“En el parque”
Tenía quince años y estudiaba en la Secundaria Técnica no. 2. Siempre he vivido en la colonia Flores Magón, por eso cursé mi primaria en la escuela Agustín Boone. Me encantaban las matemáticas, decir poesías y en lo honores a la bandera llevaba la enseña patria. También me agradaba el catecismo. Por las tardes acudía a misa con mi hermana mayor a la iglesia de Guadalupe, ¡Qué locura! ¿De dónde agarro valor para contar esto? Si mis amigos de la secu supieran… bueno, aunque no es cosa de valor, sino de desahogo. Recuerdo mucho ese tiempo porque los sábados, el padre… ¿Cómo le pongo sin dañar su linda imagen de hombre santo? ¿Está bien si le pongo Padre Maciel? finalmente el 90% son como él. El padre Maciel nos llevaba al parque Benito Garza Ortegón para darnos doctrina, según él al contacto con la naturaleza la recepción del espíritu era más efectiva. Se las arregló para sacarnos permiso y trasportarnos en su propia camioneta.
No puedo negar que tanto a mí como a Gustavo Rico nos agradaba su compañía y por su parte nos hacía sentir sus favoritos. Hago notar que al principio Adelita Rubio era parte de los excursionistas, pero a su madre no le latía el que fuera la única niña del grupo. Repentinamente dejó de asistir. Aprendí mucho de las creaciones de Dios y otras doctrinas que aquel párroco nos enseñó, pero llegó aquel día que me marcó la infancia y la vida para siempre.
Era mayo, lo recuerdo bien, hacía un calor horrible y en esa ocasión cambiamos el rumbo de la ruta. Traigo a la memoria que viajamos por la parte trasera de la maquiladora ECCSA hasta llegar a una región de enormes peñas y bellas corrientes de agua fresca que fueron el deleite del grupo. En dicha ocasión el padre Maciel llevó consigo a dos jóvenes seminaristas que al igual que el sacerdote tenían el lindo don de la palabra.
Luego de que el sacerdote nos habló de Dios posterior a la comida, nos metimos a chapotear en aquellos frescores líquidos que eran toda una delicia. El grupo de siete se dispersó por aquí y por allá. Gustavo y yo, como siempre, quedamos junto al padre y los seminaristas de Piedras Negras. En cierto momento nos metimos al agua notando que aquellos jóvenes de notable belleza se desprendían de sus ropas. Mi amigo y yo nos quedamos boquiabiertos ante aquella notable novedad. El padre no dijo nada, sólo observaba muy detenidamente. Optamos por ignorar aquello, pero en cierto momento los muchachos comenzaron a tocarse sin importarles nuestra presencia y que lejos estábamos de comprender aquellas acciones. El agua cristalina consentía advertir sus tímidas reacciones, lo que nos empujó a alejarnos e ir tras nuestros otros compañeros que se encontraban a un tiro de piedra. Gustavo y yo hicimos cuanto pudimos por entretener a nuestros amigos para que no fueran allá y lo logramos. Pasado el rato notamos que ni el padre Maciel ni sus amigos se veían donde los habíamos dejado, por lo que Gustavo y yo fuimos sigilosamente en su búsqueda.
Lo que vimos quedó registrado en nuestra mente como una cicatriz en la pierna de un becerro. Los chicos, completamente mojados y mirando al cielo, permanecían echados entre la espesura boca arriba mientras que el padre Maciel se entretenía en cosas aberrantes. Para nuestra desgracia la hojarasca nos denunció cuando intentamos correr para no ser vistos. De regreso en la iglesia nadie tocó el tema. El padre nos miraba con cierto dejo de preocupación y los chicos de igual modo.
Llegado el sábado siguiente volvimos a las corrientes. El padre se comportaba como otras veces, sólo que cuando estaba a solas conmigo y con Gustavo, nos hablaba muy ligeramente y hasta se daba el lujo de ponerse cortos tan holgados que al tener las piernas abiertas dejaba ver sus intimidades. Esa tarde mientras nos bañábamos y el resto del grupo andaba lejos, nos mostró lo que no queríamos ver y de igual modo nos invitó a hacer lo mismo. Le hicimos caso porque eran momentos de mucha vivacidad. No nos sorprendió el que nos tocara porque habíamos visto lo que había hecho con aquellos futuros pederastas días atrás. Esa ocasión nos dijo que nunca dijésemos lo que habíamos descubierto con aquellos chicos pues, según él, podríamos echar a perder la gran vocación o carrera eclesiástica de sus amigos. No sé cuántas veces fuimos al parque Ortegón y a esas corrientes de agua, pero fueron muchas… De hecho Gustavo y yo descubrimos la pubertad y los placeres de la autocomplacencia gracias al padre Maciel. Nunca abusó físicamente de nosotros, pero de cuando en cuando se me vienen los cargos de conciencia cuando memoro sus peticiones de que nos bajáramos los cortos para vernos, tocarnos y autosatisfacerse.
La última vez que vi a Gustavo me platicó que un día se había topado al párroco en la red. Le pidió que lo visitara en la iglesia ahora que estaba en un templo de Saltillo, pero él al igual que yo coincidimos en lo mismo, fue un tiempo de curiosidad infantil que nos marcó sicológicamente y nos orilló a no volver a creer en boberías religiosas de ningún tipo.
De cuando en cuando me encuentro al padre, pero me limito a un saludo a distancia… Bueno, tampoco soy tan ingrato, fueron sus manos y sus labios los que ataron en mis días imberbes todos esos cabos sueltos que al ser conectados sensorialmente me convirtiéndome desde muy niño en algo enteramente diferente.
Mi amigo y yo salimos bien librados de eso, lo tomamos como algo del pasado y ya, pero sigue habiendo catecismo… a veces me pregunto sobre el qué habrá sucedido con aquellos seminaristas de Piedras Negras. Seguro han de disfrutar de las mieles de la perversión abusando de algún niño sin que nadie les ponga un alto.
Me casé en un evento muy bonito junto al río Sabinas, pero no hubo sacerdote con todo y los berrinches de mi suegra, cucaracha de iglesia… ¿afectado en mi intimidad por ese pasado? No; sin embargo, si la cosa hubiera ido a peor, otra podría haber sido mi historia.
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