Espera interminable en campamento migrante

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CIUDAD VICTORIA, TAM.- “No se crucen el río”, repite Gladys Cañas a las decenas de venezolanos que se agolpan en la entrada de la asociación Ayudándoles a triunfar, que desde hace un par de años trabaja a marchas forzadas.

La pequeña oficina en la que despacha -lo mismo los ayuda a realizar trámites en línea que a gestionar alimentos- está a unos pasos del puente nuevo internacional, en Matamoros.

Una calle la separa del restaurante Garcías, y de otros emblemáticos negocios de este lado de la frontera, cuyos propietarios y encargados no comparten la misma actitud positiva.

Solo al avanzar unos cuantos metros, los migrantes que salen de la asociación se encuentran con banquetas engrasadas para que no puedan sentarse, o recargarse en los muros aledaños.
Son las dos caras de una crisis que transformó al rincón más al noreste de la patria, la solidaridad y el rechazo.

Ambas, sin embargo, responden a una realidad inédita en la historia moderna de Tamaulipas: desde hace al menos cuatro años, complejas circunstancias económicas y políticas globales convirtieron a los municipios fronterizos en receptores de miles de migrantes de países tan lejanos como Venezuela, Haití, India y Rusia.

De acuerdo a las estadísticas oficiales del Instituto Nacional de Migración (INM), entre enero y noviembre del 2022, se aseguraron a 14,800 extranjeros “en situación migratoria irregular” en Tamaulipas.

En el 2021 fueron 25,094 y en el 2020 fueron 16,164 los extranjeros presentados y canalizados en la entidad ante autoridades migratorias por haber ingresado sin documentos al país.

Pero estas cifras no ayudan a dimensionar el gran “éxodo” que cruza países enteros para toparse con la pared del Río Bravo, porque no incluyen a los miles de venezolanos y haitianos que se encuentran actualmente en territorio tamaulipeco.

Tampoco a los rusos que ocupan hoteles en diferentes municipios.

De los casi 15 mil extranjeros detenidos por el INM y reportados en su portal oficial, 13,219 son originarios de países de Centroamérica, sobre todo Guatemala con 7,353 casos.

El resto, familias enteras, viajan por el continente siempre a expensas de lo que dicte la política migratoria de Estados Unidos, y el trato que acepte el Gobierno Mexicano.

Son miles; por eso, en el campamento migratorio instalado en el bordo del Bravo, en Matamoros, y en los albergues de Reynosa y Nuevo Laredo, se repite con insistencia la frase “No se crucen el río”.

Lo dicen los activistas, lo dicen los letreros colgados en las instalaciones de las oficinas migratorias de México, y se lo dicen entre sí los venezolanos y haitianos que buscan convencerse de que vale la pena esperar, otro mantra que domina las conversaciones al interior de las carpas levantadas a la intemperie: el verbo esperar conjugado de todas las formas posibles.

El último plan migratorio ofrecido por el Gobierno de Estados Unidos, presentado el 5 de enero, implica la posibilidad de recibir cada mes a 30 mil migrantes originarios de Venezuela, Haití, Cuba y Nicaragua.

Es una especie de válvula de escape para desfogar el tapón migratorio originado desde hace al menos dos años en ciudades de Tamaulipas.

Para hacerlo efectivo hay varias condiciones, como contar con un “patrocinador financiero” en Estados Unidos, y pasar un filtro de antecedentes, pero el más importante, el que más se reitera es no ser detectado cruzando de manera ilegal a su territorio.

“No se dejen llevar por información falsa, esperen información oficial y traten de tener la paciencia que, ya no la tienen, ya sé, para que puedan entrar siempre de forma ordenada y legal a Estados Unidos”, les insiste, casi en tono de súplica, la activista Gladys Ocaña.

Cuidan el “Barrio Esperanza”
Esperar es lo que les piden.

El problema es que en estas condiciones no resulta sencillo practicar la paciencia.

