¿Por qué hay una ‘guerra electoral’ en Texas y qué implicación tiene Trump en ella?

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TEXAS.- Texas se ha convertido en el campo de pruebas de una estrategia política extrema que podría redefinir la representación electoral en Estados Unidos. En una sorpresiva sesión especial a mediados de 2025, la legislatura estatal de mayoría republicana impulsa un rediseño de distritos electorales con un objetivo explícito: ganar cinco escaños más en la Cámara de Representantes federal.

De hecho, el senador estatal Phil King, encargado del comité de redistribución, lo admitió sin rodeos en su discurso de apertura: “Mi primer objetivo es crear un plan que elija a cinco republicanos más para el Congreso de Estados Unidos”.

Este nuevo mapa —dibujado a pedido del expresidente Donald Trump según múltiples reportes— prácticamente eliminaría la presencia demócrata en la delegación texana. Actualmente, los republicanos controlan 25 de los 38 escaños federales por Texas (frente a 13 de los demócratas). pero Trump exige más.

“Ganamos Texas y tenemos derecho a cinco escaños más”, llegó a decir Trump, presionando para maximizar la ventaja republicana.

¿En qué consiste la ‘guerra’ en el mapa electoral en Texas?
La batalla en Texas no es un hecho aislado, sino parte de un choque más amplio sobre las reglas del juego democrático en Estados Unidos. Detrás del forcejeo por distritos congresionales subyace el mismo fenómeno que marca las elecciones presidenciales: la posibilidad de que una minoría de votos se traduzca en un control desproporcionado del poder.

Ambos partidos se enfrentan porque Texas es el escenario de un experimento radical: los republicanos intentan reescribir las reglas representativas (redibujando distritos fuera de ciclo) para perpetuarse en el poder incluso como minoría, y los demócratas resisten porque ven en juego principios básicos de la democracia.

Y tiene que ver con el Colegio Electoral porque forma parte del mismo problema sistémico: las estructuras que permiten gobernar sin mayoría de votos. Texas es el “estado bisagra” de un plan mayor —apodado por algunos Proyect 2025— para asegurar que lugares clave nunca cambien de color.

Si el experimento tiene éxito, no solo habría 5 congresistas republicanos más en Washington; también se estaría enviando un mensaje al país de que las mayorías populares pueden ser neutralizadas, ya sea mediante mapas electorales hechos a la medida o mediante las reglas del Colegio Electoral.

La oportunidad en Texas surge por una combinación de factores: la insistencia de Trump y su equipo en “corregir” el mapa a su favor, y un reciente aviso del Departamento de Justicia que cuestionó la constitucionalidad de varios distritos actuales por razones raciales.

Aquí es donde entra en escena el Colegio Electoral, el mecanismo constitucional para elegir al presidente, cuyas distorsiones han beneficiado reiteradamente al Partido Republicano en las últimas décadas. Dos veces en 20 años (2000 y 2016), el candidato republicano llegó a la Casa Blanca pese a perder el voto popular nacional, gracias a la distribución de electores.

Esta ventaja estructural —que permite ganar la presidencia sin apoyo mayoritario— es análoga a lo que ocurre con la manipulación de mapas electorales (Del término en inglés, “gerrymandering”) en estados como Texas: un partido puede retener el poder legislativo aun obteniendo menos votos totales que su oposición, siempre y cuando esos votos estén estratégicamente distribuidos.

Texas, en particular, es pieza clave en este rompecabezas. Con 40 votos electorales (a partir del censo 2020) —el botín más grande después de California— Texas es fundamental en las cuentas de cualquier candidato presidencial.

Los republicanos no han perdido Texas en una elección general desde 1976, y mantenerlo rojo ha sido crucial para compensar derrotas en estados populosos como California o Nueva York. Aunque la disputa actual versa sobre distritos congresionales y no directamente sobre la asignación de electores presidenciales, ambas cosas están relacionadas.

Al trazar mapas que aseguren el dominio republicano en Texas a nivel federal y estatal, el Partido Republicnao no solo suma escaños en el Congreso: también consolida su control del gobierno estatal, lo que puede ser determinante en una elección disputada.

Según la Constitución, los legisladores estatales tienen la potestad de definir cómo se nombran los electores presidenciales de su estado. En escenarios extremos, líderes partidarios podrían intentar (como se temió en 2020) que un estado ignore el voto popular si alegan fraude y designar ellos mismos a los compromisarios del Colegio Electoral.

