“Abuso animal”
Hace un par de días venía de mi trabajo y al cruzar por el puente peatonal, vi la tragedia a unos cuantos metros y desde arriba. Una motocicleta arrolló a un perra que cruzaba inocentemente la avenida y seguida por sus cachorros. El chofer, lejos de detenerse siguió su camino dejando una estela de sangre y muerte ante la mirada igualmente inconsciente del resto de los choferes de autos y transeúntes. Cuando pisé el último peldaño de la escalera, un par de mujeres levantaron al animal y a los cachorros y se los llevaron sin rumbo conocido.
El pesar estaba en mi corazón y llegando a casa escribí lo siguiente:
“El costal con perritos dio contra el tronco de mezquite llegándome un par de leves chillidos. Don Tutuy no sólo dejó el bolso con cadáveres destripados en el suelo, también la última camada de La Pinta y unas monedas en mi mano para comprar lo que se me diera la gana.
La perra me había seguido desde la casa hasta esa parte del monte en la colonia Del Seis. Don Tutuy de La Fuente así era, un hombre salvaje, sin piedad y dado a quitar de su camino todo aquello que le robara tranquilidad. Toda la chavalada del barrio le teníamos miedo, pero cuando se trataba de propinas por ir a tirar atrás de la Sección 14 los perros o perritos que él mismo mataba, se nos olvidaba.
La Pinta era mansita, tierna y de ojos tristones; manchada estaba de colores negros, café y el resto blanco. Por vivir en barrio bajo siempre andaba percudida y por no ser de buena cuna, a expensas de cualquier perro malandrín que quisiera hacerla suya.
Entonces ahí iba, tras de mí que llevaba al hombro un costal con sus crías muertas. Aullaba de vez en vez y por más piedras que le lanzaba terca me seguía por ese camino de piedras calientes y ennegrecidas. De tantas veces que le habían matado a sus crías era la vez primera que me descubría la ruta.
Nadie lo sabe, pero dicen que Pinta era de unos mentados Neaves de la Comercial, eso dicen. El hombre arreglaba bicicletas y a su mujer no le gustaban los animales, por eso, al primer descuido, le había tirado a la perra en los terreros de la Rovirosa; pero tan vaga y buscando sobrevivir, La Pinta había terminado por venir a dar al Seis y lo peor de todo, engreírse en casa de Tutuy, que mucho la maltrataba.
Todo el barrio quería a La Pinta, por seria y nunca dada al escándalo. Yo siempre creí que era perra fina venida a menos, y es que algo tenía en sus facciones, modales y maneras coquetas de correr.
Corrí intentando escapar de la triste mirada de Pinta. Terminé más lejos de mi objetivo y cuando llegué cerca de la laguna de oxidación, me senté agotado a un costado del puente peatonal. De cuando en cuando pasaban camiones dejando una leve lluvia de polvito de carbón en mi cabeza. Ella ya no estaba. Entonces hice lo de siempre, vaciar el costal y echarles tierra encima a los cadáveres.
Un leve chillido me inquietó en el último montón de tierra sobre los chiquillos. Uno estaba vivo. Me arrodillé y lo tomé en mis manos. Me ericé porque era tan suave y aunque sus ojos seguían cerrados, sentía que me miraba. Era pintito, como su mamá, pero con más manchas negras que cafés. Entonces me llegó Pinta por atrás y empezó a menear la cola y lamer a su único crío vivo.
Volví a casa, pero al darse cuenta Tutuy de La Fuente que había conservado uno, se indignó tanto que me pidió le devolviera los pesos. Se los aventé en los pies y le grité llorando que nunca me volviera a pedir que tirara los perros. Apenas tenía ocho años y mi alma seguía algo limpia.
Al día siguiente y cuando volvía de la tortillería, Hugo Nagafuchi y Reynaldo Z Cruz llevaban a Pinta arrastrando por enfrente de la escuela Amado Nervo. Su lengua, llena de tierra, pelusas y basuras parecía ir barriéndolo todo. El corazón me tronó cuando mis amigos me dijeron que don Tutuy le había metido la cabeza en la horqueta de la muerte, y que no era otra cosa que dos brazos de un mezquite en forma de V y en la que el hombre solía ahorcar a los perros que, para su mala suerte, iban a dar a su casa.
A escondidas y para no parecer mariquita, corrí hasta los terreros de carbón para llorarle a Pinta… quién lo iba a decir, a los dos años Tutuy quedó ciego y solo, bueno, ni tan solo porque Pintito siempre estuvo ahí junto a él, cuidándolo y gruñendo cuando algún desconocido intentaba entrar en su casa. Pintito era como su mamá, noble, de ojos tristes y amigo de todo el barrio. Cuando enterraron al viejo Tutuy, nadie le aulló tanto como ese perro pinto que nunca se había dado por enterado que había quedado huérfano por ese al que tanto quería y cuidaba.
En 1978 me gradué de la Narro en Saltillo y me especialicé en leyes en el Distrito Federal. Aprovechando que ese año se hablaba por todos lados de las nuevas disposiciones universales de protección animal, comencé a meter mi cuchara, e influyendo en mis amigos del senado, esa ley se hizo efectiva en México. Nunca había dejado de pensar ni en Pinta ni en Pintito, mucho menos en todos esos animalitos domésticos asesinados diariamente en el mundo. Cuando las firmas estaban sobre el papel no pude dejar de recordarme corriendo a campo traviesa y llorando a mis ocho años por la muerte de Pinta a manos del malvado Tutuy de La Fuente, pero eso, eso lo conservo muy dentro de mí corazón.
Autor: Juan de Dios Jasso Arévalo
Facebook: El Viajero Vintage
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