La pluma del viajero

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“Meño, el divino”

 Cuando Filiberto “Meño” Zamarripa salió de la cárcel, creyó en la justicia de Dios. Había estado prisionero un par de años acusado de haber toqueteado a algunos muchachos y crearse fantasías de que algún día, siendo ya santificado, esos mismos jovenzuelos lo asistirían en las mansiones celestiales que le serían concedidas. Llegar a ser sacerdote le había costado. Su madre misma, mujer que se la vivía en la parroquia y haciéndola de “Hazdetodo”, un día terminó embarazada cuando también quiso quitarle el cansancio y el estrés al párroco en turno. Por aquellos ayeres Piedras Negras no era la monstruosidad de ciudad que es ahora, pero ya la sangre de los hombres hervía y la de las mujeres igualmente se caldeaba. Lo raro era que Melissa, de entonces dieciséis años, amaba tanto a Jesús y a la Virgen, que ser santificada y consagrada muy a la manera de aquel hombre de Dios, era mucho. Así Filiberto “Meño” se desarrolló gateando entre las butacas del templo y dando sus primeros pasos en la sacristía. Cuando llegó a la adolescencia su padre secreto lo envió a una ranchería llamada Palestina, allá por Jiménez, Coahuila. Deseó tenerlo lejos cuando las lenguas ya comenzaban a decir que se parecía tanto a su padre. Meño, Meñito siendo ya Meñote de dieciséis años y experto en sembrar, le agarró tanto cariño a los mangos de las herramientas que ver a un burro en celo le cambió el gusto por lo masculino de un solo golpe. Cuando en su primera oportunidad le dijo a su madre que lo suyo era ayuntarse con varones y no con féminas, ésta casi cae en las garras de la muerte. Su padre, hombre de Dios, fue hasta Palestina y en lo más secreto de la habitación lo obligó a desnudarse, a despojarse él mismo de la sotana y mostrarse desnudo ante él diciéndole, “Mírame, mírate, somos hombres de Dios hechos a su imagen. Porque varón y hembra creó y no desviados condenados a podrirse en el infierno”

Lejos de entender el crudo y vulgar sermón, Meño amó a su padre en cueros y decidió entonces ser sacerdote. Su padre, entendido de que su vástago nacido del pecado por fin había entendido el mensaje, aceptó su decisión de que renunciaba a ser de izquierda, pero también a ser hombre, bueno, uno ordinario, sino sacerdote.

Esa tarde la misa en la iglesia fue espiritual. El hombre había convertido a su hijo en el católico más entregado, aunque lejos estaba de imaginar que verlo desnudo y hermoso, había sido el detonante definitivo. Esa tarde el cura y el hijo, cada uno desde su trinchera agradecieron lo que habían visto, uno la conversión por la fuerza de la palabra, y el otro el desear tener cualquier cuerpo en el seno del templo y al amparo de Dios.

El hombre le dio todos los beneficios y ya para los veintitantos ya estaba en Saltillo y a punto de consagrarse por todas las de la ley como sacerdote. Y lo hizo. En poco tiempo ya oficiaba en ciudades de Coahuila como el padre Meño. Lucía guapo y pulcro, pero en su corazón se sentía un Jonathan amando a David. En su mente metía a la sacristía a los feligreses más varoniles que veía desde el púlpito desde donde compartía la misa. Deseaba los labios de aquellos que tocaban la punta de sus dedos cuando les daba la hostia y así, cuando ya no pudo más con el volcán que llevaba dentro, pidió entrenar monaguillos en Piedras Negras. Por años se amarró el deseo y se entregó en alma, pero no en cuerpo a servir a un Jesús crucificado que no dejaba de seguirlo con la mirada desde la cruz. Ese hombre martirizado lo veía y Meño sabía que él sabía que amaba ver a los burros copular salvajemente. El pecado de la lujuria vivía en él, pero Meño sentía que era tan fuerte como para vencer esos deseos culposos que lo ponían en el filo de la daga.

Timoteo Carreón, Julio Galán y Mario Garza fueron los tres objetivos a degustar del incubo vestido de sacerdote. La seducción no tardó en dar resultados porque si algo tenía Meño Meñito, Meñote, era ser versado en mucha palabrería. Comenzó a pedirles por separado que le ayudaran a desvestirse, prepararle el agua tibia y en cierto momento hasta enjabonarlo. Meño era hombre, bueno, se suponía, y tenía reacciones de hombre. Los monaguillos guardaban la compostura cuando Meño les decía que eso que le pasaba eran reacciones del hombre natural, que en nada se parecían al hombre de Dios que realmente era. Ya para cuando acordaron Meño había dejado de imaginar los mangos de las herramientas para transferirlo a la realidad con aquellos mozos de humildes familias y buenos principios.

Cuando Timoteo Carreón denunció al padre Meño, un hombre ya cincuentón, sabía que se enfrentaría a toda una hueste de demonios que harían hasta lo indecible por hacerlo caer. Y sí, con todo y las pruebas, con todo y que no había sido el único que había sido manoseado por el consagrado por los hombres, pero no por Dios, en la corte todo parecía ir en su contra. Pero Timoteo era noble, sincero y verdadero. Había sido abusado, pero en su alma sentía que debía perdonar y seguir su camino hacia el sacerdocio. Que si Meño se había equivocado con él entonces debía de pagar el precio, pero él, él seguiría adelante.

“Nos tocaba, nos hacía beber lo prohibido amenazándonos de mil maneras… pero un día no pude más porque seguro estaba que aquello no era mandato de Dios como él intentaba convencernos”

Y Meño fue a prisión pese al lloro de muchas mujeres de Nueva Rosita que llegaron a romperse los vestidos y hasta la ropa íntima y de encaje suplicando a su Dios que liberara a su hombre, ese al que ellas mismas protegían y defendían como inocente.

Dicen que Dios oye la oración de los justos, y ya lo creo que sí. Sin embargo, los planes del Altísimo son perfectos y misteriosos. El padre Meño salió de prisión ante la mirada aterrada de jovencitos imberbes que temían caminar frente al sucio sacerdote que abusó de monaguillos. Su señal, un brazalete para no perderlo de vista, aunque para Dios ningún brazalete significa nada porque aunque Jesús mismo esté clavado, desde allá arriba, desde la cruz, lo miraba con ojos inquisitorios pues, de la justicia divina nadie se escapa.

Deseoso de renovarse, Meño entró al templo de San Juan de Mata en Allende. Reverente y deseando pasar desapercibido inclinó la cabeza. Deseo ser tocado por Juan de Mata pues él también había pasado por aguas turbulentas. Cuando alzó su cara vio a su izquierda una enorme cruz con un Cristo demasiado real, demasiado perfecto. Por un momento su mirada se desvió hacia las bellas piernas del martirizado, pero en ese mismo instante se retractó. Entonces la armoniosa voz de un coro y el suave sonido de guitarras anunciaron el inicio. Y justo ahí y frente a él, el padre Timo ofrecía la misa. Meño se sintió lo que era, basura. El chico abusado ahora dirigía la misa con dignidad y él, la bazofia humana, la perdición, gozaba de la libertad dada por las corrompidas leyes de los hombres, pero seguía prisionero de la impuesta por Dios.

Esa misma tarde Meño se sintió tan Judas que su cuerpo terminó colgado en el puente de ferrocarril de Sabinas. Y la justicia entonces triunfó.

AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO

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