La pluma del viajero

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“CLARITO LUNA”

Salté del techo de 5 “A” cayendo sobre el pesado cuerpo de Mardonio Traba, ese monstruo prieto y asqueroso que era la pesadilla en la escuela. Todos queríamos matarlo pero no sabíamos cómo. Ser descubiertos en el intento nos pondría ahora sí, en el blanco de sus aberraciones. Éramos niños, y él, ya con catorce, había repetido años condenando al resto. Cuando lo vi abusando de Clarito Luna en los patios donde se tiraban las butacas viejas, supe que si no era yo, nadie lo haría.

Todos teníamos claro que Clarito era más que callado y se movía con muletas. Se oye mal, pero le tenía lástima. Nadie se juntaba con él porque era aburrido, no podía participar en nada y tenías que ayudarlo a ir por aquí o ir por allá. Que me vieran con un amigo así me daba vergüenza, por eso, la única vez que la maestra me había pasado al frente a hacer equipo con él, me había salido del salón con la excusa que tenía que ir al baño.

El día que ella me pidió anotara en la pizarra a los que estuvieran hablando mientras ella se ocupaba en unas cosas, me eché a medio salón de enemigo. Algunos dejaron de hablarme, incluso mis amigos. Mis recreos se volvieron aburridos y por eso, ese día jueves que la maestra no había ido, pero teníamos que quedarnos en la escuela, me acerqué cauteloso a Clarito. Tímido miraba el trajín de las hormigas junto al pinabete de la noria seca. No sabía cómo llegar con él, entonces se me ocurrió volver al salón por algo. Temiendo me rechazara lo invité a ir bajo las frondosas ramas de un granado. No me dijo que no y ahí le
mostré mi álbum de máscaras que logró cautivarlo. Sus expresiones lo hacían ver feliz. Ese tiempo sin clase fue inolvidable para mí y creo que también para él.

Recuerdo haberlo llevado clandestinamente a ver el viejo estadio de futbol que estaba en ruinas a un lado de la escuela. Lo hice porque entre la plática me había dicho que si no hubiera nacido torcido, seguro hubiera sido futbolista. Para ver elcampo yo podía trepar, pero él no, entonces me propuso escalar con sus muletas. Lo recuerdo y lloro, sí, lloro porque se veía feliz como nunca lo había visto. No quiero sonar petulante, pero casi puedo asegurar que su gozo radicaba no en ver el estadio, sino tener un amigo, alguien con quien convivir.
Al salir de la escuela quise acompañarlo a su casa. Parados afuera llegó una vieja carrucha jalada por un mulo y conducida por un anciano. Ayudé a subir a Clarito y cuando estaba por trepar yo, un grupito de compañeros comenzó a burlarse y a molestar al mulo. No queriendo estar al centro de las groserías me alejé del lugar mirando desde lejos cómo el animal se encabritaba y el anciano intentaba controlarlo. Clarito me buscaba, pero yo ya no estaba.

