“Altar a mis viejos”
Caminando por la ciudad encontré una gran cantidad de altares de muerto. Me alegró el hecho de que siendo el norte de México, por fin y después de muchos años, nuestra gente estuviera dando batalla al Halloween fortaleciendo nuestras tradiciones. Al ver lo bien abastecidos que estaban dichos altares, no pude evitar la perturbación en mi mente de escritor y sacar de mí la siguiente historia:
Ay, por favor papá, quite esa rama de mezquite de aquí, no sea ridículo. Entonces se hizo a un lado y me dejó poner cuanta cosa yo llevaba en mi enorme caja de abalorios y detalles que conformarían el hermoso altar para mamá, y que tenía semanas planeando.
Me habían enviado a Puebla a casa de unos familiares. Allá viví toda mi adolescencia y buena parte de mi juventud.De cuando en cuando les llamaba por teléfono y nos escribíamos cartas. Cuando me gradué como maestro, volví a Mapimí y no deseaba otra cosa que contarles todo lo que había logrado estando lejos. Estuve una temporada muy corta con ellos. Había conocido a mi ahora esposa en Huamantla, Tlaxcala y teníamos planes. Recuerdo mucho a mamá suplicándome que me diera mis tiempos, que permaneciera con ellos un año por lo menos y después de eso, después de eso que hiciera lo que yo quisiera. No la escuché porque era lo suficientemente grande como para escuchar necedades de viejos. Papá siempre fue callado, no le había sacado nada a él pues yo pura madera materna, atrabancado, voraz y deseoso de comerme el mundo.
Justo cuando mamá enfermó, yo pedía la mano de Betty. Había planes y volver a Mapimí no era mi prioridad. Emocionados por lo que nos deparaba para el futuro, Betty y yo nos fuimos a Bernal de paseo. Esa semana en Bernal fue de lo mejor. En verdad estaba disfrutando de las maravillas de ese pueblo que premiaba mi esfuerzo universitario.
En poco tiempo recibí mi plaza de maestro en Puebla y como mamá estaba enferma, nos casamos sin hacerles la invitación. Papá me envió un telegrama un mes de diciembre anunciándome la muerte de mamá. Yo seguía con mis prioridades y no me quedó más que decirle que se hiciera cargo, que le depositaría algo para lo del sepelio. El primero de noviembre de año siguiente llegué a Mapimí acompañado de mi ahora esposa. El polvo del pueblo parecía no agradarle mucho y le prometí que mi visita de una semana se reduciría a dos días. Me sonrió y eso me puso contento.
El tiempo parecía haberse detenido. Nada había cambiado y quise ya fuera el día siguiente para mostrarle a Betty el Puente de Ojuela y volver a casa.
Al entrar en casa encontré a papá junto a un miserable altar de muerto. Betty y yo habíamos preparado los de sus abuelos y habíamos invertido para que lucieran.
─ ¡Hola, canijo, como estas, muchacho! ─me dijo papá exaltado de alegría.
─ ¡Cuidado, cuidado, cuidado, papá!─ le dije atajando su abrazo─ acabo de comprar la camisa y creo traes aserrín en las manos.
─ ¡Oh, sí, perdóname, mijo, estoy con lo del altar de tu madre! pero ya terminé.
─Ay, por favor papá, quite esa rama de mezquite de aquí, no sea ridículo. Entonces saqué de una enorme caja arreglos que conformarían el magnífico altar para mamá. No lo invité a colaborar y permaneció sentado en silencio junto a la chimenea. Junto a él estaba un cajón de rejas donde había terminado su rama de mezquite, un cuaderno viejo, unos horribles patines de lámina, fotos maltratadas por el tiempo y un ramo de flores de cempasúchil que en nada le hacían competencia a las margaritas que yo le había traído. En una hora, el altar que en un inicio era una simple mesa, se había convertido en tres niveles hechos con maderas nuevas, manteles, dulces, pasteles, calabazas frescas, artesanías funerarias de Puebla, Tlaxcala e Hidalgo. Cada nivel tenía sus panes de muerto y fotos recién restauradas de mamá.
