Escapó de ser vendida; ahora es enfermera

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Era el 15 de agosto de 1996. Entonces, Petra García Patricio tenía 13 años, pero todavía recuerda perfectamente ese día: su papá salió a hacer un trabajo de albañilería; de inmediato, su mamá le advirtió: “Te vas ahora o te quedas para siempre”.

Petra llevaba semanas escuchando las pláticas que tenían sus padres todas las noches.

“Escuchaba que mi papá le decía que estaba negociando. Que andaba viendo a ver quién le daba más por mí”.

La primera vez que oyó las conversaciones, recuerda, no entendió; lo hizo cuando su papá, con voz firme, le dijo a su mamá que tenían que vender a Petra. “Yo me asusté mucho y ya casi no podía dormir”.

Pasó el tiempo y a su casa llegaban familias pidiendo negociar con su papá. Todas las veces, Petra corría a esconderse. Llegaron pidiéndola para hombres que le doblaban la edad.

“Lo recuerdo bien: llegó un señor para platicar con mi papá. Le llevó un cartón de cervezas para que ya no hiciera trato con nadie más. Fue cuando le dije a mi mamá que ya había escuchado todo y que no me iba a quedar en el pueblo. Mi mamá lloró, me dijo que ella en el pueblo no podía hacer nada, porque así son las costumbres”.

Su mamá halló una forma de ayudarla: se negó a todas las ofertas, alargó el periodo de negociación. Ese tiempo fue oro para Petra. Comenzó en secreto a planear su huida. Vigilaba a las pasajeras que pasaban cada tres días y preguntaba a sus profesores cómo llegar a otros lugares.

Sin embargo, surgió un inconveniente: su mamá enfermó y la ayuda de Petra era indispensable para cuidar a sus hermanos. “Según los usos y costumbres, si se muere la mamá, la hija mayor se hace cargo de los hermanos. Esos días me los pasaba pensando: mis hermanos o mis ganas de estudiar”, recuerda.

Llegó el 15 de agosto. Su papá salió a trabajar a otra comunidad. Su mamá se acercó y le dijo: “Hija, no te preocupes. Si muero y regresas y no me encuentras, que Dios te acompañe, vete, no te preocupes por lo que me pueda hacer tu padre”.

Petra tomó su ropa vieja, su acta de nacimiento, su certificado de primaria y echó todo a una bolsa transparente. “Ten estos 50 pesos, no puedo ayudarte con más”, le dijo su mamá.

Mucho maltrato

Petra tiene 39 años. Es na savi, originaria de Cochoapa El Grande. Estudió enfermería, cuenta con licenciatura y maestría. En esta pandemia fue de las coordinadoras de la aplicación de la vacuna anti-Covid en la región de la Montaña de Guerrero.

Desde hace 25 años vive sola, lejos de la casa de sus padres. Es independiente y libre. Lograrlo no fue fácil. Siempre ha tenido la adversidad frente a la cara.

“Desde los dos años y medio fui maltratada por mi papá. En mi pueblo, las mujeres no somos reconocidas con derechos. Mi mamá no hacía nada porque para ella era normal el maltrato, ella también era maltratada”.

—A los dos años, ¿en qué consistían los maltratos?

“Los maltratos eran con cualquier cosa que mi papá tuviera cerca: con mecate, machete, leña. Cuando golpeaba no se medía, con los cinturones nos dejaba la espalda marcada”.

—¿Por qué los maltrataba?

“No le gustaba escuchar ruido. Si nos reíamos, si gritábamos, si llorábamos, si traía hambre y no le servían rápido se desquitaba con nosotros. Sin ningún motivo nos pegaba.

“Recuerdo muy bien una ocasión: me agarró del vestido y me aventó, después a mi hermano. Nos sacó porque estábamos llorando. Esa vez, recuerdo, estaba lloviendo. Ahí nos dejó mucho rato.

