Trump, acorrala a Harvard y a otras universidades

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MIAMI.- Durante décadas, universidades como Harvard, Columbia, Penn, Princeton, Cornell, Northwestern, Brown y Baylor fueron símbolos del prestigio intelectual estadounidense, centros de excelencia científica, debate plural y compromiso con el pensamiento crítico. Pero ahora, bajo la segunda presidencia de Donald Trump, se convirtieron en blancos de una ofensiva sin precedentes.

Lo que comenzó como un ajuste presupuestario disfrazado de orden ejecutiva ha terminado por convertirse en un conflicto estructural, una disputa frontal entre el poder político y las universidades, entre el control político y la libertad académica.

Apenas el viernes, una jueza federal bloqueó el intento del gobierno del presidente de prohibir la inscripción de estudiantes extranjeros en Harvard, medida que la escuela de la Ivy League considera una represalia inconstitucional por oponerse a las exigencias políticas de la Casa Blanca. El fallo de la jueza federal de distrito, Allison Burroughs, pone en suspenso la sanción contra Harvard, a la espera del desenlace de la demanda.

“Estas universidades están infestadas de odio contra los judíos, de ideología radical. Si no limpian su casa, no verán ni un dólar más del gobierno”, declaró Trump el 6 de mayo en un mitin.

A Harvard se le retiraron 2 mil 650 millones de dólares en subvenciones federales; a Columbia, 400 millones de dólares; Cornell, mil millones de dólares; Penn, 175 millones de dólares; Northwestern, 790 millones de dólares; Brown, 510 millones; a Princeton más de 210 millones, y a Baylor se le suspendieron apoyos claves por más de 80 millones de dólares, en un golpe que obligó al despido de 122 empleados.

Las razones alegadas por la administración Trump varían: antisemitismo, tolerancia a protestas propalestinas, políticas inclusivas hacia estudiantes transgénero o, incluso, la ansiedad climática provocada por investigaciones sobre el tema en Princeton.

En Harvard, el Departamento de Educación exigió reformular el currículum, eliminar programas de diversidad e incluso permitir inspecciones externas.

La amenaza de revocar su estatus fiscal y su capacidad para inscribir estudiantes internacionales tensionó aún más el conflicto. Alan Garber, presidente interino de la universidad, lo resumió en una carta a la comunidad: “Nuestra universidad enfrenta un desafío sin precedentes; debemos defender los valores fundamentales de la educación y la libertad intelectual, incluso bajo presión política extrema”.

Columbia se vio forzada a expulsar estudiantes, prohibir el uso de mascarillas en manifestaciones y colocar bajo vigilancia al Departamento de Estudios del Medio Oriente. El Departamento de Educación celebró estas medidas como “pasos hacia la desradicalización del campus”. Pero desde dentro, el profesorado denunció una “militarización del espacio universitario”. Investigadores de salud pública y neurociencia vieron interrumpidos proyectos clave y 180 empleados fueron despedidos.

La Universidad de Pennsylvania, atacada por permitir la participación de la nadadora transgénero Lia Thomas, fue objeto de una investigación federal. La medida se basó en la orden ejecutiva Keeping Men Out of Women’s Sports.

La administración reactivó auditoría sobre donaciones extranjeras a UPenn, alimentando el clima de intimidación burocrática. Para el abogado constitucionalista Stephen Vladeck, “cuando el gobierno castiga financieramente a una institución por no pensar como él, estamos ante un acto de censura estructural”.

Cornell, con mil millones de dólares congelados, tuvo que detener más de 75 proyectos de investigación financiados por el Departamento de Defensa. Uno de los más afectados fue PediaFlow, un dispositivo para salvar bebés con defectos cardiacos, que perdió una subvención de 6.7 millones de dólares. La Asamblea Estudiantil de Cornell denunció que las decisiones federales “imponen censura desde el Departamento del Tesoro [de EU]”.

En Northwestern, la suspensión de 790 millones de dólares ha paralizado más de 100 investigaciones clave. La universidad tuvo que usar fondos propios para mantenerlos vivos, mientras intensificaba su gasto en cabildeo para evitar más represalias. En abril, destinó más dinero al lobby federal que en cualquier otro trimestre de su historia. “Estamos ante una ofensiva política que busca tomar por asalto la autonomía universitaria”, advirtió Judith Shapiro, expresidenta de la AAU.

Princeton vio recortados 210 millones de dólares en subvenciones. Se le pidió supervisar su Departamento de Estudios Ambientales, acusado de fomentar la “ansiedad climática”.

La cancelación de 4 millones de dólares destinados al Cooperative Institute for Modeling the Earth System (CIMES), un instituto de investigación donde su enfoque principal es el estudio y modelado del sistema terrestre, incluyendo el clima, los océanos y la atmósfera. CIMES colabora estrechamente con la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) para desarrollar modelos avanzados que permitan comprender mejor los cambios ambientales y climáticos, se justificó oficialmente por “exagerar escenarios catastróficos”.

El presidente de la universidad, Christopher Eisgruber, advirtió: “Cumpliremos la ley, pero no sacrificaremos los valores de la libertad académica por conveniencia presupuestaria”. En Brown, la pérdida de 510 millones de dólares obligó a pedir un préstamo de emergencia por 300 millones. Se congelaron contrataciones, se suspendieron programas de salud pública y se instó a revisar las políticas de diversidad, equidad e inclusión conocidas como DEI.

Baylor es un caso paradigmático; su Facultad de Medicina recibió un golpe devastador: recortes por más de 80 millones de dólares en subvenciones de Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos (NIH); son fondos otorgados para apoyar investigaciones biomédicas y de salud pública. Se despidió personal, se cancelaron proyectos y se congelaron programas médicos esenciales.

El doctor Paul Klotman, presidente de la institución, lo resumió: “La incertidumbre es el enemigo más difícil. No se puede planificar ciencia bajo amenaza”. La ofensiva ha instaurado un clima de miedo, autocensura y repliegue intelectual. Departamentos de estudios críticos, de género, de Medio Oriente o de políticas raciales están siendo vigilados, reestructurados o desfinanciados. Hay que considerar la fuga de cerebros hacia Europa y Canadá, la cancelación de becas a estudiantes de bajos recursos, la judicialización de los campus y una creciente desconfianza pública alimentada por una narrativa oficial que presenta a las universidades como “enemigos de la Unión Americana”.

“El gobierno no está corrigiendo a las universidades, está moldeándolas a su imagen”, denunció el académico Michael Roth, presidente de Wesleyan University. Y el jurista Noah Feldman advirtió en Bloomberg, “si esto prospera, cada universidad será una sucursal ideológica del régimen en turno”.

Las universidades han comenzado a articular una defensa jurídica y política. Algunas como Princeton, Caltech y MIT han demandado al Departamento de Energía. Otras buscan refugio financiero en el sector privado. Y hay esfuerzos en el Congreso para blindar la autonomía educativa con nueva legislación.

El pacto tácito entre la universidad y el Estado se ha roto.

El futuro inmediato se moverá entre el litigio, la resistencia y la redefinición del mapa educativo de Estados Unidos.

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