Sin pretender sonar apocalíptico y mucho menos dogmático, salir a la calle en cualquier parte del mundo significa colocarse la soga al cuello.
Ante la advertencia global de que se es necesario estar en casa para evitar o disminuir el contagio del coronavirus, la apatía es mucha más que evidente. La bota italiana es un claro ejemplo de ineptitud, sordera, ignorancia, incredulidad, fanfarronería y de cientos de adjetivaciones más al creer que la ya denominada pandemia del coronavirus no era algo más que una enfermedad perteneciente a los chinos y de nadie más.
De un día para otro pasaron de diez a cien los contagiados alarmando al territorio italiano. Después fueron doscientos, luego trescientos y así comenzaron a perecer uno a uno aquellos que optaron por la playa, las fiestas, los templos, antes que resguardarse. Luego les siguió España y enseguida los Estados Unidos.
A raíz de todo esto no me cuesta trabajo imaginar a muchos de los israelitas haciendo mofa de la advertencia de Moisés de que el Ángel exterminador pasaría por todo Egipto arrastrando con la vida de todo primogénito. Se les avisó que los dinteles de las casas deberían estar manchadas de sangre simbolizando el sacrificio expiatorio de su dios. Siendo esta la décima plaga venida sobre el pueblo egipcio para impelerlo a dejar ir al pueblo de Israel, la profecía se cumplió cuando al amanecer el clamor de las madres comenzó a llenar el ambiente y por ende, obligando a faraón a dejar ir al hasta entonces cautivo pueblo israelita.
Para muchos del pueblo de Israel que habían perdido la fe en su dios y en su profeta, pintar la entrada de sus casas con sangre sin duda era una entera estupidez. Tal desatino no sólo cargó con los primogénitos egipcios, también con muchos infieles israelitas.Verdad o no, este texto religioso contenido en el Pentateuco, revela en mucho lo incrédulos que solemos ser a la hora de evidenciar la fe en tal o cual deidad o por otro lado, las instrucciones sanitarias o recomendaciones médicas a la hora de una epidemia. Igual se pone de manifiesto cuando un volcán está por hacer erupción; un río por desbordarse o el anuncio de un tsunami. La experiencia y la historia nos tienen evidencias en las que cientos de personas han perecido a causa de su propio empecinamiento por hacer su voluntad.
Versiones del origen de este virus hay muchas. Las más sólidas dictan que este “Ángel exterminador” moderno fue una creación oriental para disminuir la población China. Otra asevera que fue ideada como una estrategia para mover los niveles económicos mundiales a favor de China. Se habla, de igual modo, de una guerra bacteriológica que aunque pareciera novedosa, ya se había implementado en otros tiempos con resultados igualmente letales.
Sea como fuere, el llamado Dragón Chino inyectó en el planeta una terrible dosis de su ingenio para mantener la balanza a su favor. En dicha infusión intravenosa que ya ha llegado a cada uno de los países del orbe, ha quedado de manifiesto que el hombre es capaz de destruirse a sí mismo utilizando métodos mucho más malignos que una bomba nuclear. Ahora, aunque pareciera increíble de creerlo, la humanidad entera mira anhelosa a oriente, aguardando el que ellos, como creadores de tan ametrallador mal, sean así mismos los fabricantes del método para revertirlo. El poder está en sus manos y ellos seguramente lo saben.
El coronavirus oriental llegó al mundo casi casi en silencio y de noche. Ahora, desabastecidos de los necesario o de lo indispensable, el mundo enloquece por doquier como los troyanos al ver salir a los aqueos del enorme caballo de madera.
La evidencia no miente y la experiencia histórica tampoco. Del mismo modo en que los griegos ingresaron ingeniosamente en Troya apoderándose todo cuanto se les puso a su paso, así los chinos tomaron el mundo dejándonos ya no sólo metidos en el miedo de lo que posiblemente pueda suceder, sino cual ladrones del viejo oeste, se han llevado las riquezas de la diligencia asaltada ante la mirada impávida de los sheriff más poderosos del mundo, adieu.
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