LAGARTO
A tres días de graduarme de secretaria dije sí, sí me voy contigo Hojaldrito. Eres el amor de mi vida y dejarte ir sería la estupidez más grande de mi existencia. Soñar no cuesta, pero el costo de no ponerse de pie, decir ya no a los sueños de otros, por ejemplo al de mis padres queriendo convertirme en una boba secretaria, eso sería ahora sí que una penosa devaluación.
Hojaldrito no era ni de aquí ni de allá, pero sus anhelos, esos a los cuales yo quería unirme, eran de todos lados. Amo y señor del romanticismo me contaba de su libre vida y del freno inexistente a sus deseos más caros. Fue por eso que ahí, y todavía vestida con mi uniforme guindo de secretariado dije sí, sí Hojaldrito, sí me voy contigo.
Desaparecí de casa por dos días y al tercero me metí por la ventana trasera para sustraer algo de mi ropa. Sigilosa descubrí a mamá llorándome en la sala mientras papá la consolaba diciéndole que tuviera paciencia, que pronto aparecería. Pero yo no quería aparecer, más bien desaparecer ante la vista de un público que me miraría desvanecer por la fantasía de un mago de frac y manos mágicas. Y es que mi Hojaldrito era eso, el hombre estrella cuya estrella siempre había brillando convirtiéndolo en eso que cualquier varón desearía ser.
Cuando trepé al carromato ese domingo cualquiera, todavía alcancé a ver en el bar de la Cocona mi foto de búsqueda. Sonreí porque finalmente me había salido con la mía. La magia la hace cada uno con sus decisiones, me había dicho Hojaldrito en la cima de la rueda de la fortuna mientras desde allá miraba mi casa de dos pisos en el cerro de las Margaritas.
-¿Secretariado? ¿Sabe cuántas mujeres se gradúan de secretarias y terminan en nada, mamá?
-Mira, Katy. Te falta menos de una semana. Tu tía Loli te va a acomodar en la empresa de su papá.
-Máquinas de escribir, cintas kores, correctores, prácticas en teclados sin letras, ¡Basta, basta de tantas cosas inservibles, mamá!… ¡Cómo te encanta andar de lambiachi con tu hermana. Déjame descubrir el mundo por mí misma, no quieras controlar mis decisiones.
-Termina la academia, Katalina, y después vemos. No decidas a la ligera, por favor, hija.
Un portazo dejándola con sus consejos en los labios fue el banderazo a una soñada libertad. No había decisiones ligeras como había dicho una mujer ya vieja que había desperdiciado su tonta vida lavándonos la ropa, llevándome al templo y vistiéndome de Marieta en fiestas de noviembre. Tiempo no había de pensarlo. La comitiva circense se iría en menos de doce horas y esperar a la noche de graduación sería dejar ir a ese hombre que tal vez, al no verme ir tras él, subiría a otra en la rueda de la fortuna en el siguiente pueblo. No, ese que desaparecía conejos, sacaba mascadas infinitas de su oreja y mochaba por la mitad a Poposí, el payasito, era mi fortuna. No había estrella más brillante que la mía cuando así nomás como así ese hombre se me había aparecido con su rostro de artista de cine en blanco y negro y manos suaves como lana.
En Matehuala triunfé como malabarista; en Saltillo como edecán de mi mago; en Monclova como trapecista y en Barroterán, en Barroterán como, que vergüenza decirlo. Hojaldrito a la vuelta de un mes ya tenía una nueva edecán y yo, horrorizada de perderlo, dejé de ser su estrella para convertirme en una mujer que desde las siete de la tarde, hasta la una de la mañana se la vivía mirando la nada metida en un traje del que la verdad no quiero ni decir de qué.
Un día simplemente me dijo, Toma, te meterás aquí, de hoy en adelante serás uno de nuestros fenómenos. Y estando en lo que hasta esa mañana había sido mi carro habitación, saqué del estuche el extraño traje de un reptil sin cabeza.
Cuando fui a preguntarle qué era aquello, me echó una mirada tan distinta a la que un día me había enamorado. Sin decirme nada se fue. Baruc, el faquir estelar, me dijo algo serio que ni se me ocurriera contradecirlo y sin más me dijo que sería desde esa noche la mujer lagarto.
