Esta noche definitivamente quise ser yo, ser mexicano y por qué no, presumirlo en Facebook.
Hoy, Día de todos los Santos, me ocupé en visitar a mis pequeños hermanos que aunque ni conocí, mi madre me habló mucho de ellos. Me impresionó ver el cementerio a un 60% en visitas. No es común cuando ese porcentaje es del día 2 de noviembre. Tanta vida había en el panteón que me alegré sinceramente de ser, como dije al inicio, muy mexicano. Amamos a los muertos, esos que siguen bien vivos en nuestro corazón. Han saltado la valla a otra dimensión, esa a la que un día nosotros igualmente iremos.
Creemos a ojos cerrados que aunque se han ido, esta noche volverán. Mientras los deudos se dedican a ataviar su sepultura podemos sentir su presencia gracias al amor que se expresa en el sencillo acto de estar ahí, a su lado y creyéndolo presente. Se ama la glotonería porque estamos al tanto que ellos comen junto a nosotros; nos carcajeamos porque nos sabemos secundados de sus risas; cantamos las de Juanga, Vicente y Chavela Vargas tan fuerte y tan hondo porque hasta eso creemos escuchar sus voces junto a las nuestras.
Enfrentar la ausencia de alguien que ha significado mucho para nosotros no es algo que se alivie con el tiempo como muchos se han dado a la tarea de exponer. Creo que el olvido viene con el consuelo. Es justamente eso, el consuelo, el peor enemigo de quien se ha ido por el lúgubre camino de toda la tierra. Me parece ilógico que se desee el alivio a los deudos cuando es lo menos que debemos desearles. Los muertos se convierten justamente en muertos, cuando el velo del olvido se nos echa encima. Mueren cuando el consuelo se aparca en el alma y empieza a carcomer, como termita, el corazón del que se queda. Claro, no es que debamos vivir por siempre con el dolor a cuestas, no, no es eso, pero hemos de optar con conservar el recuerdo de quienes se han ido en una buena parte de nuestra alma. El consuelo llega mucho más pronto a quien amo mucho menos. El que se abocó a amar siempre tendrá un espacio en su día a día por quien se ha ido.
Hoy que los vientos fríos del norte nos acarrean nostálgicos aromas a flor de cempasúchil, garra de león y claveles, sabemos que es noviembre y que por ser el onceavo mes del año, los nuestros esperan que vayamos a ellos con gratitud.
Para el resto del mundo esta tradición mexicana es una verdadera locura, más cuando se enteran, por ejemplo, que en Pomuch, Campeche, los familiares sacan de los sepulcros los huesos de sus seres queridos para honrarlos. En definitiva qué orgullo el ser mexicanos, el amar tanto y desear tal vez como un engaño como lo es para el extranjero, el consolarse con una festividad tal para que duela menos.
Hasta hace muy poco la llegada del Día de Muertos significaba algo valioso para mí. Lo vivía como una linda tradición de mi gente, de mi ciudad. Amaba andar con mi familia caminando por las calles del cementerio conversando y comiendo una cosa u otra. Amaba encontrarme con amigos de infancia y a conocidos que hacía tiempo que no veía.Pero fue a raíz de la muerte de mi madre hace unos cuantos meses atrás que le di a esta acción comunitaria un valor inconmensurable. Sí, un valor más puro, limpio, algo mucho más infinito. Por primera vez desde que yo lo recuerdo, nos hicimos a la tarea de elevar un altar familiar en honor a esa mujer. Sí, me ocupé en comprar todo lo necesario y crear algo tan colorido como lo fue su vida. Agregué tantos accesorios como pude para que al tiempo de su llegada a casa, pudiera encontrar sus recuerdos y yo, esa linda sonrisa suya tan limpia y decorada en rojo.
En cierta ocasión el escritor Carlos Fuentes dijo que para crear se debería estar conscientes de las tradiciones, pero que para mantener dichas tradiciones se debe crear algo nuevo. Ya lo creo que sí, hoy justo este día en el que todos los mexicanos recibimos a nuestros muertos en casa podemos certificar dicha frase.
Y lo vuelvo a repetir, esta noche concluyentemente quise ser yo, ser mexicano y presumirlo en redes sociales. Me tomé tantas fotos con mi madre extinta, fotos en las que aunque sólo aparecía yo con mi amplia sonrisa, sabía que dentro de todo ese colorido estaba ella también de fiesta.
Concluyo diciendo que un pueblo no puede presumir que es literalmente libre mientras que dicha libertad no esté arraigada en sus tradiciones, en sus costumbres y estar impregnados e identificados con ellas. Adieu.
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