─Lo veo muy desmejorado, papá. Mamá murió pero usted sigue vivo, ¡hay que echarle ganas! Viva lo que le resta, que aunque no es mucho, es valioso.
─Lo que me restaba era tu madre, hijo.
─ ¡No sea cursi, papá, ya no está en edad!
Al día siguiente visitamos Ojuela y cuando al volver me despedí del viejo, le propuse que vendiera las hectáreas de tierra que tenía en Gómez Palacio y el rancho de Nombre de Dios.
─Estoy recién casado, necesito dinero para levantar mi casa en Puebla, ya mínimo cédame esta casa, quien sabe si lo vuelva a ver, con eso que casi no vengo.
─No hay propiedades, ni tierras, ni ranchos. Todo se vendió, primero para pagar tus estudios y después para el largo tratamiento de tu madre.
─ ¡No me diga, papá, por favor! ¿Cree que vine hasta acá nada más para escuchar eso? ¿Cómo pudo ser tan irresponsable como para hacerlo y dejarme en la calle?
─Vete, hijo, y déjame con el recuerdo de tu madre.
─¡Al carajo, papá!─ estallé pateando el altar de mamá que al instante calló estrepitoso al suelo. Tomé de la mano a Betty y nos fuimos del pueblo.
El destino quiso que volviera a los cinco meses. Papá había muerto de un paro cardiaco.
Tío Bermúdez, un hombre recio y mal encarado me recibió en su casa. Tan seco y frio como papá me extendió las llaves de la casa. Cuando entré estaba sola. No había muebles, cuadros, nada, todo olía a olvido. A un lado de la chimenea estaba el viejo cajón de rejas y en su interior la seca rama de mezquite, el cuaderno viejo, los patines y los tallos secos de las flores de cempasúchil ya sin pétalos.
Curiosa, Betty agarró el cuaderno y lo conservó al ver algunas postales en su interior.
─No hay tales escrituras─ me dijo tío Bermúdez─ Mi hermano vendió y esa casa será una pensión para adultos mayores. De hecho mañana mismo vienen a pintarla y poner todo en orden.
─ ¿Entonces para qué me dio las llaves, tío? ¿Se está burlando de mí?
─ Jamás, lo haría. Quise entraras y vieras lo que había restado de una pareja que no vivían para otra cosa que no fueras tú. Por años vivieron al límite porque tu carrera era carísima y la enfermedad de mi cuñada, muy pesada e incurable. Me duele decírtelo, mijo, pero en realidad no mereces nada. Me odias en este momento por lo que te digo y lo veo en tus ojos, pero es cierto. Toma, esta carta la escribió tu madre para ti, no tu padre. Ahora vete y no vuelvas más por acá, que aquí no hay más nada para ti.
La carta duró un par de años en un baúl, y justo cuando buscaba unos documentos, la encontré. Sentado en la orilla de la cama la comencé a leer.
“Danilo, pronto me iré y segura estoy que no estarás aquí para cerrarme los ojos como me hubiera gustado. Cuida de tu padre que aunque está más enfermo que yo, resiste para no dejarme en el desamparo. No te molestes si no te dejamos nada, y es que todo ha sido tan difícil para todos. No vengas a verme a un panteón cada día dos de muertos, me conformo con que pongas en mi altarcito la ramita de mezquite que un día cortamos tú y yo en Ojuela para jugara que dirigíamos la orquesta; tus primeros patines; el cuaderno donde escribí toda tu infancia, las fotos donde estamos juntos y bueno, si puedes, cómprame flores de cempasúchil, mis favoritas.
Cada que pongo el altar de muertos para mis papás, me siento el más miserable. ¿De qué sirve un altar lleno de tantas cosas si en vida nunca les ofrecí ni las gracias por todo lo que hicieron por mí? Hoy el que necesita la sal para purificarse soy yo; una cruz de cal en mi frente para expiar mis culpas; un perro para que me guie en este mi camino de muerte y miseria y un espejo grande para verme infinitamente perdido por cobarde y miserable.
Ahora yo pregunto, querido lector, ¿vuestro altar honra lo que en vida dieron a vuestros muertos?
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