La pluma del viajero

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“El visto bueno”

 Apenas dio papá el visto bueno y empezó la guerra del hambre. Bebo y yo habíamos estado planeando desde hacía más de seis meses que si finalmente daba su brazo a torcer, muchos de nuestros problemas terminarían ahora sí que de sopetón. Para empezar vivíamos en una casa cuya renta y servicios nos eran difíciles de pagar. Claro, había departamentos un poco más económicos, pero papá me crio una casa tan grande y con mucho patio que yo no podía aspirar a menos. Me había graduado en una carrera de gastronomía pero para mi mala fortuna no había empleo más que en taquerías y loncherías que obviamente nada tenían que ver con las muchas recetas gourmet que traía en mi cabeza.En pocas palabras era sí o sí el vivir como me lo merecía por ser de una clase más o menos buena. De hecho yo misma le había dicho a Bebo que si quería algo conmigo, lo mínimo era me diera una casa tan grande como mis sueños y con los muebles de cuentos de hada con los que siempre había imaginado llenar mi casa. El Bebo ganaba bien como pediatra, una carrera que había terminado gracias a que papá en sus últimos años buenos le había echado la mano. Sus buenas notas y unas cuantas recomendaciones lo colocaron en una buena clínica en la ciudad. Eso nos permitió, si no comprar una casa, sí rentar en una colonia de buen nombre.

─Ni se apure papá, sus sables de colección siguen en la pared de siempre, lo que sí pusimos en cajas fueron sus libros.

─No, Maty, esos déjamelos a la mano, mija.

─Pero para que los quiere cerca, papá, si ya ni mira. No se me ponga chiflado.

─Ya sé que casi no veo, pero me gusta tocarlos, olerlos. Por lo menos recordar mis buenos tiempos de lector. Es que nomás escucho que mueven esto para allá y esto para acá, mija, pero no sé dónde están poniendo todo.

─Pero qué importa, papá. Ya le digo, quémás da donde pongamos el buró o la consola si…

─¿La consola? ¿Me la movieron? Esa déjenmela aquí cerca, también los discos de Javier Solís y Jorge Negrete. Es lo único que escuchamos mis amigos cuando vienen los viernes a visitarme.

─Ay, papá, esa consola está bien engorrosa, es enorme y estorbosa. La puse hasta el final del pasillo, pero cuando me pida le ponga música nomás me dice y se la pongo, ¿está bien? Por eso ni se apure. Además, ya hablé con sus amigos, les dije que están canceladas las reuniones hasta próximo aviso… tranquilo, papi, dije que hasta próximo aviso, no que ya no serán. Lo mismo les dije a los que venían al museo que mandó hacer.

─ Pero mija, el museo es de puertas abiertas. La gente viene a ver lo que hemos recopilado del mundo del tenis. Además, el municipio le da mantenimiento, en eso nunca me he metido.

─Papi, ese edificio es tan bonito que bien podríamos usarlo como salón de eventos. Los museos ya no son rentables.

─Ese tema no se toca, Matilde.

Entonces lo deje solo viendo a la nada. Yo lo amaba, pero más a mi esposo y a mis hijos que eran mi presente y al mismo tiempo mi futuro. Ese hombrecito engarruñado y sin fuerza que se la vivía en su enorme sillón de terciopelo rojo  había significado mucho para mí en ese tiempo en el que necesita de algo, de alguien a quien amarrarme, aferrarme para no ser llevada por la horrible bataola de la vida. Mamá se había hartado de sus giras por el país a raíz de sus constantes competencias de tenis y había terminado por dejarnos.

Carmelo llegó al caer la tarde y sin más ni más llenó su camioneta con todos los cientos de tiliches que papá había recopilado a lo largo de su vida. En más de una ocasión el Bebo cuestionaba si estaba segura de tirar esto o lo otro y yo sólo lo miraba con una expresión de hastío pues apego a las cosas de papá no tenía. Lo que él no entendía es que papá ya no miraba, y de nada le servía y ni a nosotros nos era útil tener diplomas, trofeos, raquetas, pelotas, etcétera. Entiendo que el Bebo resintiera que fuera algo dura con eso, pero él me conoció realista.

