La pluma profana de El Markés

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“Crónica de guerra”

El mundo creía estar en paz hasta que Hamás dijo, ya no, necesitamos fiesta. Y la jovialidad se rompió alterando la quietud y la moneda.

La palabra “Felicidad” ha sido muy relativa para un planeta como el nuestro y para una mujer como yo que creía que ser abusada sexualmente por su padre, era parte de ella. Hoy el mundo vive guerras intestinas y ver cómo los misiles caen sobre pueblos en Medio Oriente, me pone a pensar muy seriamente en mi propia vida y su significado.

Nací de una madre insensible que creyó que darme por alimento a un ser insaciable para retenerlo, era una idea inspiradora. A los doce años crucé la línea de niña a mujer. Las lunas de Saturno me estallaron mientras vendía frutas en una de las avenidas principales de Torreón. Ignorante y al tiempo desconcertada recibí la ayuda de una anciana que serena y circunspecta se me acercó con un objeto rectangular, esponjoso y suave para que me lo pusiera entre las piernas. Su clara intuición femenina le hizo saber que la mujercita que tenía enfrente no tenía ni la más remota idea de lo que era una toalla sanitaria. Me pidió que la acompañara y yo siempre crédula la escuché bajo un semáforo y después, después en un sanitario de la gasolinera explicándome lo que aquello significaba. Nos hicimos amigas. Y era raro que una mujer de sesenta años que mañana tras mañana sacara a pasear a su perrito dálmata y una jovencita de doce años entablara conversaciones entretenidas.

Al mes y justo en septiembre quedé embarazada. Era niña de la calle y a nadie pareció importarle lo que me pasaba. Mamá se drogaba y papá se la vivía en los bares. En medio de la miseria que significaba mi desnutrición, falta de escuela y desconocimiento de lo fundamental de la vida, quería mucho a mis padres. Mamá no era mala, él nunca me golpeaba. Cuando él me pedía fuera a la cama lo hacía como si me pidiera fuera a la tienda a comprarle una cerveza. Sentir su cuerpo encima de mí y recibir una que otra caricia se había convertido en algo que inexplicablemente necesitaba. Es raro, y lo sigo pensando al día de hoy. Lo necesitaba tal vez como afecto… ¿o no? Y es que saber la realidad de lo que aquello era me hizo tanto mal. Al menos así fue cuando mamá y él me dieron a beber algo que hizo que arrojara al fruto de mi vientre en el patio de la casa. Los retortijones habían sido tan intensos que había terminado aullando en la letrina por toda una tarde. Pero mamá viajaba en una dimensión tan alta al interior de la casa y papá acostado en un catre que no advirtieron que yo moría del dolor.

A mis dieciocho murió atropellada aquella mujer con quien compartía lindas conversaciones de amigas. Es raro que nunca me haya cuestionado sobre mi origen o qué era de mi vida. Se limitaba a llegar, sacar vasijas de plástico con comida siempre deliciosa que comíamos en un parquecito y ya. Nunca supe dónde vivía y mucho menos si había tenido hijos o no. No supe dónde la enterraron y así se fue de mi vida esa dama que cuando le hablé de los dolores estomacales y de lo que había arrojado en el patio de mi casa se había echado a llorar extrañamente. Cuando le pregunté qué pasaba me dijo que me llevaría a un lugar para que contara mi historia. Ese día nunca llegó. Supuse que era la policía o algún lugar de denuncia. Creo que ella creía que algún sujeto callejero me había violado o algo así.

Martín Jaramillo, un lava coches de Gómez Palacio, Durango me hizo entender que me habían estado abusando desde niña. Me defendí diciéndole que yo no lo veía así. De su mano y confiando en él me llevó a una clínica comunitaria y fue entonces que me enteré a mis casi diecinueve años de lo que había sido víctima.

Martín me convenció entonces de que nos fuéramos a Jerez, en Zacatecas. Enamorada e ilusionada me fui confiando. No me equivoqué, el hombre era una maravilla. Hacía todo por mí y con todo y que seguíamos siendo pobres en una pequeña comunidad, era feliz… entonces y sin saber cómo, llegó mi propia guerra de Medio Oriente. Unos hombres se hicieron presentes en el pueblo enrareciendo el ambiente. Se les veía en camionetas y siempre envueltos en el misterio. Martín me decía que no saliera de casa, pero ellos llegaron un día hasta la cocina y se lo llevaron sin mediar palabra. El terror se convirtió en el desayuno, comida y cena. Empezaron a desaparecer ganaderos y allá, en Jerez, comerciantes y personajes importantes. Fue ahí cuando escuché por vez primera el término “Narco”.

Martín no era malo, al menos no cuando lo conocí. Yo no lo sabía, pero desde que habíamos llegado al pueblo él había querido que no me faltara nada y eso lo llevó a alinearse en las filas de los narcos.

El pueblo fue muriendo de a poco. Fuimos desplazados y yo otros muchos agarramos nuestras cosas y huimos a diferentes partes. Mis ojos tuvieron la desdicha de ver a un convoy de asesinos caernos encima por la noche y en plena carretera para asaltarnos, violar a las mujeres y golpear a los hombres.

Si muchos viven atemorizados por la guerra, nosotros en México vivimos la nuestra sin que nadie nos escuche. Constantemente y cada día mueren desde niños hasta ancianos a mano del crimen organizado, y es que aquí el único que está organizado es precisamente el crimen. La desorganización al seno del gobierno es mucha y así nomás viendo como la sangre escurre, morimos muy lentamente.

Ya lo dije al inicio, cada quién dimensiona el tamaño de su tragedia dependiendo de su estrategia de vida. Mi estrategia ahora es vivir en Sombrerete estudiando estilismo y alejada de problemas. Lamento mucho lo que sucede en Israel y otros países, pero más lo que sucede en mi propio país violentado a la vista de todos.

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