“Recalentado”
Siempre pensé que el recalentado de Día de la Candelaria era un acto del demonio, una tentación puesta a la mesa para que todo pecador cayera en las redes de la provocación, era algo así como la coronación matutina de una tradición pagana que iniciaba en la mentada Navidad.
“Jehová dio y Jehová quitó” esa era mi frase a mis treinta años y por eso, cuando mamá murió ahogada por un tamal a las diez de la mañana, sentí que la voluntad de mi Dios se hacía presente.
Mamá había llegado a las nueve a casa de mis hermanos y era la primera vez que iba pues, en años anteriores solo asistía a la mía. Ella sabía mis creencias y las respetaba, entonces, prefería recluirse en mi casa bajo mi llamado para que no se contaminara con las costumbres herrumbrosas del mundo. Sabía que ella quería pasar Navidad con mis hermanos, pero yo, teniendo el conocimiento de salvación, tenía que ponerla en sitio seguro. Mamá no vivió esa fiesta mundana por años y me sentía contenta de haberlo logrado.
Marie Stevenson, una de mis hermanas que se había casado con un norteamericano y que tenía más de veinticinco años sin venir a México por situación migratoria, anunció que estaría en casa por Navidad. Obvio, le dije a mamá que eligiera entre el pecado o la virtud, el infierno o cielo. Ella eligió el infierno diciéndome que amaba a todos sus hijos por igual y que le diera la oportunidad, aunque fuera por esa vez, de estar en familia con mis hermanos.
-Julia, no estuve por Navidad ni fin de año con ellos, creo que iré por Día de Candelaria. Ni a Marie he visto por hacerte caso, además, no creo que Jehová se moleste por una noche en familia. Eres la mayor, y te amo, pero igual Marie y sus locuras tienen mi amor.
-No me compare, mamá. Marie ha optado por las caricias del diablo y yo por mi dios. No intente seducirme aliándose también con esos demonios que son mis hermanos.
-No te permito, Julia, hables así de tus hermanos. Te he complacido por años porque…
-Ah, no, mamá, a mi no me complazca, complazca a Jehová, no a mí, ahora, si quiere irse a esa fiesta negra, váyase, sin problemas.
La noche del veinticuatro la pasé leyendo mi más reciente Despertad que me había dejado plenamente agradecida con Dios por haberme tocado. Mamá me había obedecido.
Al amanecer del día dos de febrero se me clavó el recuerdo de mi vieja infancia y doblegándome quise convivir con mis hermanos. Me convencí de que lo peor había pasado. Mamá se puso contenta y claro, le dije, iré solo por un rato. Me había convencido que me haría bien saludar a Marie y a los demás pues, de jovencitas habíamos sido muy amigas.
Con mi talante de mujer elegida por Dios saludé uno a uno mientras se alistaban alrededor del fuego, comer salchicha polaca y pollo asado. Luego del saludo me fui a la cocina pidiéndole a mamá que me siguiera.
-Ya saludó a sus hijos, mamá. Ahora vayámonos a casa.
-Vamos, hija, no te me pongas tan celestial. Si ya estás aquí disfruta de tus hermanos… ¿Acaso no dice la Biblia que amemos a nuestros semejantes?
-Claro, pero no al pecado. Si me quedo aquí terminaré comiendo tamales, champurrado y no sé qué otras obras del Diablo.
-Yo misma las preparé, mija, no seas tan grosera.
Cansada de discutir con el demonio vestido de mamá, permanecí en la sala mirando cómo todos comían de un modo tan glotón, y bailando tan caldeas, que abrí mi Despertad intentando alejarme mentalmente de eso. Me dio tristeza por mamá, esa mujer que todo el año se había esforzado y que justo en febrero todo se venía abajo.
-No tienes idea de cómo te odio-, me dijo Marie- Años sin venir y tú con tu estúpida actitud me arrebatas a mamá.
-Mamá ha luchado por ganar su galardón y una inicua media gringa no vendrá a quitárselo.
-Mira, Julia, tanto yo como los demás merecemos a mamá por compañía, y me vale pura madre que tu no lo quieras. Esta pinche religión te enfermó la mente y mamá está harta de vivir así, y ella misma nos lo ha dicho, mírala, asómate, mira como come tamales, tan contenta como debe de ser…
Impulsada por el espíritu del capitán de los cielos me le fui encima a una Marie que terminó en el suelo llorando. La miré abajo como David viendo a Goliat muerto. El escándalo había sido tal que nadie se había metido y mamá, desesperada por un trozo de tamal atorado en su garganta, había terminado tirada junto a la estufa. Sus gritos pidiendo que parara la habían hecho atragantarse pero, pero creo que Jehová dio y Jehová quitó.
Después de la muerte de mamá, jamás volví a ver a mis hermanos. Así triunfó la gloria de Jehová, sabia, fuerte y contundente, entrando y partiéndolo todo como una espada de doble filo.
AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
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