En el espacio íntimo de Alejandro Luna hay objetos que atesora, símbolos de algunas de las cosas que más le importan en la vida. Una gran cuadro con un collage de fotografías de sus nietos y su hijo; las sonrisas familiares aparecen frente a un pastel, un paseo en el parque, un juego. Un librero dedicado al teatro, ahí hay lo mismo un libro sobre Julio Jiménez Rueda que de Juan José Gurrolla.
Tres mesas de trabajo, una de ellas de arquitecto. Un reconocimiento, el más reciente, la Presea FIC que pesa “como el diablo”. “Cuatro personas la sostenían cuando me la dieron, entre ellos el gobernador de Guanajuato, el de Morelos y el director del Cervantino, cuando la cargué casi me voy de frente, no me avisaron que pesaba tanto. ¡Luego la sostuve como media hora mientras hablaba con la prensa”, cuenta mientras se pone una chamarra. Hace frío en el loft de grandes ventanas.
Sobre una mesa sobresale una libreta con el logo de Star Wars. No la usa, no la compró, se la regalaron, pero dice con orgullo: “Mi hijo (Diego Luna) va a salir en una de esas películas”.
Los días previos a la entrega de la Medalla Bellas Artes al escenógrafo e iluminador teatral, por su contribución al desarrollo de las artes escénicas en México, han sido convulsos. Joaquín Guzmán Loera fue recapturado.
“Ha estado tanto tiempo encerrado y luego se escapó, pero lo agarraron y por eso sabemos de él, pero creo que existen muchos otros de los no sabemos nada, ni qué piensan ni qué quieren esos grandes capos que están fuera de la ley. El Chapo, como personaje, me parece hasta simpático. ¿A ti no?, ¿quién no querría saber más de él?”, dice en entrevista.
Luna, por su trabajo es considerado uno de los escenógrafos más notables de México y el extranjero; Julio Castillo lo definió como “un hombre de teatro completo”; Ignacio Retes, “como el hombre más talentoso en el terreno de la escenografía en México”, y Vicente Leñero, en la introducción al libro Alejandro Luna: escenografía, cuatro décadas de teatro en México, escribió: “(Es) el mejor escenógrafo de México por unanimidad”.
Hoy, a las 19:00 horas, recibirá la Medalla Bellas Artes en el Palacio de Bellas Artes. La distinción, dice, la festeja pero, por edad, ya le tocaba. “Si eres más joven no te la dan, esa Medalla es para mayores de 70 años, así que ya me tocaba, creo. Me la iban a dar el año pasado pero quien sabe qué paso, se tardaron. Hay premios que quiero mucho, como el de la Universidad Nacional, que se lo dan a muy pocas personas. He trabajado en la UNAM y le voy a los Pumas, por cierto, estuvo muy bien el último partido, ¿no? A veces me gusta ir a verlos”.
El creador, cuya larga y fructuosa trayectoria lo ha llevado a realizar proyectos con personalidades como Luis de Tavira, Hugo Hiriart, Paul Leduc, Ludwik Margules, Juan José Gurrola, Héctor Mendoza y Alejandro Jodorowsky, entre otros, desayuna sin preocupaciones. De pronto otro tema le interesa: “La recién creada Secretaría de Cultura debería tener más dinero para operar. Al tiempo sus resultados”.
El teatro mexicano, se ha dicho, no se puede entender sin los trazos de Luna. A esta disciplina le ha dedicado su vida y pocas cosas tiene que cuestionarle. “No sé por qué siempre estamos descontentos. Yo, lo único que veo, es que cada vez se hacen teatros más chiquitos y las temporadas son más cortas; pero hay una gran cantidad de obras. Antes se develaban placas por cientos de funciones, ahora hay placas por sólo 25 funciones o por fines de temporadas muy cortas, eso sí lo lamento; no sé por qué pasa eso, así se ha ido organizando la gente. Hay tantos teatros grandes que están vacíos, abandonados, la gente no quiere ir a esos espacios, supongo que quiere estar cerquita de los actores, como los teatros que se hacen en casa. No me da miedo decir que el teatro se está volviendo de close up, de cerquita y para minorías; los espectáculos de la mayorías son el futbol y otras cosas”, lamenta el escenógrafo.
