La pluma profana del Marqués

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“Maestros del odio”

─ ¿Le digo una cosa, maestra Blanquita? Amaba el aroma de los tacos que mamá me ponía de almuerzo… lástima, usted nunca me dejaba probarlos.

Creo que de las mejores pláticas que he tenido en mi vida, han sido las de las mañanas cuando, antes de irme a la escuela, tenía con ella, con mamá. Vivíamos a unos metros del tanque de agua en la colonia Hidalgo, allá en Nueva Rosita. La escuela, que tenía el mismo nombre que la colonia me quedaba a unas cuadras.

Siempre fui muy callado, más que silencioso y andares de tortuga. Muchos me decían de cosas pero no hacía caso. Era callado, pero llevaba la música por dentro; malo no era, nadita, pero me gustaba caminar despacio, tomarme mi tiempo y respirar hondo. No platicaba con nadie, pero conmigo mismo lo hacía peor que un político en campaña.

Mamá nunca me despertaba, lo hacían los paloteos cuando hacía las tortillas. Olía tan rico. El café, que me ponía en un frasco, igual se me metía suave por la nariz, viajaba sereno por mi garganta, cerebro y músculos. Seguramente esa mezcla de taquitos de frijoles refritos y café a la hora del recreo sabrían riquísimos, pero nunca pude comprobarlo, bueno, sí, pero luego de una serie de cosas desafortunadas.

Nunca supe por qué la maestra Blanquita no me quería… ¿Cómo puede haber una maestra que pueda odiar aún niño de ocho años así nomás porque sí? Pues Blanquita me detestaba.

Sonó la campana y todos salieron corriendo del salón. Intenté hacer lo mismo, pero Blanquita me detuvo.

─Eres un burro para las cuentas, y tu letra es más fea que tu misma cara, así que espero que por lo menos seas bueno para guardar secretos… y si no lo haces, te espera un martirio de Santo Cristo.

─No soy burro, maestra… mamá dice que mi letra es bonita y que sumo y resto bien…

─ ¿Oíste que te lo pregunté, tontito?

Nunca olvidaré sus ojos verdes a punto de llenarse de nubes. Siempre estaban irritados y protegidos por unas abundantes cejas sumidas y en caída, lo que la hacía verse molesta.

Mi lonchera era de lámina y tenía al Chapulín Colorado dando un salto. Ella, mi maestra, no era un chapulín, era un enorme saltamontes, agigantado, grotesco y malo, pero eso sí, yo no contaba con su astucia.

Ponía su gruesa mano de largas uñas sobre la tapa del frasco y la giraba. Al abrirlo el aroma a café llenaba el salón. Entonces pensaba en mamá y se me salían las lágrimas.

─¡No llore, taradito!

Pero yo no estaba taradito, y tampoco lloraba de hambre, pero me dolía aquí dentrito, aquí donde se arrepolla el corazón el que esa mujer se comiera eso que mamá me hacía con tanta devoción muy de mañana; y que mientras espolvoreaba la masa me platicaba de su vida en la Rosita Vieja y sus andares como cantante en los bares. Me hablaba de sus abuelos chinos y tantas otras cosas que a cada mordida a mis tacos de esa mujer saltamontes, más me dolía.

En segundo año me tocó otra maestra, pero Blanquita ya me había condenado a seguir alimentándola.

Esa mujer era una bestia. Una vez me puso polvo de tiza en los ojos por estar un poco distraído; en otra ocasión me sacó en pleno saludo a la bandera estirándome una oreja sólo por no tener la mano en el mero pecho como se debía y bueno, la más memorable, cuando puso a todos mis compañeros a hacer una composición a la que tituló “Chente, el burrete”… los poemas bonitos los descalificaba y los más ofensivos los premiaba… creo que nunca acabaría de contar tantas y tantas humillaciones…

Como siempre, mi silla estaba frente al escritorio y mi barbilla sobre el dorso de mis manos. La miraba comer.

«Te pondré conejo, Chente, me lo dio tu tía Rosa anoche. Ya sé que te encanta, mijo», me había dicho mamá esa mañana. Había fingido gusto, pero por dentro sabía que no lo probaría. Por la mañana, mientras platicábamos al amanecer, me saboree y hasta a le dije a mamá me dejara probar. No, me dijo, es poquito y es para tu almuerzo. Me puse triste. No sea desesperado, la hora de recreo llega pronto, muchacho, ándele, ándele que se le hace tarde. Y me fui a la escuela.

