La pluma profana de El Markés

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“Entre padres e hijos”

¡¡Josías, el tren despanzurró a tu papá!! Y salí corriendo del salón ignorando los gritos de la maestra para que esperara y los de Lalo Pika, que solo se había asomado por la ventana para gritarlo en plena clase de matemáticas.

Mi única matemática a mis nueve años era que la suma de todo aquello sólo me dejaría ricos dividendos: Jamás volvería a ver a papá en las actividades de padres e hijos pues al no ver bien, siempre me dejaba en puro ridículo; que siempre se creía el gracioso en las reuniones familiares y mis tíos se burlaban de él, y lo más peor, que me llevaba a limpiar jardines, patios sucios, limpiar chimeneas, recoger cartón, vidrio y no sé qué cosas más. Su estúpida idea de viejo era que todo hombre debía traer dinero en la bolsa y que si quería no mirar los vicios, el trabajo era la mejor medicina… pero tenía nueve años y mis cálculos e intereses solo flotaban en divertirme con mis amigos, ir a la loma a matar palomas, lagartijas y aplastar sapos saltando sobre ellos.

El crucero del ferrocarril quedaba a menos que cien metros de la escuela y el cuerpo de papá todavía temblaba tirado en el suelo. Todos lo miraban bañado en sangre y hasta yo, excitado por la impresión, igual quedé clavado al suelo. No sé movía y eso me daba esperanzas, pero cuando los de la Cruz Roja llegaron, tocaron su cuello y dijeron ¡Sigue con vida! todos aplaudieron menos yo.

Quise a papá cuando era más niño y no sabía que existían los papás interesantes que sabían cabalgar, jugar billar, que tenían lanchas, vacas y otras cosas. Y es que en la escuela todos tenían uno qué presumir. Siendo muy niño y cegado por la inocencia, papá me llevaba en su bicicleta al monte. Apaleados nogales y volvíamos a casa con hartas nueces. Me gustaba cazar conejos, liebres y codornices. Él era bueno para eso. Lo recuerdo cargando su radio y oyendo novelas. Se emocionaba como loco y sus ojos se abrían de más cuando el malvado de la historia se salía con la suya… por eso odiaba que fuera a la escuela, porque era el payaso del que todos se reían. Ya para cuando acordaba andaba bailando trompos o saltando la cuerda.

¿Por qué no se murió papá? Le dije a mamá cuando luego de una semana en convalecencia en la clínica lo llevaron a casa. ¿Tres, cuatro, cinco cachetadas recibí por respuesta? No sé, pero él hombre duplicó su chiflazón porque si el tren no le había amputado nada, si le había robado la claridad y la razón, en pocas palabras, lo había dejado medio loco.

El viejo comenzó a salirse de la casa. Vagaba por el pueblo y empezó a vérsele desaliñado y meditabundo. Mamá no se cansó de traerlo a casa. Lo buscaba y lo buscaba sin importarle el que a veces ni la reconociera. Y papá se fue a otra dimensión. Ahora hablaba con una jauría que parecía quererlo mucho. Me desconecté de él porque obviamente me daba vergüenza. Si me lo encontraba pasaba de largo cuando veía que intentaba hablarme. Varias veces me agarró descuidado pidiéndome dinero. Cuando mamá me decía que iría a buscarlo la juzgaba de loca igual a él.

Yo había sobrepasado el desafío de no tener papá y trabajar para sobrellevar mis estudios. Me gradué de la universidad y al mes me hice novio de la mujer más bella. Papá se había convertido en algo lejano para mí y más todavía cuando me había ido a vivir a Estados Unidos por más de tres años.

Volví a Delicias, Chihuahua en 1996. Anahí me esperaba radiante y planeamos boda. El evento sería en el salón más caro y el banquete pura alta cocina. Invitados exclusivos, ni siquiera tíos ni primos. Había citado a amigos de universidad, familia de mis hermanas y hermanos y claro, familia de mi novia. Lo recuerdo y me emociono porque la decoración era fastuosa. Trabajar en Oregon me había bendecido y deseaba que fuera la boda de nuestros sueños.