Alejandro Luna es originario de la Ciudad de México (1939). Arquitecto por la UNAM y escenógrafo e iluminador teatral por vocación. Estudió también Arte Dramático con Enrique Ruelas y Fernando Wagner, y escenografía con Antonio López Mancera y Justino Fernández. Luego se especializó en la Universidad de Harvard. Su trabajo lo ha llevado a convertirse en punto de referencia para entender el desarrollo del espacio escénico y el teatro mexicano en su totalidad. Además es una gran influencia en la formación de jóvenes escenógrafos.
Sin embargo, prefiere no analizar la situación del teatro porque, dice, no tiene facilidad para ser “un diagnosticador”. Entender al público y a los teatreros requiere, asegura, de psiquiatras. “Lo que sí veo es que hay teatros chiquitos, ya nadie quiere ir a los teatros grandes. Que haya teatros chiquitos no supone retos para los escenógrafos de este momento, nada más se tienen que hacer las cosas más chiquitas y ya”.
Y agrega: “Hay cosas que no entiendo, por ejemplo, que haya gente muy feliz de hacer y de ver lo que han llamado miniteatro. ¿Qué es eso? Yo no soporto esas cosas. Son vaciladas. Me consta que hay mucha gente a la que le gusta hacer eso, para mí es como entrar a un manicomio donde hay una loca gritando y luego otro loco por allá, nunca se llega a sentir realmente lo que es el teatro”.
También observa una constante en el teatro: está sujeto a las modas de su tiempo. “El teatro depende de la moda, fuertemente. Recuerdo un Fausto de Marlowe que hizo Ludwik Margules en los años 60; se estrenó en momento en el que se hablaba de las carreras espaciales, de las computadoras que seguramente tenían las grandes empresas, de los viajes a la Luna y la perra Laka. Me acuerdo de la escenografía que hice y en un momento Fausto tiene que jalar un cohete, como Jesucristo. Eso era impresionante en ese momento, pero si hoy la vieras, tú que tienes un celular en la mano, pues pensarás que estábamos muy locos. El teatro pasa de moda, definitivamente; pertenece a su tiempo y al de aquellos que lo viven”.
Hay otras modas que han sido intermitentes, van y vienen de vez en cuando, como los espacios vacíos. “En el siglo XIX, el escenario estaba pintado de arriba a abajo, de derecha a izquierda, no había huecos, todo estaba lleno de lo que fuera, tener un escenario era obsceno. Luego se inventó la cámara negra como una postura existencialista de la nada, el uso del ciclorama tenía su razón discursiva de ser; ahora simplemente no hay cosas en la escena porque no hay lana, nada más”.
El creador de escenografía e iluminación para más de 200 obras teatrales y 20 óperas, tanto en México, Estados Unidos, Asia y Europa, dice, siempre ha hecho lo que ha querido. “No todo el teatro me gusta, depende de si lo estoy leyendo o viendo o haciendo, pero sí sé que todas las cosas que hago me gustan, he hecho lo que he querido, si no, ¿para qué? Si uno quisiera hacer dinero, entonces podrías conseguirlo en otros lados. ¿Por qué hacer escenografía? Por una simple razón, porque me gusta. No hay más. Me alegra saber que la formación de escenógrafos ha mejorado mucho en los últimos años, pero sigue siendo ridículo que haya en todo el país una escuela de escenografía y que no haya una sola escuela que forme técnicos, muchos tienen que aprender de sus padres. Por eso, esta Medalla de Bellas Artes la dedico especialmente a todas esas personas que no vemos y que son las que también forman parte del hecho teatral”.