“La tormenta”
Agarré a la abuela del brazo y segundos después, el torrente de aguas sucias
barrió medio Sabinas. En un santiamén se fue todo lo que entre ambas
habíamos construido a lo largo de los años. Una tarde habíamos estado en la
orilla del río contemplando su belleza y al otro, suplicándole a Dios que no
más, no más agua, vientos y cerrazón de cielos grises. Estamos vivas, hija,
estamos vivas y eso dice mucho del amor de Dios por nosotras, me decía la
abuela. Lo que se nos fue es cosa material, ya lo repondremos. Grandioso Dios
que nos tiene aquí paradas y con ganas de seguir.
De verdad que quería ser tan optimista como ella, tener sus ojos luminosos y
echar sin miramientos sus recuerdos en bolsas para la basura. Y ahí estaba, ya
agarraba un cepillo qué otrora fuera su favorito; peinetas, cuadros con
imágenes de familia y así, todo a la basura. Su insensibilidad venía de que su
filosofía era: Dios da, Dios quita. Y dentro de mí, yo tan perversa e
incircuncisa, pensaba en la injusticia de un Dios que trataba de esa manera a
una mujer que a sus ochenta y tantos le rezaba y jamás faltaba a una misa.
Cuando saqué de entre el lodo la foto de mamá me eché a llorar. No hacía un
mes que se me había ido y de pronto así nomás como así esta tromba había
barrido hasta con los recuerdos. Mi segunda llorada fue ver la casa vacía. Nos
había sobrevivido la cama de fierro, la lavadora, la estufa y nada más. De
pronto escuchábamos que en tal o cual parte se estaban repartiendo despensas,
ropa o artículos de aseo personal y del hogar. Apenada de estar así, yo, una
chica que siempre intenté dar una imagen de damita acomodada, me costaba
tanto andar buscando ropa, ir a los comedores comunitarios y acudir al
llamado de la bocina que regalaba escobas, cubetas y trapeadores.
El anuncio de que una caravana de cristianos evangélicos llegaría a la Cruz
Roja con ropa nueva me motivó. Y es que yo, que siempre había vivido de la
falsa apariencia de una vida acomodada, mínimo debería andar mejor vestida
en medio de la tragedia.
Cuando mis amigas de la universidad que vivían en partes altas y que el agua
no las había afectado en lo más mínimo fueron a visitarme, no abrí y me recluí
en el último cuarto donde teníamos guardado todo lo que nos habían regalado.
Rocío, tus amigas te buscan, dijo la abuela abriendo la puerta del cuarto. No
podía creer que les hubiera dado entrada y ahí estaban, viéndome acostada
encima de una colchoneta llena de ropas viejas. La abuela se fue y ellas se
quedaron conmigo por un rato. Podía ver sus expresiones de asco, de no tocar
nada de lleno o de ni siquiera respirar profundo por miedo a respirar alguna
espora maligna.
Obvio no volví a la universidad, pero tampoco la abuela se quedó sin mi
reclamo. Le dije hasta de lo que se iba a morir, pero ahí fallé, porque se me
murió esa misma noche de un paro cardíaco.
Mi abuela, bordadora de vestidos de novia y quince años. Desde que mamá
había muerto luego de años de estar en una silla de ruedas, ella me había
acogido, criado y enseñado cómo colocar perlitas, chaquiras y lentejuelas.
Juntas habíamos comprado muebles, mascotas y hasta una silla eléctrica para
mamá… pero todo se lo había llevado el río y su furia.
No, no lo necesitamos, hija, con lo que ya nos dieron basta, me dijo la abuela
cuando el gobierno llegó a casa a dejarnos más colchonetas. Hay gente que
necesita, nosotros tenemos suficiente.
Apenas cerré la puerta y me le fui encima… ¿qué te afecta dos comedores, dos
refrigeradores, o dos estufas? ¿Sabes que las podemos vender y tener para
comer? Me cansa tu honestidad, abuela, te juro que sí.
─No me hables así, hija. Levantas la voz y siento feo. Nunca antes lo hacías.
No dejes que la tragedia te domine. Esto está pasando para que aprendamos
humildad.
─ ¿Humildad, durmiendo en colchonetas y comiendo sobras del gobierno?
─ Humildad, así es.
Mis ojos irritados y mis puños cerrados hicieron temblar a la abuela como
jamás lo había visto. Me contuve y salí de casa. A nuestro alrededor todo era
un desastre.
El entierro de la abuela fue de lo más sufrido. Una detestable llovizna caía
sobre la ciudad y solo yo estaba ahí, viendo cómo los panteoneros echaban
lodo y tierra sobre la caja. No lloré. No pude. Ella se me había ido porque yo
no había podido soportar la carencia y menos ante su apacible serenidad y
creencia que todo era una estúpida lección de vida.
Mi abuela fue transparente y sin falsas apariencias. Yo vivía de ellas. Era ella
incorruptible y blanca, yo oscura y corrupta. Nada la movía a ser algo que no
sintiera era para bien. La quería mucho, nos amábamos tanto. Una tormenta
vino a romperme la paciencia y con ello el amor más grande que jamás le
había profesado a nadie. Bordo vestidos por puro dolor, ya no por necesidad.
Volverme loca es definitivamente mi destino.
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