“SUEGRO”
No llore, suegro, aquí estoy pa usted, ¿pos pa quién más? Deje a ese méndigo de su hijo que haga lo que quiera, pero hacer desmanes, aquí ya no, se lo aseguro.
Al día siguiente llegó la policía, tumbó a golpe de patadas la puerta tapiada con maderas y tras tumbarme al suelo, me esposaron. Desde ahí, desde mi derrocamiento en una lucha proteccionista vi los ojitos tristes de don Clotes sabiendo que su fin estaba cerca.
La demanda en mi contra no sólo incluía violencia doméstica, también secuestro e intento de asesinato. En la corte grité desesperada mi inocencia, pero todo me acusaba. Él se había presentado con una herida en la cabeza y había mostrado fotos donde según él, agredía a su padre en el día a día. La imagen que terminó por hundirme fue una foto vieja en la que según asfixiada a ese hombrecito que tanto quería.
Dentro de la prisión pasé las de Caín a manos de otras reclusas que quién sabe cómo, sabían de mí y de esa farsa que terminó condenándome a cinco años de cárcel.
Ni una semana pasó cuando me enteré que las nietas qué vivían en Monclova se habían llevado a don Clotes a vivir con ellas porque el malnacido de su hijo lo tenía metido en un tinaco. Bendito dios que pese a los cuarenta y tantos grados no se murió pues lograron rescatarlo a tiempo.
Las fotos condenatorias me empinaban bien y bonito. No había ediciones y habían sido tomadas a escondidas y con el claro fin de atraparme.
Don Clotes no siempre fue viejo, y yo tampoco pendeja. Cuando el viejo no pudo más y yo me propuse dejar de ser la abusada por mi marido, todo cambió. El anciano era más que amable y veía por mí cada que me ponía mal por las horribles dolencias del cuerpo de las que padecía de siempre. El Julio era malo, pero qué digo, una bestia. Le gritaba a su papá diciéndole que era un mantenido cuando desde que yo me acordaba, le robaba su pensión y vivíamos ahí en su casa. La noche que golpeó a su papá y lo dejó sangrando, me lie a golpes con él y después de dejarlo herido, pues deje de ser la débil, me tomó una foto en la que parecía que yo había golpeado al anciano. Igual cuando le sacaba la calceta de la boca que él le había metido y justo ahí, sentí el flash en mi cara. Cuando se me cayó de la cama e intentaba subirlo yo sola, igual vino otra y claramente se veía que lo estaba maltratando. Muda y demeritando mis explicaciones fui prisionera.
El invierno de 1989 fue el mero bueno. El viejo tenía algo de vitalidad y yo, con tos, temblaba de frio a punto de morir. Don Clotes hacía cuanto podía para mantenerme tibia sin lograrlo. Me pedía paciencia y fe, pero nunca había sido creyente. Cuando creí que moriría le dije que lo quería mucho y que se cuidara, me preparó un último té de jengibre, se puso a renegar de su hijo y terminó por meterse a la cama conmigo, abrazarme y rezar por mi sanación. Dormimos y milagrosamente su calor me mantuvo viva, pero no la imagen que Julio tomó antes de golpear a su padre por estar con su esposa. Ser acusada de adultera fue una vergüenza pública. Don Cleto, apabullado por la situación no dijo nada.
Las pláticas que tenía con mi suegro eran eternas. Cuando me dijo que la muerte de su querida esposa no había sido un accidente, supe que estábamos parados en terreno peligroso. Julio era una bestia en toda la extensión de la palabra.
Salí de la prisión intentando renovar mi vida. Ingresé a una preparatoria abierta pues traía entre ceja y ceja estudiar enfermería. Tomé al mismo tiempo varios cursos de primeros auxilios y enfermería básica. Luego de cuatro años de estudios intensivos comencé mis prácticas finales. La escuela me acomodó por la mañana en el Centro Médico Aristóteles, en el Barrio Campestre, y por la tarde en el Senectud 2000 de la colonia Brisas. Era un horario agotador, pero valía la pena. Mi primer día en el Senectud me designaron el área de urgencias. Estaba tranquilo, hasta que una media noche llegó una mujer con un hombre desvanecido en una silla de ruedas. Al acostarlo en la camilla reconocí de inmediato a don Clotes. No lo podía creer, casi ochenta años y el hombre seguía vivo, y yo pensando que estaba en cualquier panteón de la ciudad. Tenía el cráneo roto y se desangraba. Me reconoció al momento y me apretó la mano. Me conmocionaron sus ojitos llorosos y sus encías desdentadas. Mientras la mujer estaba en la sala de espera llamé a la policía. Todo desencadenó en que esa mujer era la nueva pareja de julio y las cosas no habían cambiado. El tipejo intentó de nueva cuenta culpar a la mujer de lo que le había pasado al viejo, pero ahora todo era distinto. Julio fue acusado de intento de homicidio y la mujer fue absuelta. El hombre fue internado ahí mismo y como al mismo tiempo era hospital y estancia, pues lo miré muy de cerca. Yo pagaba sus mensualidades sin falta y cuando estuvo bien, le ofrecí mi casa. Me abrazó tembloroso y esa respuesta de amor me fue suficiente.
En casa lo tenia bien cuidadito con su mecedora en el portal y su grabadora con música de Carlos y José. Lo sacaba a caminar y nos sentábamos en el jardín Valbuena a mirar los patos.
Mi suegro murió a los noventa y jamás fue una carga para mí. Fue mi segundo padre. Me llenaba de consejos que a la fecha sigo recordando.
Aquella ocasión de mi detención había tapeado todo por el puritito miedo de que el Julio entrara en casa y nos matara. Pasados los años salió de la cárcel y nunca vino a ver a su papá, pero no era necesario, don Clotes lo había olvidado y solo tenía amor para su nuera, o sea que yo.
AUTOR:JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
EL VIAJERO VINTAGE
@derechosreservadosindautor.
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