Callos, mareos, llagas, ¿Qué no tuve en esas horas de nada? Y mientras oía a lo lejos la voz en bocina de Kapriano anunciando el estelar de magia a manos de Hojaldrito, yo estaba ahí, metida en ese horrible traje y azotada por el calor de julio y el infierno de agosto carcomiéndome el recuerdo de lo que había sido, de lo que había dejado ir y de cómo yo misma había pisoteado mi verdadera magia al lado de mis padres.
-Quiero volver a casa, Drito.
Y su respuesta fue meterme en una enorme jaula, apretujada y matándome de hambre hasta que obligatoriamente cambiara de opinión. Y cambié de parecer.
Decidí quedarme y seguir mi viaje a Sabinas, Nueva Rosita, Piedras Negras y Ciudad Acuña. Y ahí estaba yo, la señorita promesa escolar, la galardonada, la chica con perspectiva que escuchaba a mamá a los diez años y con quién planeaba una vida linda juntas. Sí, la de secretariado de tablones en su falda perfectamente planchados y que al crecer y sentirse madura creyó que las lágrimas de su madre eran ridículas y exageradas. Y me vino al recuerdo su frágil figura lloriqueando por mí, la idiota que viéndola ahí, todavía me había dado el lujo de reírme de ella, de su dolor, y todo por defender el supuesto
amor de un tirano que ahora me tenía como, ¿pendeja?, sí, como la reina de las pendejas, tirada en el suelo por horas simulando haber nacido deforme, mujer hermosa con cuerpo de lagarto. Y los niños me miraban, me escupían, lanzaban frituras y hasta me llamaban hija del Diablo. Pero yo no era hija del diablo, yo era buena, mi papi se llamaba Faustino y mamá Remedios. Ellos no eran el Diablo. Y miré en recuerdo a papá llegando a casa con una pesada y anticuada máquina de escribir que me había ayudado a estar adelantada. Y ahí estaba mamá y papá a mi alrededor dictándome tonterías pues les ilusionaba
mirar a su hija convertida en la secretaria de la familia. ¡¡Mamá, papá, sáquenme de aquí¡!
En Jiménez, y tras el terror que se vivía por el desborde del río, aproveché el miedo de la comitiva para salir tras los carromatos y buscar la carretera. Un trailero cualquiera me invitó a subir y así, nerviosa y aterrorizada le conté mi infierno. Me abrazó y aprovechando mi debilidad me violó. Debía ser fuerte y soporté la humillación porque llegar a mi pueblo era mucho más importante.
El hombre, harto de mi cuerpo, me dejó en Sabinas. Vagué por más de una semana pidiendo clemencia y sin ser escuchada. No sé qué sucedió, pero mamá se enteró de que una chica parecida a su hija pedía limosnas en un pueblo carbonero. Sin dudarlo llegó a Sabinas, pero yo ya estaba en Palaú viviendo bajo un puente. Hasta ahí se metió mi madre sin importarle los tres o cuatro vagos que se drogaban con pegamento amarillo. Tras de ella papá con sus ojitos hinchados y sus manos temblonas.
Cuando la directora de la academia se enteró de todo fue a casa. En definitiva yo no era la misma, pero ella igualmente me abrazó y juró ponerme en órbita escolar. Y lo hizo. Un año después me estaba graduando y meses adelante ya ejercía en un despacho contable como taquimecanógrafa.
-Mamá, mamá, mira mamá, la mujer lagarto!!- gritó mi hijo de cinco años muchos años después en nuestra visita a la feria.
Curiosa y complaciente compramos un pase y al asomarme me vi ahí, derrotada y perdida. Abracé a mi hijo y pensé en mis papás, esos que aunque ya habían muerto, habían llorado y luchado por mí hasta el final.
-¿Por qué nació así, mamá?
-No, mi amor, ella no nació así. Ella decidió ser así.
-No entiendo, mamá.
-Ni yo la entiendo, cariño, pero apurémonos, tengo qué planchar la ropa de tu padre, luego ir al templo y después a comprarte el traje de Juan, seguro te verás bien guapo junto a tu Marieta.
AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO ARÉVALO
EL VIAJERO VINTAGE
@derechosreservadosindautor
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