Días después mis amigos me perdonaron y ya estábamos de vuelta intercambiando barajitas de luchadores. Clarito volvió a ser el niño olvidado que se dedicaba a ver divertirse a los demás. Recobrar la amistad de mis amigos me importaba más que cargar con un niño inútil al que tenía que compartirle por pena no sólo mis estampitas, también mi almuerzo.
Verlo ser víctima del abuso era cosa que no me incumbía. Optaba por cambiar de
patios, alejarme y estar ajeno a los problemas de otros.
El año que siguió salió el cuadernillo “Héroes del ring”. Una mujer con bocina y en
un auto los regalaba por las calles para que a la de ya comenzáramos la compra
de las barajitas. El alboroto de los niños tras el auto era total y justo al voltear por
la cremería La Luchana, Clarito estaba ahí, todo atolondrado y bien pescado de
las muletas. Sentí su mirada, pero pasé de largo fingiendo no verlo.
-¡¡Ey, Basilio!!
Y fingí no escucharlo.
No sé ni cómo, pero a las tres semanas Clarito tenía el álbum casi lleno. La fiebre
del momento tenía a la chiquillada tan entusiasmada que a la hora del recreo se
podía ver grupitos intercambiando estampitas. El Día de la Candelaria Clarito me
hizo señas desde los baños. Hacía cuanto podía para llamar mi atención, pero
igual yo me hacía el desentendido. Entonces Mardonio le cayó por atrás, lo tomó
del cuello y lo metió al baño. Corrí allá y al asomarme, la bestia me daba la
espalda y él, Clarito, ensangrentado estaba a un lado de las meaderas. A las
claras vi su álbum de luchadores hecho trizas y sin más me di la media vuelta y
avisé a los directivos. Media hora más tarde me enteré que Mardonio Traba le
había quitado la barajita cincuenta, la de “El Camaleón” y que era la más buscada
y todos queríamos… ¿Cómo diantres la había conseguido?
Saltar del techo de 5 “A” esa tarde de viernes fue de adrenalina. No había casi
nadie en la escuela y aprovechando la soledad de aquellos salones de la orilla
efectué mi plan. Caí sobre la gruesa espalda de Mardonio clavándole la punta del
compás en la nuca. Asustado por la sangre manchando el pasto y sus ropas, el
regordete se miraba las manos y a mí sin poder creer que yo, el más simplón de la
escuela, me hubiera a atrevido a tanto. Aprovechando su confusión, saqué un
bolígrafo y me le monté poniéndole la punta del mismo en un ojo.
-¡Dame la estampita del Camaleón, que le robaste a Clarito, Mardonio!
-¡Quítate o te vas a arrepentir!
Víctima del miedo y de las amenazas, presioné sobre su ojo haciéndolo gritar.
-La traigo en el zapato derecho.

Sujetando con fuerza le di más de diez puñetazos en la cara dejándolo
inconsciente. Le quité el zapato y luego de soportar lo fétido de su interior, logré
sacar la estampita oculta bajo la apestosa plantilla.
Me expulsaron de la escuela, cambiamos de domicilio y la vida siguió. Con el paso
de los años me convertí en abogado y al mismo tiempo propietario de una cadena
de hamburguesas… y entonces volví a saber de Clarito. Era un caso delicado de
despojo. Mi antiguo compañero de escuela vivía con su mamá y al morir, él había
quedado desamparado y un hermano suyo, que nunca había vivido con ellos, pero
que era el propietario, simplemente lo había echado a la calle. Tan complicado el
caso y sin poder resolverlo, lo miraba pidiendo caridades en algún semáforo,
comiendo en una esquina rodeado de gatos o abriéndole la puerta a los clientes
que llegaban a las tiendas.
Un día lo vi parado y muy ensimismado viendo un anuncio pegado al poste. Me
estacioné cerca y cuando se hubo ido me acerqué. Efectivamente era lo que
sospechaba, una contienda de lucha libre, pero eso no era todo, El Camaleón, ya
muy entrado en años, sería la estrella invitada.
Como era de esperarse, el día del evento vi a Clarito pidiendo piedades a las
afueras del coliseo. Temeroso me le acerqué y palmeándole el hombro le dije:
-¿Listo para entrar?
Mirándome asustado le volví a sobar el hombro para darle confianza.
-Qué mucho has crecido Basilio.
-¡Oye, qué bien que me recuerdas!… ¿Entonces entramos o qué?
Su rostro paso a un raro estado de felicidad cuando le mostré las dos entradas.
Caminó con algo de dificultad y al verle su dedo meñique ausente, recordé el día
que me platicó cuando su mamá se lo había mochado un día que había llegado
borracha . Había comprado asientos hasta el frente y lo que vino después es
historia. A cada caída, golpe o pirueta, su rostro de encías desdentadas y piel
maltratada pasaba a estados de exaltación inconcebibles. En realidad estaba en
un momento de felicidad que nunca había experimentado. Cuando apareció El
Camaleón en escena, Clarito se levantó y se apostó a un lado del cuadrilátero.
Cuando el ex luchador lo miró tan ensimismado, dejó el micrófono y su discurso y
se inclinó con la dificultad de un anciano y le tocó la cabeza a mi amigo. Creo que
el luchador vio en aquel fanático discapacitado la verdadera pasión de la lucha
libre. Qué más hubiera deseado yo que ser tocado por aquel astro de nuestra
infancia, pero no, había sido él.