Para muchos observadores, garantizar que Texas siga bajo férreo control republicano es un seguro contra eventuales rebeliones del electorado: si en el futuro el voto popular en Texas llegara a inclinarse hacia los demócratas, un Congreso y un gobierno estatales monocromáticamente republicanos tendrían la capacidad —legal o extralegal— de frenar ese cambio, manteniendo los 40 votos electorales en la columna roja.

Asimismo, la pelea texana ocurre en un contexto donde cada vez más estadounidenses cuestionan la legitimidad del Colegio Electoral. Encuestas recientes señalan que alrededor del 63% de los ciudadanos preferirían elegir al presidente por voto popular directo en lugar del sistema vigente.

La razón principal es precisamente evitar situaciones de “gobierno de minoría”, en las que un partido obtiene el poder sin respaldo mayoritario. Los demócratas abogan mayoritariamente por esta reforma, mientras que los republicanos se aferran al Colegio Electoral —al igual que a los mapas sesgados— porque reconocen que esos mecanismos inclinan el campo de juego a su favor.

Como resumió el excongresista Beto O’Rourke en un mitin durante esta controversia, Trump y sus aliados buscan “consolidar un poder autoritario”: saben que muchas de sus políticas son “profundamente impopulares” a nivel nacional, por eso dependen de instituciones anticuadas (como el Colegio Electoral y un Senado desproporcionado) y de maniobras como el gerrymandering para “destruir la democracia tal como la conocemos” y seguir gobernando.

Los demócratas ‘huyen’ para impedir esa ley
El gobernador Greg Abbott convocó a la sesión especial bajo el argumento de atender esas “preocupaciones constitucionales” señaladas por Washington. Sin embargo, los demócratas y numerosos analistas sostienen que esa justificación legal es apenas una pantalla.

En realidad —advierten— la redistribución a mitad de década es altamente inusual (Texas no rehacía un mapa a mitad de camino desde 2003) y responde sobre todo a la urgencia política de blindar la exigua mayoría republicana en la Cámara federal de 2026 ante el posible declive electoral de Trump en las presidenciales.

Los motivos republicanos tras esta operación han sido señalados como un abierto “agarre de poder”. Según denuncian líderes demócratas, la meta es diluir la influencia de votantes opositores —sobre todo comunidades minoritarias— repartiendo sus concentraciones entre distritos dominados por votantes blancos conservadores.

“Están anteponiendo un plan ordenado desde Washington D.C. por encima de la representación real de Texas”, reclamó el congresista Joaquín Castro durante una audiencia, acusando a sus colegas estatales de seguir “las órdenes de Trump y la Casa Blanca” en vez de velar por la población texana.

Organizaciones cívicas han subrayado que esta propuesta profundizará la histórica discriminación electoral en Texas: líderes de LULAC y la NAACP señalaron que los mapas actuales ya infrarrepresentan a votantes latinos y negros, y que cortar en pedazos los distritos demócratas urbanos solo empeorará esa desigualdadtexastribune.orgtexastribune.org. Aun así, la dirigencia republicana en Texas “sabe lo que hace” y persiste.

Frente a esta ofensiva, los demócratas texanos recurrieron a una medida extrema: abandonaron el estado para impedir el quórum legislativo necesario para aprobar el nuevo mapa. A finales de julio, decenas de legisladores demócratas de la Cámara estatal tomaron un vuelo fuera de Texas, siguiendo el ejemplo de célebres fugas legislativas del pasado (en 2021 ya lo habían hecho para frenar una ley electoral restrictiva).

Esta vez viajaron a lugares como Illinois, California e incluso Washington D.C., buscando apoyo de figuras nacionales y poniendo distancia de la jurisdicción de la policía texanaapnews.comapnews.com. La huida logró congelar temporalmente el proceso: sin suficientes diputados presentes, la Cámara de Texas no pudo iniciar la votación del mapa impulsado por Trumpapnews.com.

La maniobra, sin embargo, conlleva riesgos. El gobernador Abbott calificó la situación de “terrible” y amenazó con expulsar o incluso arrestar a los legisladores ausentes si no regresan al Capitolio.