“Nosotros no hemos intentado cruzar en ningún momento, pero se tarda, no tenemos ninguna noticia, no nos llega ningún mensaje”, explica una joven venezolana mientras le trenza el cabello a otra compatriota.

“Es bastante fuerte, incómodo, pasamos bastantes necesidades, no hay agua, estas no son condiciones para la convivencia humana”.

Como la mayoría de quienes habitan en esa porción de terreno entre el río y una moderna ciclovía construida hace algunos años, lleva ya más de dos meses en Tamaulipas. Y la cifra crece todos los días porque a diario llegan más personas, unas desde el norte deportadas y otras desde el sur, atraídas por la posibilidad de cruzar de manera legal.

Lo de hacer trenzas es una de las formas que han encontrado para subsistir. Como ella, están los que hacen café y lo venden en triciclos, o los que preparan arepas, pollo estilo venezolano, venden cigarros o cortan el cabello y la barba.
“Que nos ayuden, si van a hacer un filtro, para saber quiénes son las personas que van a pasar, pero que nos den una respuesta, que nos digan con exactitud porque estamos aquí vulnerables a cualquier situación”.

¿Qué tienen en común un sargento primero del Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro de Venezuela, un tik toker, comediante y pianista de Barquisimeto, y una ama de casa con siete hijos?. Las historias que los trajeron hasta aquí y el presente que los iguala: todos padecen por las difíciles condiciones higiénicas, por la necesidad de caminar kilómetros para traer agua potable, por la dureza del clima norestense.

“Tanta gente se congestiona, es algo pesado para buscar agua, son largas horas tratando de buscar agua, los baños es una lucha diaria, porque ya uno tiene que estar pendiente, manejar una gran multitud es complicado”, narra Jason, uno de los habitantes del primer sector del campamento que se extiende en una línea de 450 metros. Por un lado el río, por el otro la exclusiva colonia Jardín.

“Cocinamos en leña, tratamos de ser lo más ordenados posible, dentro de lo que cabe”.

Es notable entre los venezolanos la insistencia por mostrar que no quieren ser un problema para México, un obsesivo intento por mantener en orden el “Barrio Esperanza”, como algunos lo llaman.

“Nosotros manejamos listados, somos colaborantes, no somos líderes, cada tres o cuatro horas pasamos lista”, explica Pedro Indriago, mientras muestra unas hojas de cuaderno: 25 listas con 500 nombres cada una.

“Suman más o menos 5 mil personas, esa cantidad tenemos ya anotados, registrados y controlados, en orden, solamente queremos saber si nos van a atender o alguna respuesta”, detalla junto a un haitiano que a su vez, intenta controlar a los cientos de compatriotas suyos que hacen fila frente a la Parroquia de la Sagrada Familia, para recibir alguna ayuda y esperar su turno en el programa migratorio de Estados Unidos.

En el campamento no hay otra opción que cocinar con leña, lo que empieza a generar problemas de salud.

“Yo estoy operada de la vista, y cada que vez me acerco a la candela, se me pone empañado por los lentes intraoculares”, relata una señora de 75 años que “bordeó potreros” por siete países para llegar hasta Matamoros, donde espera las indicaciones de la autoridad para llegar a Texas.

“Yo tengo fe porque yo tengo mis hijos que están de aquel lado, es la esperanza que tenemos… Hoy en la madrugada llamaron al vecino del fondo, los vecinos que hacen arepas, para que crucen por la vía legal, con sus papeles, y así estamos esperando nosotros, qué más vamos a hacer”.

Luis Díaz, de 24 años, originario de Anzoátegui, está en el campamento junto a su esposa y sus hijos.

“Tengo mis hijos enfermos porque son asmáticos y como usted ve solo nos defendemos con la leña, y cómo decirles que no cocinen si también tienen niños, yo los tengo en la carpa por eso, porque no los puedo dejar que agarren el humo; y no tengo ya dinero ahorita para las bombas, para el inhalador, mi esposa también es asmática”.