Con el terremoto de 1985, recuerda, salieron de su pueblo y se fueron a vivir a un lugar muy distinto, donde se hablaba otra lengua, con otras costumbres y donde comenzó a estudiar.

Entró a los siete años a la primaria. Su mamá la inscribió, pese al desacuerdo de su padre.

“En esta escuela vi que había otra forma de vida. Ahí fue donde comencé a pensar que yo no quería ser una mujer maltratada, como mi mamá, o someterme a un hombre como mi papá”. Ahí vivieron hasta que Petra cumplió los 13 años, cuando tenía “la edad” para ser vendida.

La venta de niñas en algunos municipios de la Montaña es una práctica recurrente. Son dadas, en muchos casos, a desconocidos por cifras de dinero que van desde los 50 hasta los 200 mil pesos. A eso le llaman la dote, una tradición de sus antepasados que se desvirtuó.

—¿Las niñas y mujeres de estos pueblos pueden desobedecer esta tradición?

“Sí, pero hay consecuencias”. El último caso es el de Angélica, una adolescente a la que el 29 de septiembre un grupo de policías comunitarios de Dos Ríos, en Cochoapa El Grande, la detuvo y se la llevó junto a su tía, una mujer de 70 años, y sus tres hermanas: una de ocho años y las otras dos de seis.

Las cinco fueron detenidas, porque Angélica se escapó de la casa del padre del hombre con el que la obligaron a casarse. Los comunitarios le advirtieron que si no regresaba 210 mil pesos —el doble de lo que pagaron por ella—, no la liberarían.

Angélica se escapó porque el padre del hombre con el que la vendieron intentó violarla en cuatro ocasiones.

Maltratos, violencia y hambre

El 15 de agosto de 1996, Petra llegó a Tlapa como a las 8:00 de la noche. No conocía la ciudad. Comenzó a caminar hasta que una mujer se le acercó y le preguntó por qué estaba sola.

Petra le respondió que buscaba a unos tíos y a su hermano, y la mujer la llevó con ellos.

Los primeros años, Petra y su hermano vivieron en la casa del esposo de una de sus tías. Era un profesor que con engaños se llevó a su tía a vivir con él a Tlapa. Con su hermano dormía en un pedazo de cartón en el piso de tierra de un cuarto que compartían con dos de sus tíos —hermanos de su mamá— y otra de sus primas.

Sin trabajo, pasó días sin comer. Recorría el cauce del río El Jale buscando sobras.

“Comíamos los pedazos de verdura que había tirados, arroz, a veces pasamos hasta tres días sin comer”.

Poco después encontró un trabajo en una casa haciendo el aseo; le pagaban 50 pesos al mes y, de éstos, cada semana le daban 15 pesos. En ese momento, Petra sintió un alivio y que las cosas mejoraban.

Pero en el cuarto donde vivían, vinieron los maltratos: sus tíos intentaron violarla. Lo intentaban cuando no estaba su hermano. Se defendía para impedirlo, pero al final la golpeaban. “Nos ponían a pelear y a la que perdía la castigaban. Ellos apostaban. Al que perdía le daban de beber. Yo nunca perdí, no sé de dónde sacaba fuerza, muchas veces me salvé, eran peleas callejeras sin reglas”.

Dejó el cuarto y el trabajo y se fue a vivir con una familia para cuidar a un niño.

Perdón, pero no olvido

—¿Has hablado con tu papá de lo que te hizo?

“No hace mucho hablamos de eso, pero no me contesta, se queda callado. Lo único que me dijo, llorando, fue: ‘Hija, yo sé que te duele lo que hice, pero ya lo hice’. Fue lo único. He intentado (…) hablar con él, pero sólo se agacha y no dice nada. La última vez salimos al campo en Alcozauca a recoger ocote, leña, y ahí platicamos. Lo hago porque el sicólogo me recomendó hablar con él para sanar esa herida”.