IRAK.- Haura no sale casi nunca de casa. En su pueblo del sur de Irak, los demás niños no quieren acercarse a la pequeña de cuatro años porque padece una enfermedad rara que cubre su piel con una gran mancha negra tapizada de pelos.
Su familia, que se desespera ante su aislamiento y esa enfermedad que podría volverse maligna, no encuentra solución. Su falta de recursos económicos le impide plantearse una operación, que debería llevarse a cabo lejos de su pueblo de Wahed Haziran, en la provincia agrícola de Diwaniya, a 200 kilómetros al sur de Bagdad.
Los padres de Haura la visten cada día con ropa de manga larga y cuello alto, pero no logran ocultar la enfermedad. Los pocos centímetros de piel visibles en su cuello dejan ver la mancha negra que provoca las humillaciones y el rechazo de los demás.
‘¿Cómo se portarán los demás niños con ella? No podemos garantizar que esté a gusto en una escuela y es el mayor obstáculo para su futuro’, lamenta esta iraquí, cubierta con el largo velo negro tradicional en su país.
Haura nació con un nevus gigante, un inmenso lunar cubierto de pelos que se extiende por sus hombros, una parte de su torso y toda su espalda.
‘Sin tratamiento en Irak’
Esa mancha ‘la molesta y le provoca picores, sobre todo en verano’, en un país donde las temperaturas superan a menudo los 50ºC en esa estación, explica su madre.
Pero, más allá de la incomodidad, el nevus podría convertirse en melanoma, es decir, en un cáncer de la piel ‘que puede ser fatal’, indica el dermatólogo Aqil al Jaldi.
El tratamiento más eficaz es un trasplante de piel, sesiones de láser y un seguimiento psicológico, asegura. Algo imposible de conseguir en Irak donde el sector médico, afectado por una década de embargo internacional, quedó muy malparado tras 15 años de violencia y corrupción.
Los médicos a los que acudió la familia afirmaron que la niña era un caso único.
Hemos visto a varios médicos, y todos nos han dicho que no había tratamiento disponible en Irak. Todos dicen que hay que ir a un centro especializado en el extranjero, recuerda la madre de Haura.
Pero ‘no podemos pagar el viaje ni los gastos médicos. Lo que tenemos apenas nos da para vivir y enviar a sus cuatro hermanos y hermanas a la escuela’, cuenta Alia Jalif, cuyo marido, mayor y enfermo, no trabaja.
Afuera, en las calles del pueblo, los niños son categóricos.
Aunque nos lo pida el profeta, no jugaremos con ella.
Así que, cada día, escondida tras la puerta de su casa, Haura observa cómo sus hermanos y hermanas se van a la escuela en compañía de otros niños.
Luego, condenada a estar sola hasta su regreso, permanece sentada en la pequeña casa familiar de ladrillos y tierra batida.
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