El mensaje del sacerdote fue contundente. Habló del amor y la fidelidad en el matrimonio. La verdad todo ese blablabla me hartaba porque ya quería brincar a lo que seguía.

Cuando salimos de la iglesia un baño de pétalos de rosa cayó en nuestros rostros. El mariachi sonaba y los aplausos atizaban el júbilo. En un momento sentí cientos de pétalos amarillos cayendo de repente pegándose en el pulcro vestido de Anahí y en mi traje negro. No me costó trabajo reconocer el fétido olor a girasol y ahí frente a nosotros, la horrible imagen de papá con la mirada medio extraviada y con un canasto en mano. Mis amigos vieron al momento que aquello no estaba bien y quitaron a papá del lugar. Mamá se metió defendiéndolo, pero ignoré la incomodidad del momento. Abordamos el auto y viajamos al salón. Pensaba en lo sucedido. Cosa más aberrante no podía estarme pasando. Ya en el salón la música y los juegos nupciales se verificaron en paz. Había visto a papá fuera del lugar y había encargado no dejarlo entrar. Mamá se había ido a casa, también mis hermanos. El evento de los pétalos los había dejado incómodos; pero estaban mis amigos, la familia de mi ahora esposa, lo demás no me importaba.

Entré al bar a supervisar que no faltara el whisky. Caminé por la cocina y todo era un caos. Al llegar al traspatio las cocineras volvían a la cocina y justo a un lado de los botes de basura, estaba mi padre comiendo espagueti y otras sobras de lo que había sido la cena de mi boda. El viejo vestía un raído saco café que quién sabe dónde había conseguido. Sus zapatos en la penumbra manchados estaban de crema y su corbata floja y mal puesta seguía en su cuello. En ese momento se me vino encima una lluvia de recuerdos de infancia. No pude y no quise detener mis sentimientos y dejándome llevar por el momento me aferré al marco de la puerta, me acuclillé y me sentí el más miserable del mundo. Entonces sentí una mano en mi hombro. Era Anahí.

─¿Ocurre algo, Josías?

─Mira ese hombre.

─¿Quieres que le pida a alguien que lo echen?

Entonces la miré fijamente y me puse de pie con algo de dificultad. Caminé sereno y al mirarme corrió asustado a la puerta de salida.

─¡Detente, papá!

Sin dejar de correr le di alcance y lo detuve en los jardines frente al salón.

─¡No me pegues, hijo, no me pegues!

Lo abracé pensando en esa frase de miedo… ¿no me pegues? ¿Qué era eso? ¿Por qué habría de pegarle? Olía horrible y tras llevarlo a una banca le dije -Papá, soy Josías, perdóname.

─Yo sé quién soy, uno que todos dicen que está loco, pero no estoy seguro de que tú sepas quién eres.

─No papá, sí sé quién soy, ahora lo sé, soy su hijo, venga, vamos a la fiesta.

─No tengo tus galas, mírame. No está mi mujer, ni tus hermanos.

Entonces no perdí más tiempo y llevé a papá al hotel, lo bañé y lo vestí con uno de mis trajes. Llamé a todos, hasta a mis tías y primos. Una hora después y tras preguntarse todos donde estaba el novio, entré por la puerta principal de la mano de mamá y de papá. Jamás he tenido momento más feliz que ese, ni siquiera cuando nacieron mis hijos. Ese instante fue justo cuando supe lo que era el verdadero amor.

Anahí estaba decepcionada de mí por no haberle dicho lo que pasaba, pero ahí me demostró su apoyo y al día de hoy papá se ha ido recuperando de algo que ni siquiera era locura, o al menos no creo que lo sea cuando pasa sus horas jugando con sus nietos. Mis cálculos matemáticos de infancia no son mis cálculos de ahora, pero de qué la suma del amor y la misericordia arrojan perdón, eso sí es cierto.

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