“Si no vuelven, serán detenidos y escoltados de regreso”, advirtió, apoyándose en opiniones legales controvertidas del fiscal general Ken Paxton que sugieren que la policía estatal podría “obligar físicamente” su asistencia.

Los demócratas rechazan esas amenazas como “trucos de humo y espejos”, afirmando que Abbott carece de autoridad real para concretarla —sobre todo si ellos permanecen fuera del estado, donde la jurisdicción texana no alcanza. En la práctica, esta táctica de walkout solo puede retrasar la aprobación del mapa, no bloquearla indefinidamente.

“Haremos lo que sea necesario”, afirmó el líder demócrata Gene Wu, “aunque no sabemos aún cómo terminará esto”.

Efectivamente, el historial no favorece a los fugitivos: en 2003, los demócratas de Texas huyeron tratando de frenar otra redistribución y finalmente los republicanos la aprobaron; lo mismo ocurrió tras 38 días de exilio en 2021 con una ley electoral restrictiva.

No obstante, la salida de Texas logró algo crucial para los demócratas: nacionalizar el debate. Fuera de Austin, los legisladores texanos en exilio iniciaron una gira mediática y política para denunciar el “golpe” a la representación. Se reunieron con gobernadores aliados como Gavin Newsom (California) y Kathy Hochul (Nueva York), quienes públicamente respaldaron su causa y coincidieron en que la pelea trasciende Texas.

“Su causa es nacional”, dijo Hochul, flanqueada por diputados texanos en Nueva York. “Si los republicanos están dispuestos a reescribir las reglas para darse ventaja, no nos dejan opción: debemos hacer lo mismo. Hay que pelear fuego con fuego”.

De hecho, la confrontación en Texas ha detonado lo que algunos analistas llaman una “carrera armamentista” de manipulación de distritos electorales: ante la movida texana, líderes demócratas en estados bajo su control —como California, donde existen comisiones independientes— consideran redibujar sus propios mapas para recuperar ventaja.

La realidad es que los republicanos están explotando todos los mecanismos legales a su alcance para asegurar su posición, y los demócratas, tradicionalmente defensores de mapas equitativos, ahora sopesan responder en especie.

“No hay obligación de hacer esto en absoluto… en absoluto”, recordaba con frustración el diputado estatal Joe Moody, enfatizando que Texas no tenía por qué reabrir mapas a mitad de ciclo salvo por la presión política. Pero aquí están, librando una batalla sin cuartel por las líneas que deciden el poder.

No todos están de acuerdo con cambiar el mapa electoral
Mientras los políticos se enfrentan en despachos y tribunales, en Texas la ciudadanía también ha alzado la voz. En una serie de audiencias públicas en el Capitolio estatal de Austin, multitudes de tejanos comunes —activistas, líderes comunitarios y votantes de a pie— acudieron para condenar lo que perciben como un atropello antidemocrático.

“Cuando vi lo que estaban haciendo aquí, me enfurecí”, declaró Christy Stockman, residente de Corpus Christi al diario Texas Tribune, describiendo la maniobra como “un engaño monumental con una rapiña de poder incluida”.

Testimonios como el suyo se repitieron durante siete audiencias maratónicas por todo el estado, donde se inscribieron más de 170 ponentes por sesión y se acumularon miles de comentarios públicos en los registros oficiales.

El mensaje fue casi unánime: la redistritación a la carta de Trump “no tiene nada que ver con representar mejor a la gente”, como afirmó el representante demócrata Jon Rosenthal, “es todo lo contrario: es una toma de poder a expensas de las comunidades negra y latina”.

Sin embargo, esas voces chocaron con una mayoría republicana determinada a seguir adelante. Muchos ciudadanos expresaron su frustración ante la sensación de futilidad.

“No hay consecuencias reales de lo que digamos”, lamentó Gary Bledsoe, presidente de la NAACP Texas, acusando a los legisladores de hacer solo “tick the box” (cumplir el trámite) antes de aprobar el mapa que “Trump quería ver”.

Aun así, los demócratas locales no cedieron a la resignación: cada intervención en la audiencia fue utilizada para ganar tiempo y dejar constancia en actas. Los senadores demócratas en el comité, aunque minoría, aprovecharon para incomodar a sus colegas.

