La pluma profana de El Markés

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“Colgando los tenis, pero nunca los hábitos”

Hace unos días tuve miedo de que el padre Meño, acusado de abusar sexualmente de algunos estudiantes para sacerdote en Coahuila, saliera libre. Para fortuna de todos no lo dejaron salir y me acordé de esta historia.

Entré al templo y Mechita seguía ahí con los ojos llorosos y los pies de largas uñas llenos de hormigas.

─¿Por qué no te comiste la sopa? ¡¡Se te ha hormigueado y hasta se te han subido picoteándote toda, carajo!! No te daré más por dos días, a ver si así Dios te recoge y no te veo más.

Cargar con esa mujer por más de veinte años me había convertido en un sacerdote amargado, medio huraño y que perdía membresía en el templo por mi duro carácter a la hora de reprender.

Mercedes había llegado a mi iglesia después de que yo había oficiado en él por veinte años. La adopté más a fuerzas que con ganas porque le tuve lástima. Su familia había creído que yo podría ayudarla y me la habían ido a dejar a la puerta del templo, medio ciega y con una artritis que la hacía verse deforme y asquerosa.

Volví a la entrada del templo y aseguré las puertas. Caminé por la mesa sacramental, me ocupé de que todo estuviera en orden para la misa de siete del día siguiente, saqué las limosnas y luego de inclinarme ante Dios Nuestro Señor, volví a la habitación. Me acordé que había dejado a Mercedes con los pies llenos de hormigas y fui a limpiárselos ya que la muy inútil ni eso podía hacer. Al verla de frente me acordé que antes de irme y antes de servirle la sopa le había metido una calceta a la boca para que no gritara. Caí en la cuenta que me había salido a dar la misa de ocho y no se la había sacado. Obvio no le pedí disculpas porque ella me debía muchas.

La sangre me manchó el piso de madera al cortarle las uñas de más. Le solté una cachetada porque me sería difícil quitar esas manchas.

─¡¡Tienes unas uñas asquerosas!! Es la última vez que te las corto. Espero que en un mes o menos ya estés bajo tierra. He sido clemente contigo, Meche, aunque no debí serlo.

Cada que entraba a su cuarto le dejaba sus frijoles y su par de tortillas. Cuando se cagaba la dejaba así por un par de días porque había tanto por hacer en la iglesia que atenderla sería descuidar a los feligreses. Los feligreses dejaban limosnas, donaciones y regalos; la vieja puras molestias. Por eso yo le pedía a Dios y a la virgencita que por favor ya me la quitaran, que si me amaban y les gustaba mi ministerio, que por favor se llevaran a esa ramera al infierno, al caldero de fuego donde debería de estar.

Antes de la misa de Navidad le puse una veladora encendida muy cerca de las cortinas. Hacía poco que algunos buenos hermanos me habían ayudado a hacer una cabaña algo pequeña para Mechita, como le decían ellos a esa mujer que por años había aseado el templo. Mientras el coro de niños cantaba el Adeste fieles alguien comenzó a gritar que la cabaña estaba en llamas. La gran mayoría abandonó el templo y yo fui tras de ellos. Las paredes casi colapsaban e impedí que nadie osara entrar. Mechita se rostizó como se lo merecía.

Durante la misa todos me daban el pésame y cuando me acerqué al ataúd, la miré despacio. Su rostro estaba medio conservado pues el fuego no la había alcanzado, pero se había intoxicado. Recordé entonces cuando niño esa misma Meche me obligaba a ir a catecismo cuando yo no quería.

─¡¡¡Mamá, quiero ir al futbol, futbol, futbol!!! pero me azotaba y me decía que era preferible sentir el látigo de su mano, que las lenguas de fuego en el infierno. Entonces colgué mis tenis para siempre.

Meche rezaba desde que amanecía hasta que anochecía. Su vida era el templo y sus actividades. Su marido, que era mi padre, terminó por dejarnos porque su mujer amaba más la Biblia que la vida en el hogar. A los once años el padre Oñate me bautizó con sus líquidos masculinos. Desde entonces no volví a ser yo. Por cuatro años y como monaguillo me convertí en su prostituta y cuando harto del abuso se lo conté a Meche, que era mi madre, me abofeteó y me lavó la boca con jabón detergente.

A los dieciocho años me envió a Querétaro a estudiar de sacerdote. Yo no sentía deseo por hombres ni por mujeres. Me había quedado en un punto intermedio de odio que tuve que vencer y optar por los varones. Y es que en el colegio volví a ser materia prima de depravados. Mis maestros, enterados de mi pasado supusieron que me agradaba y sin más me convertí, como otros compañeros, en un joven a punto de graduarse como sacerdote, tocado por muchos.

Durante la ceremonia, la honorable Mercedes Aguilar miraba a su hijo recibir los emblemas y la categoría de sacerdote. La odiaba, y mucho. Por ello, cuando mis hermanos no quisieron cuidarla por inútil y anciana, me la llevaron a mi parroquia.

Me encargué de convencer a todos de que esa vieja de Oaxaca venía a ser el aseo del templo. La amenacé de que si hablaba la echaría a la calle y ahora sí ahí moriría de hambre. Mamá sabía que era abusado de niño, siempre lo supo, y lo supo porque llegó a verme limpiándome la sangre del trasero en la casa. Siempre calló porque era una mujer temerosa de Dios y denunciar a su pastor, la podría condenar a lo más profundo del infierno.

Su cuerpo fue enterrado en el cementerio del pueblo y luego de un mensaje de cinco minutos. Muchos le lloraron, yo me gocé. Soy sacerdote por obligación, porque esa mujer así lo quiso, y claro, también Dios quiso convertirme en su más efectivo verdugo. Y es que ni la sopa quemándole la lengua, ni los baños de agua helada en invierno podían mitigar el ardor y ganas de venganza que traía dentro. No, no soy puro, porque la gran mayoría de los sacerdotes son “bautizados” por los de arriba antes de salir a tomar un templo a cargo. En lo personal nunca he abusado de mis monaguillos, aunque sí me he ayuntado con algunos de sus padres varones.

Mechita ahora es historia, todos la recuerdan como la anciana noble y entregada al templo, pero yo la recuerdo como la bestia, la piedra de tropiezo para mi vida, el veneno, la serpiente. No, colgar los hábitos nunca fue una opción, pero colgar los tenis porque mamá me prefería de ramera, sí.

Hoy soy viejo y sigo oficiante, no es lo que amo, pero es mi trabajo, y alabado sea el Señor Omnipotente. Amén.

Padre Meño, Dios quiera que para justicia de los afectados, jamás salgas de prisión.

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