Lamentaba verlo en las condiciones en las que se encontraba y al salir e invitarlo a
comer, le propuse hospedarlo en una habitación trasera con todos los servicios.
Aceptó contento. Igual lo acomodé en un área de acción a sus posibilidades en
uno de mis restaurantes y lo vi cambiar, progresar, hacer amigos y lo mejor, verlo
seguro de sí mismo.
Una Navidad y estando en la posada con mis empleados, creí era el momento
oportuno para sellar y sanar mi conciencia. Tomé mi maletín, le pedí a Clarito me
acompañara afuera y estando sentados junto al pino más colosal de mi jardín, abrí
la maleta y saqué aquel viejo álbum de estampitas. Me miró perdiendo poco a
poco la felicidad que traía de la fiesta. Lo tomó y hojeó a conciencia. Cuando llegó
a la página siete una sonrisa le volvió al rostro. Me extrañó su actitud, pero ahí
estaba señalando y sobando aquella barajita manchada de sangre. Me abrazó.
– ¿Te acuerdas de Mardonio?-preguntó viéndome a los ojos.
-Sí, claro.
-Un día me golpeó en el baño. Te estuve grite y grite porque tenía en mis manos esta estampita. A mí me faltaba, bueno, a todos les faltaba, pero cuando yo la tuve, quise que tú, mi amigo, la tuvieras primero que todos. Al momento recordé que sí lo había visto, pero que me había hecho el desentendido. Aquella revelación me cayó de peso porque si me hubiera acercado, el mentado Mardonio tal vez no le hubiera hecho lo que le hizo.

-De hecho hasta te iba a regalar un álbum edición especial, pero pasaste corriendo tan de prisa aquel día que ya no pude hacerlo.
Ese otro recuerdo terminó por tronarme el corazón, y es que Clarito siempre había querido ser mi amigo y llevaba en el recuerdo aquella única vez que habíamos compartido juntos en el viejo estadio y bajo el granado. Clarito supo al momento que yo no sólo había herido al Mardonio, también le había quitado aquella estampita que aunque sería para mí sin saberlo, había optado por apropiármela. Eso era lo que me mataba, no sólo de vergüenza, sino de haber sido un aprovechado, oportunista y lo peor, ingrato.
Clarito tomó el álbum, se lo pegó al pecho y me lo devolvió.
-No, es tuyo, te lo regalo.
Sin denegar y metiendo su mano al abrigo, sacó una vieja máscara del Camaleón
para entregármela.
Tras tomarla y mirarla bien, supe que era original. Lo miré y su sonrisa congelada
me invadió el alma.
-El Camaleón es mi papá, Basilio, pero nunca ha vivido con nosotros. Mamá
nunca supo que yo sabía. Por eso amo la lucha libre, por él, por mi papá.
Lo abracé fuerte y lamenté mi indolencia de niño y el querer sanar todo ya de
grandes.

Cuando me volví viejo y mis hijos me creyeron inservible, me echaron en un asilo y mira qué curioso, me mandaron después, como acto de caridad, al buen Clarito Luna para que me hiciera compañía. Cuando mis abogados arreglaron todo elegí una estancia muy cómoda de cuidados para personas de la tercera edad y claro, me llevé a Clarito conmigo. Somos dos viejos necios que no paramos de hablar de La Culebra, Mil Máscaras, Blue Demon, La Calavera Roque, y claro, del Camaleón, ese que murió trágicamente atropellado por un cafre al volante. Pero ahí estuvimos, dándole el último adiós y poniendo junto a los arreglos florales una máscara original y un álbum completito con una estampita manchada de sangre.

Clarito Luna, ese que yo evitaba a toda costa de niño, pero que terminé buscando y apreciando ya siendo grande, se nos murió aquí en la estancia hace un par de años. Sus muletas siguen ahí, colgadas en mi habitación y como un símbolo de gratitud y amistad que ni siquiera mis hijos, esos que alimenté como a polluelos y que años tengo sin ver, tuvieron jamás.

AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO ARÉVALO
EL VIAJERO VINTAGE
@derechosreservadosindautor

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