El senador local Boris Miles, por ejemplo, logró que el presidente del comité reconociera que el mapa ni siquiera fue dibujado en Texas sino por estrategas del Comité Nacional Republicano de Redistribución con sede en Virginia.

“El hombre que dibujó este mapa vive en Virginia”, remarcó Miles ante las cámaras, subrayando la injerencia externa. Otro legislador demócrata espetó a sus pares: “¿Van a seguir órdenes de Trump o a hacer el trabajo del pueblo de Texas?”.

La tensión acumulada en estas maratones cívicas alcanzó su pico en un insólito incidente ocurrido durante una audiencia en Austin. Con la delegación demócrata ausente por la huida, la sala estaba dominada por legisladores republicanos y ciudadanos indignados… y también por algunos partidarios acérrimos del mapa.

Uno de ellos, un anciano conocido en el Capitolio como “Pastor Dan” Chandler, acudió con un andador adornado con banderas de Estados Unidos, Texas y la Confederación, rodeado de pancartas negacionistas (contra el cambio climático, contra la comunidad transgénero, etc.). Vestía una camiseta religiosa y una gorra roja con la leyenda “Ultra MAGA”.

Al tomar el micrófono, Chandler se mostró impaciente: minimizó las preocupaciones de otros ponentes “Hablan de la inundación… Están haciendo algo al respecto aquí mismo”, dijo, restando importancia a recientes desastres locales– y luego lanzó una arenga racial y partidista.

“Lo mejor que pueden hacer por nosotros es declarar republicanos todos los distritos. Lo mejor que pueden hacer por la gente negra, la gente blanca, la gente latina, por todos, es volver rojos los distritos y quitárselo a esta gente”, exclamó Chandler, refiriéndose a los demócratas.

Y señalando a la siguiente oradora —una mujer de camiseta lavanda con la frase “We Peaked With Ann Richards (Llegamos a la cima con Ann Richards)”— remató: “Lo mejor que podrían hacer es quitárselo a ella”, sugiriendo arrebatarle su voz política.

La sala quedó perpleja. La aludida, Lori Jensen, se levantó indignada: empujó una silla hacia Chandler, agarró sus pertenencias y salió furiosa de la sala. Minutos después, Jensen –de 65 años, al igual que Chandler– se enteraba de que el “Pastor Dan” acababa de denunciarla por agresión.

El leve golpe de la silla en la pierna del anciano bastó para que, por su edad, la acusación se considerara un delito grave. Incrédula, Jensen protestó: “¡Yo también tengo más de 65!”, pero de nada sirvió. La policía estatal le colocó las esposas y se la llevó detenida.

La imagen de una activista demócrata septuagenaria siendo arrestada —por empujar una silla mientras el provocador ultraconservador sonreía impune— fue quizás el símbolo más crudo del desequilibrio de poder en estas audiencias. “A esta gente no se les puede avergonzar”, comentaría después un observador, señalando que el sistema pareció obedecer el mandato del Pastor Dan de “quitárselo” (el poder de opinar y votar) a quien disentía.

De hecho, reflexionó la cronista Ana Marie Cox, si Jensen es finalmente condenada por un delito grave, perdería el derecho al voto en Texas —irónicamente cumpliéndose el deseo de Chandler de “quitarle eso”.

Para ella, el rediseño de Texas es la fase final en la búsqueda de un dominio nacional de una minoría —o peor, la instauración de “una clase dirigente no electa”— lo que explica por qué el Partido Republicano abraza políticas tan impopulares: “Planean un futuro en el que no tengan que preocuparse por lo que la gente quiera”

Este altercado surrealista evidenció el ambiente enrarecido de la lucha política texana. Mientras un bando dicta todas las reglas, al otro lo arrastran esposado por mover una silla. “¿Cómo llamarían a un sistema así?”, preguntó retóricamente una ciudadana en la audiencia.

La pregunta pesa en el aire de Texas: muchos temen que la respuesta sea “autocracia” o “fin de la democracia significativa”. Sin llegar a esos extremos, queda claro que los procedimientos tradicionales —debate público, presión moral, vergüenza política— poco efecto tienen sobre una mayoría que actúa “de forma mecánica, fría, ejecutando un plan sin preocuparse por perder el poder”.

Para los republicanos texanos, el riesgo de represalia electoral es irrelevante; confían en construir un sistema donde no tengan que volver a pedir permiso a la mayoría para gobernar.

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