronto, de pronto aparecía en mi cuarto con un plato de sopa cuajada y un vaso con agua. Ese vaso era un tesoro porque jamás me atrevería a pedirle otro. Por eso me gustaba que viniera Analay, porque ella me daba hasta cinco vasos con agua de sabor y a veces hasta refresco. Me llevaba pollo asado, hamburguesas y hasta flautas calientitas.
Estiré la mano para alcanzar la bacinica llevándola con prisa bajo mis nalgas. La velocidad del pozole viajando por mi estómago era tal, que el pestilente chorro serpenteó a su salida por las paredes del peltre manchando sábanas, mis piernas, y hasta el respaldo de madera. La guerra fraguada entre el chile de árbol y mi estómago había sido tal, que el dolor que me había resultado era de infierno. Imposibilitado a moverme lo necesario para hacer lo propio y limpiar, me llevó a una desesperación tal que al intentar agarrar el papel sanitario de una mesita cercana, causó que cayera de la cama. Entonces se abrió la puerta y con ello mi niñita, la pequeña Lucinda, bueno, ya estaba bien grandota y algo refunfuñona entró y llegó hasta mí.

Mi mejilla pegada al piso miraba muy cerca sus gruesos zapatos de trabajo. Su silencio dolía más que las palabras que no decía. Sabía que miraba la habitación, sabía que el olor a podredumbre la estaba ahogando, sabía que algo había en su alma. Sentí entonces el tibio chorro de mierda caer sobre mi cuello. Al mirar arriba vi en lo alto la blanca bacinica vaciarse hasta la última gota sobre mí. Entonces la dejó caer justo en mi cabeza haciéndome dejar un quejido.
Dos días pasaron para que finalmente ella misma me arrastrara hacia el patio trasero y rociarme con agua, darme detergente y decirme ¡¡Usa aunque sea las pinches manos, que es lo único útil que te queda!! Me arrastré hasta la habitación encontrándola limpia. Una hora después llegó Analay a dejarme comida, ver televisión y preguntarme si ya había pensado quién se quedaría con cuatro caballos que me cuidaban en un establo particular.

─Son de tu hermana, le dije, ya ves que está molesta desde que te dije dejaría
esta casa a tu nombre. Pues sí papá, pero pues nomás no has firmado nada.
─Ni te apures, todo está listo. El licenciado Burciaga ya se hizo cargo desde
hace un año.
─ ¿De verdad, papá?
Y desde entonces Analay desapareció.
Mi vida cambió todavía más cuando les dije que las propiedades estaban a su nombre, pero que no se haría efectivo hasta que yo muriera. El día que Tavares me vio en el semáforo de la avenida Pape, se me fue encima en un abrazo con todo y que olía a rayos. Tirado como un fenómeno de circo me arrastraba causando piedades de los paseantes. Caída la tarde Lucinda iba por mí, me echaba al cuarto, me daba sopa fría de fideo y contaba las ganancias.
Ese día Tavares había llegado justo cuando mi hija iba por mí.
─Con permiso, tenemos prisa.
─Aguarde, es mi amigo y quiero platicar con él.
─ ¿Lo va a poyar con algo? Si no, no nos quite el tiempo.
Tavares sacó un billete grande y lo puso en el botecito percudido. Lucinda lo
sacó y se lo metió en la bolsa de su chaqueta.

Pasé muchas tardes en el Boulevard Pape, más de dos años causando lástimas.
Tuve dos hijas hermosas y muy cariñosas. Viajamos mucho y existen cartas y cartas de amor para este viejo que un día se les volvió inservible. Ni cómo olvidar cuando Analay llegó al Boulevard a gritarme por qué le había mentido, que no existía ningún licenciado y que la casa seguía a mi nombre. La gente miraba y juzgaba. A muy poco estaba de ser pateado al desembocar su coraje… tuve dos hijas hermosas, muy bellas. No decirlo sería un pecado. La cara de Lucinda es como de porcelana y sus manos de piel suave, muy suave.
Sus dientes son parejitos y sus ojos grandes y brillantes. Analay se parece a mí en lo luchona y cariñosa… son tan bonitas… no, ellas no son malas, están confundidas.
Cuando Tavares entró en la casa, yo, tirado en el suelo, deshidratado y
hambriento, lamía la bacinica con restos de excremento. Lo vi enorme parado en la puerta, como jamás lo había visto. Segundos adelante ya estaba en cuclillas abrazándome y enseguida cargándome para subirme a la cama. En diez minutos ya estaba en una ambulancia y una semana después, viviendo en su casa. Hacía una semana que Lucinda se había ido no sé a dónde y Analay simplemente se había evaporado. Tavares, que había sido mi mejor amigo en la universidad, me había llevado a rehabilitación sin rendirse durante un año, y justo cuando daba mis primeros pasos en el parque Xochipilli, aparecieron mis
hijas… porque eran mis hijas, todas hermosas ellas. A Lucinda le gustaban los triciclos y a Analay saltar la cuerda. Hay muchas fotos de ellas en mis álbumes, ¿ya dije eso?… lloro porque me resisto, porque no merezco sus odios, sus miradas de asco y desprecio… mis niñitas, mis niñitas, mis hadas de alas purpurinas que alzaba en mis brazos para que sintieran lo que era volar.

─Me iría con ustedes a casa, pero Tavares me a concedido hospitalidad perpetua.
─ ¿De arrimado, papi?- me dijo Analay – No olvides que nosotras somos tu
familia.
─Si vienen es porque se han enterado de lo que he recibido de la empresa; de una vez les digo que eso es intocable, que lo manejaré para vivir bien lo que me queda.
─¡¡Pero, papi, ese mentado Tavares te lo quitará!!
─Ustedes me quitaron lo que más quería, que era su amor. Les he llorado mucho y al verlas venir creí que venían por mí, pero veo que no han cambiado. Vienen por el dinero y…
Y entonces se fueron dejándome de pie, sujeto a mi andador y en medio del parque. Tavares, que se había mantenido a distancia, se acercó, me abrazó y me eché a llorar en su hombro.

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