La realidad se nos vino encima cuando comenzamos a traernos las cosas de la otra casa y nos dimos cuenta que nos faltaba espacio.

─Papi, no se me ponga así. Hágalo por mí, ¿acaso no fui su consentida? Bueno, fui la única, papá, pero entiéndame… no, no, no, no se me eche a chillar que ya está grandecito para eso. El Bebo y yo le acondicionamos el cuartito de huéspedes y se lo dejamos de lujo. Tiene todo, papi, si usted pudiera ver se maravillaría de lo que le pusimos. Ahí están sus sables y su consola con la música que a usted le gusta. Ya sé que no tiene aire, pero hasta en eso pensamos, y ya le pusimos dos abanicos de pedestal… ¿calor? Papi, estamos a finales de agosto, el calor ya se fue. Lo que si le pusimos fue un calentador. Ya después le ponemos clima del bueno… pero no está enojado, papi, ¿verdad que no?

Lo que ese viejito no sabía era que todos los muebles del siglo pasado que existían desde que yo tenía uso de razón, habían sido rematados. Sus colecciones de discos, sables, monedas, sombreros y cuadros antiguos, los regalamos a sus amigos y así, en menos de un año y para fortuna mía, papá murió. Lo habíamos encontrado dando resoplidos en su cuarto cuando luego de volver de un par de semanas en Cozumel. Y es fecha que sigo sin entender cómo es que murió si yo le había dejado todo a la mano. No tenía pierde el llegar hasta el almacén de alimentos, hasta el agua, hasta el baño, hasta todo. Papá era viejo, no taradito, y lo digo porque apenas se me murió llegaron hasta mis oídos algunos dimes y diretes sobre el que era una desobligada y demás.

Papá murió dejándome ahora sí en libertad, pero nunca conté con que igualmente se llevaría a la tumba su pensión, esa que pagaba todos los servicios e inclusive los alimentos. Aun cuando el guardadito de papá era un gran guardadote, si no lo administrábamos bien, en un año se nos acabaría pues lo que el Bebo ganaba se nos iba en ropa, viajes y reuniones con nuestros amigos en los jardines de la casa.

El día que volvimos de Tierra Santa, pues siempre había tenido ganas de conocer la tierra donde había caminado Jesús, papá dio el visto bueno desde el lugar más recóndito donde se encontraba. Nuestras cosas habían sido echadas afuera porque la propiedad había sido destinada a ser un sitio de interés cultural cuyas clausulas bien especificadas de puño y letra de papá, no me mencionaban ni en una posdata. Tragándome el orgullo terminamos viviendo en la vergüenza habitando una casa de interés social que más bien se asemejaba a un palomar. Nuestros muebles de lujo los rematamos para sobrevivir pues la clínica de pediatría donde había estado laborando el Bebo había decidido dar por concluidos sus servicios.

Mientras pudo, papá me dio el visto bueno cuando decidí aprender danza, equitación y baloncesto. Dijo sí cuando elegí carrera y de igual modo cada que pretendía meterme en algo que elevaría mi nivel cultural. Siempre lo hizo. Su Sí para esto, su sí para esto otro fue fundamental en mi vida, por eso, cuando su visto bueno desde el más allá llegó para dejarme en la calle, me lo tragué en silencio porque merecía la miseria en la que me encontraba. Curiosamente apechugué mi situación y no dejé ir una sola lágrima. Sí, papi, está bien, tienes razón. Y siempre la tuvo, hasta el final. Lo malo fue cuando mis hijos comenzaron a venir a casa humillados por sus compañeros que por ser de otra clase muy baja, no soportaban los finos modales de los míos. El visto bueno de papá me obligó a hacer compras en la asquerosa tiendita de la esquina, comprar en el mercado lleno de moscas y lo peor, jamás volver a plazas comerciales porque el Bebo no ganaba ni para ir a comernos unos tacos. El visto bueno de papá me hizo doblarme e ir a su tumba a escupirle primero, pero después a recoger mi escupitajo y pedirle perdón. Entonces lloré anhelando moviera los collados eternos, esos donde según vive Dios para que me levantara el castigo y que con su visto bueno cambiara mi suerte.

Autor: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
EL VIAJERO VINTAGE
@derechosreservadosindautor

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