A unos metros de él, en otro de los callejones de tierra que conforman este barrio improvisado, una mujer carga a su hija de cuatro años en busca de los representantes de Médicos Sin Fronteras.
-“¿Saben dónde se pusieron hoy?, mi hija tiene tres días con fiebre”.

‘México es lo más difícil’
Para llegar a Tamaulipas, la mayoría de los migrantes cruzaron hasta siete países. Los más afortunados pasaron a Colombia -“Eso es lo más fácil”, coinciden- y de ahí iniciaron su trayecto.

A otros les tocó ir más lejos, atravesaron Latinoamérica de punta a punta.

“Desde Uruguay hasta aquí, cuatro meses tengo viajando, cuando salí de Montevideo, de ahí tomé un ómnibus que me llevó a la frontera, y de ahí agarre a Brasil, de Brasil a Argentina, tuve que agarrar otro que me llevó a la frontera de Bolivia, de ahí a la frontera de Perú, agarré otro y me dejó en la frontera con Ecuador, luego de Colombia, agarré una lancha que me cruzó a Panamá, cruce la selva, duré siete días”, narra un joven que no rebasa los 25 años.
-¿La selva fue lo más difícil?

-“No, lo más difícil ha sido México, en la selva tardé siete días y salí, aquí tengo dos meses y no salgo”.

La travesía, coinciden la mayoría, se torna mucho más compleja en Centroamérica.

-“Sales a la frontera de Panamá y de ahí tienes que agarrar un carro que te lleva pa’ Costa Rica, Costa Rica pasas a Nicaragua, de Nicaragua cruzas a Honduras, donde te extorsionan, te roban, llegas a Guatemala, peor todavía, y ahí ya pasas a México, para llegar de Tapachula a San Pedro (Chiapas) nos echamos cinco días para llegar a un destino que era de cuatro horas, dos días duramos presos”.

El protagonista de este drama lo relata sonriente, mientras junto a su vecino arman una nueva casa con un poco de madera y plástico.

“El plástico lo compramos 10 metros a 90 pesos, la soga a 10 pesos, aquí se fueron como 150 pesos…”.

El dinero no es necesariamente lo que más falta en el campamento.

Algunos lo reciben de sus familiares que ya están en Estados Unidos y otros han conseguido trabajos irregulares que les permiten subsistir.

Lo que siempre urge es agua; cada día, caminan kilómetros para acarrearla en botellones desde algunas tomas donde les permiten abastecerse.

“Estamos agradecidos, nos trajeron comida, juguetes para los niños, nos han apoyado, nos han dado sábanas para el frío, nos llevaron a los niños, a las mujeres las llevaron para los refugios”, relata preocupado por reconocer la ayuda que les han brindado asociaciones civiles y autoridades locales.

“Pero la espalda ya te duele de tanto tiempo en el piso”.

Una mezcla de esperanza y desesperación coexiste entre los migrantes. No esconden las expectativas que despertó entre ellos el anuncio de que Estados Unidos recibiría a 30 mil de ellos al mes, pero prefieren ser cautelosos.

-“Tiene que haber una vaina que pasen todos, pídanle a Joe Biden que nos apoye, que nos escuche, se ponga las manos en el corazón, que vea las familias que están sufriendo”, pide a unos metros de ahí, el caraqueño que construye su carpa.
-“Yo lo veo todo como nuevo, siempre nos cambian los papeles, nunca nos llaman”, dice Luis, el venezolano de Anzoátegui que cuida a sus hijos con asma.

Tiene razón, los trámites anteriores quedaron prácticamente anulados con el nuevo programa.

El 12 de noviembre se habilitó la página de Internet, en la cual deben iniciar la solicitud para ser recibidos en Estados Unidos.

Ese mismo día, se agotaron los cupos por la alta demanda.

Queda claro que Jason, Luis, el sargento, y todos sus vecinos permanecerán todavía un buen tiempo en el “Barrio Esperanza”, practicando la paciencia, conjugando el verbo esperar.

 

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