La pluma profana de El Markés

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“Cuando los padres se van”

Una cosa muy distinta es cuando un padre o una madre se van bendecidos por una suave muerte, y cuando se van porque así lo quisimos los hijos llevándolos a un sitio de reposo, estancia o asilo. Hacerlo, aunque muchos no lo quieran aceptar, es un acto de cobardía enorme.

Esto me trae al recuerdo el testimonio puro y perfecto de una buena amiga que al contarme su historia, simplemente me dejó enteramente mudo y el alma deshecha.

Cuando a mamá la embistió el toro, mis 9 hermanos vinieron de todos lados a verla; cuando nos dijeron que le habían detectado un cáncer durante la cirugía, todos desaparecieron. Yo era el número 10 y más chico en la lista. Por voluntad de mi padre era el más indeseado y por la de ella, el más feo. Más claro ni el agua. Nunca fui la joya de la casa con todo y que desde niño juntaba cartón, papel periódico, vidrio y otras cosas más que iba a dejar a la tienda de don Román. No éramos ni pobres, ni ricos, papá le había dejado pensión a mamá cuando este había muerto molido en una harinera. El mal humor de mamá, y el hacernos sentir que no existíamos de papá, hacían de nuestra casa un infierno. Pero yo quería a mamá y la justificaba porque éramos muchos para ella. A leguas se le veía la desesperación y yo, el único que se daba cuenta, no podía dejar que todo se quedara así. Por eso me salí a los nueve años a vender paletas. Siempre vendía todo y toda la ganancia se la daba a mamá… pero siempre me trataba con desdén. Mis hermanos se fueron todos apenas supieron que podían aparearse. Las novias salieron panzonas junto con mis hermanas con sus novios. Yo permanecí encargándome del rancho y de mamá. Novia nunca tuve. Mamá me decía que yo debía de ver por ella, que mis hermanos y hermanas eran unos desagradecidos. Mamá les lloraba mucho, a cada uno. Las fotos de ellos estaban por doquier. Del pecho le colgaba una medallita con la foto de Trini, el niño once que murió a los dos años.

El día que mamá fue cornada, yo andaba en la frutería. Cuando llegué a casa ella agonizaba a un lado del corral. La metí a la casa y fui por una ambulancia. Luego de una hora de espera llegaron. Mis hermanos fueron tan veloces como pudieron. Lloraron mucho, yo sólo los miraba. Conocía a cada uno y sabía lo falsos que eran. Esa misma tarde, luego de llorar, todos se fueron. Dos días después el médico anunció la fatal noticia. Mis hermanos me culparon de todo, hasta de que le hubiera dado cáncer. Yo callé. Ya en casa y estando todos presentes les dije que arreglaran sus horarios para cuidarla. Todos tenían responsabilidades y se excusaron. Volví a callar. Mis hermanas iban de vez en vez y siempre con prisas. De cuando en cuando me llevaban despensa, bueno, me la enviaban porque temían les dijera que se quedaran. Me entregué a mamá como si fuera su padre. La cuidé lo más que pude. Ella no lo miraba, pero yo lloraba más que todos. Lloraba y me ocupaba. Le sobaba las piernas, le peinaba sus cabellos plata y le contaba historias. No sé cuántas cremas me acabé en su arrugada piel, pero amaba a esa viejita que me causaba eso, mucho amor. Solo Dios sabe lo que batallaba cuando la bañaba y le ponía sus pañales de tela. Yo la inyectaba y le hacía ver al despertar, que sus otros hijos habían ido a verla, pero que ella estaba dormida. Me dolía verla llorar al saber que no la visitaban.

Un día le piqué por accidente una pierna con el segurito del pañal. Se molestó mucho y me gritó tantas cosas. La escuché sin decir nada pues necesitaba sacar todo eso que la atormentaba, grito, gritó y gritó hasta un ¿por qué mi hermana te dejó conmigo? ¡¡Por atenderte se me murió Trinito!!… y me quedé mudo, mudo y destrozado hasta el día de hoy. Comprendí entonces todos sus malos gestos contra mí desde niño y de cómo dejaba el dinero que le daba ahí, de lado, como si no valiera nada. Lo de feo no me lo inventé yo, diez, doce, quince, treinta, sesenta veces me lo dijo. Y me miraba al espejo y Raúl, Jaime y Teodoro, mis hermanos, eran de verdad feos… pero no dejé de quererla con todo y que por toda una semana no me brindara ni una mirada. Seguro estaba que no era por el piquete, era por lo que me había dicho.

En Navidad, cuando mis nueve hermanos estaban con sus familias y ella y yo solos, me dijo Feliz Navidad, mijo. Entonces mis labios comenzaron a temblar. Por primera vez me doblé ante ella llorando como un niño y en sus piernas.

Mamá murió el 5 de enero de 1989. Yo morí con ella. En el sepelio mis nueve hermanos llevaron hermosos arreglos, enormes… ¿tú no trajiste nada?, me dijo molesta una de mis hermanas. De pronto la caja no se veía y la sala de la casa, donde teníamos a mamá no cabían más deudos.

Mis hermanas fueron varios días al cementerio a verla. Otros una vez al mes y yo nunca.

Hice con mamá lo que era mi deber hacer. Jamás por obligación. Hoy la llevo conmigo como un amuleto. Nunca les reclamé a mis hermanos mayores del porqué de su secreto, no tenía caso. Hoy estoy ya mayor y aquí, cuelga sobre mi pecho la medallita de Trini, ese niño que murió por mi culpa, por mí que ni era de esa familia y que sólo había llegado a convertirme en el indeseable, el feo, pero no importaba, di todo de mí y eso vale mucho más que no ser sangre de su sangre. Te echo de menos mamá, jamás iré al cementerio, y eso te lo juro, porque te tengo aquí, allá que vallan los que fingen quererte. Aquí en casa tus rumores existen a pesar de los años. Tus aromas siguen llenándolo todo, todo, porque sé que sólo mueren aquellos que son echados en el pozo del olvido.

Entonces ¿pueden notar la diferencia entre la muerte señalada y la muerte en un sitio de olvido como un asilo? No lo pienses ni un momento más y ve tras de tus viejos, rescátalos y tráelos a casa. Si fueron ellos los que te enseñaron a sobrevivir de pequeño, ¿Por qué no despedirlos honrosamente hasta que Dios decida su fin? Adieu.

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