Esa mañana la maestra me había dado tres golpes con el borrador porque le había dicho que había escrito mal en la pizarra Vicente Guerrero. Había puesto Bicente y el que la corrigiera había sido mi error. Me dolía mucho. Ni siquiera me había pegado con lo plano, sino con lo filoso.

A la hora del recreo y luego de ponerme a enrollar más de 50 mapas grandes, me llamó a la mesa. Amaba que la viera almorzarse mis tacos. El olor a conejo hicieron que mis tripas guerrearan entre sí… sin poder soportarlo metí mano a mi lonchera para tomar un taco, pero recibí a cambio un arañazo en mi brazo. Retrocedí asustado y lloroso…

─ ¡usté es mala, maestra, es mala conmigo!─ le lloriqueé─, tengo hambre ¿por qué me odia bien mucho?

─¡Ven y siéntate, mugroso!

Y me fui a sentar. Mientras ella masticaba y masticaba, a mí las lágrimas se me iban a la garganta… entonces llegó mamá. Se detuvo en la entrada del salón. Nunca la había visto en la escuela, jamás. Odiaba las juntas de padres de familia y todos esos “mitotes” como les decía ella. Al verla ahí supe que todas mis lágrimas de la noche anterior también habían sido suyas. Caía la tarde y el sol le daba de lleno en la espalda. Quise pararme y correr a sus brazos, pero no lo hice. Ambas no se conocían y eran dos mundos tan distintos.

─Vengo a tratar un asunto de mi hijo… pero no quiero interrumpir sus sagrados alimentos─ dijo con ironía.

─Aunque lo diga en ese tono, señora, ¿puede esperar afuera?

 

Mamá era un ángel. Su color era como los pétalos de los rosales blancos. Sonreía como una niña bondadosa y sus andares eran suaves, como los míos… pero ese día su rostro pasó de ser blanco a colorado; su sonrisa a mueca y sus pasos tan veloces que ya para cuando acordé, la maestra estaba en el suelo, sin zapatos, sin blusa y con los cabellos despeinados.

─ ¿Le gustan mis taquitos, maestrita?─ le decía mamá muy molesta mientras le vaciaba el café tibio en la cabeza. Intentando tomar aire, la maestra, ahora a de ojos saltones, intentaba vomitar los tacos que mamá le había metido a la fuerza en la boca. Casi desmallada, mamá la arrastró de una pierna y la sacó al patio. Todos los niños la rodearon y las maestras se hicieron presentes.

─ Su maestra abusó de mi hijo por cinco años, directora─ dijo mamá, firme y viéndola a los ojos─ Usted es tan culpable como ella. Espero que nunca olviden que una mamá es un cisne hasta que la convierten en Águila─, y tomándome de la mano caminamos a la salida. En mi mano llevaba mi lonchera y a un Chapulín pintado en ella. Miré a mamá antes de entrar a Neaves y ya no era un torbellino, ya era ángel de nuevo. Miré sus manos, ahora apaciguadas. Me sentía feliz porque ya no volvería a esa escuela de terror en la que por cinco años fui abusado brutalmente, pero que al inicio del sexto la maestra no contaba con la astucia de mamá.

Cosas del destino, muchos años después aquí estoy, en la colonia Independencia, muy cerca del cine Chapultepec y contratado por la familia como su enfermero personal. Blanquita tiene de todo, diabetes, artritis, casi no ve, pero lo que más le ha pegado sin duda es el desamor de sus hijos. Ella sabe quién soy, le he hablado de mí. Cuando quiere hacer pipí me aprieta la mano y cuando tiene hambre, me pela los ojos.

La cuchara entra en su boca y la sopa se le escurre. La veo mordiendo mis tacos. La limpio con paciencia. Sus ojos verdes son tristes. Ya no tiene cejas ni dientes. Sus manos son tan transparentes, igual como las de mamá. Blanquita tiene los días contados y aunque no quisiera decirlo, he aprendido a quererla mucho. Eso lo aprendí de mamá. 《Perdonar es una palabra muy cara que muy pocos pueden comprar, así que ahorra, invierte y cómprala》

Creo que si logramos sobrevivir a la pandemia, es por algo. Dentro de poco me jubilo, y creo que lo haré con honores. Mientras tanto Blanquita aquí está, junto a mí y mientras escribo esta historia.

Autor: JUAN DE DIOS JASSO
El Viajero Vintage

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