COLOMBIA.- Bajo un sol achicharrador a unos pasos de la frontera entre Colombia y Venezuela, cientos de hombres, mujeres y niños hambrientos hacen fila para recibir un plato de arroz con pollo, el primer alimento completo que algunos de ellos tendrán en días.
Se calcula que unos 25 mil venezolanos cruzan a diario el Puente Internacional Simón Bolívar hacia Colombia. Muchos ingresan por unas cuantas horas para trabajar o intercambiar productos en el mercado negro, buscando artículos caseros que no pueden encontrar en Venezuela.
Pero cada vez con mayor frecuencia, llegan a la frontera de 2.200 kilómetros (1.370 millas) de largo para comer en una de media docena de instalaciones que ofrecen un plato de comida a venezolanos pobres.
“Nunca pensé que iba a decir esto”, manifestó Erick Oropeza, de 29 años, un exempleado del ministerio de Educación de Venezuela que recientemente comenzó a cruzar el puente todos los días. “Pero actualmente estoy más agradecido con lo que ofreció Colombia en tan poco tiempo, que con lo que pude recibir en Venezuela durante la mayoría de mi vida allá”.
Las ciudades en la frontera con Colombia, como Cúcuta, se han convertido en testigos de primera mano de la creciente crisis humanitaria de Venezuela derivada del caos político que vive la nación y de su economía al borde del colapso.
De acuerdo con un sondeo reciente, alrededor del 75% de los venezolanos perdió un promedio de 8,7 kilos (19 libras) el año pasado. El gobierno colombiano ha hecho planes de contingencia en caso de un éxodo súbito y masivo de venezolanos, pero desde ya hay iglesias y organizaciones sin fines de lucro que están ayudando a los inmigrantes, motivados por imágenes de madres que cargan bebés hambrientos y hombres flacos tratando de trabajar en las calles de Cúcuta para llevar el pan a sus casas.
Paulina Toledo, de 47 años, una estilista colombiana que recientemente ayudó a dar de comer a 900 venezolanos, dijo que le dolió “en el alma” ver cuán hambrientos estaban.
“Nosotros aquí como colombianos, como cucuteños que estamos en la frontera, estamos viviendo esa misma situación y dolor, de verlos a ellos, cómo están sufriendo”, dijo.
La gente de ambos lados de esta porosa frontera siempre ha tenido un pie en el otro país: Hay colombianos que viven en Cúcuta y cruzan la frontera para visitar a familiares en San Cristóbal; hay venezolanos que hacen la travesía al revés, para trabajar o ir a la escuela.
Durante el auge de la industria petrolera en Venezuela, cuando Colombia era azotada por un conflicto armado que duró medio siglo, se calcula que cuatro millones de colombianos migraron al vecino país. Muchos regresaron cuando la economía venezolana comenzó a implosionar y después que el presidente venezolano Nicolás Maduro cerró la frontera en el 2015 y expulsó a 20.000 colombianos de un día para otro.
Oropeza dijo que ganaba unos 70 dólares al mes trabajando en el ministerio de Educación y vendiendo hamburguesas por su cuenta -el doble del salario mínimo venezolano-, pero que aun así no era suficiente para alimentar a su familia de cuatro.
Una vez al mes su familia recibe una despensa de alimentos del gobierno, pero les dura solo una semana.
Desesperado por obtener dinero para alimentar a su familia, Oropeza dejó su empleo y viajó a la localidad fronteriza venezolana de San Antonio. Se levanta a las 4 de la mañana para ser de los primeros en cruzar el puente hacia Cúcuta, donde gana algo de dinero vendiendo bebidas en la calle.
Oropeza se dirige directamente a “Casa de Paso”, un albergue administrado por una iglesia que ha servido 60.000 comidas a venezolanos desde que abrió hace dos meses. Unos 2.000 venezolanos hacen fila a diario para conseguir un boleto a fin de reservar un lugar y después esperan hasta cuatro horas para que les sirvan comida en mesas de plástico instaladas al aire libre.
Varios empleados preparan pollo y arroz en gigantescas ollas. Voluntarios distribuyen cajas de jugo entre niños de apariencia cansada. Los adultos se sientan en silencio y saborean su plato de comida mientras varios pollos deambulan entre la gente.
Cuando Oropeza no presta ayuda en el albergue o espera en la fila en el lugar vende bebidas por el equivalente a 50 centavos de dólar. Ha logrado llevar dinero para su familia y ya pudo comprarse un teléfono celular, que no había tenido durante dos años.
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