La pluma del viajero

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EL PERRO

El perro me siguió tres cuadras y a la cuarta, mordió a dos niñas y mató a una
más. Lo que siguió fue peor que un Vía crucis, pero sin un Dios que estuviera
dispuesto a ayudarme a pasar por ese calvario que inició sin siquiera saber que
sucedería.
La alarma había sonado como todos los días. Había manoteado el reloj en mi
intentona de callarlo para que me dejara dormir aunque fuera cinco minutos más.
Era lo de siempre, con la diferencia que ese día sería ascendido a jefe de cuadrilla
en ese empleo en el que había laborado por más de quince años. Quince años
andando la misma calle, saludando al mismo anciano tempranero sentado en el
portal de su casa, saludando a doña Julia ocupada en consentir su jardín y claro, a
doña Chema y su eterna frutería de productos de mala calidad.
Dicen que todo tiene su tiempo y que de nada sirve apresurar las cosas porque en
lugar de favorecerlas, terminas arruinándolas. Y así había sido. Mi asistencia
perfecta, disposición y honorabilidad me habían puesto ahí, candidato a uno de los
puestos más codiciados en la empresa… pero había cometido la torpeza de
alimentar a un perro que tres días antes había llegado a casa, se había
acomodado junto a mi medidor de agua y dispuesto estaba a morirse ahí. El pobre
estaba en los huesos y con el hocico babeando. Malo no soy, podría colocarme tal
vez en un perfil ciudadano de alguien que vive sin molestar a nadie. Además de
que mi pueblo es de esos lugares en los que se vive sereno y aunque solemos
ayudar en tragedias grandes, comúnmente solemos ser poco sociables.
Giré la llave, aseguré la puerta y di un suspiro. El día había llegado y aquello
ameritaba llevara zapatos nuevos, camisa de colores suaves y pantalón medio
ajustado con un cinturón de vinil. Debía ir bien peinado y con la propiedad de
alguien que merecía lo que tenía. Como había hecho en los últimos tres días, le
puse desperdicios al perro sobre un trozo de cartón y me fui. El animal se veía
mucho mejor que en otras ocasiones y el movimiento de su cola no sólo mostraba
agradecimiento a un hombre que no nada más lo estaba alimentando, sino que
hasta se había ocupado en bañarlo, llevarlo a la veterinaria y quitarle esa horrible
baba que lo hacía ver pésimo. Yo no estaba para perros, además de que no me
gustaban, pero eso no significaba que fuera inhumano. Luego de volver del la
clínica lo había devuelto a su sitio fuera de la casa y que Diosito me lo bendijera.
Esa mañana de la tragedia el perro decidió seguirme. Odiaba eso. Y ahí iba,
marcando ruta, alzando su pierna aquí y allá ante mi incomodidad de saberme,
sin serlo, dueño de un incómodo animal que le ladraba sin decir hay voy a los
paseantes.
Al cruzar la calle Moctezuma y sin esperarlo nadie, comenzó a perseguir a tres
niños. No le di importancia, finalmente no era mi perro. La cosa se agravó cuando

un cuarto comenzó a molestarlo, provocarlo y hacerlo llegar a la ira. En ese
momento ese perro que por tres días había alimentado y que en un cuarto había
optado por seguirme, mordía y arañaba a cuanto niño se le ponía enfrente. Luego
de la agresión los vecinos los apalearon, llamaron a la ambulancia y claro, no faltó
quien gritara ¡¡¡Ese es el dueño!!! Y se me vinieron encima culpándome y
acusándome de negligencia. La violencia fue tal que fui detenido, llevado a la
policía, pagar una multa, curaciones a los niños y lo peor de todo, el funeral de
una pequeña que al intentar ponerse a salvo, había caído y golpeado la cabeza.
Odiaba mi mala suerte, al perro, a los vecinos que conociendo mi integridad y
hasta mi inocencia, me habían atacado. Ya lo dije, parecían no conocerme y al
darme alcance, no sólo me ataron al poste del teléfono público, también me dieron
de golpes como nunca lo habían hecho con nadie. Desde ahí, desde abajo, con
los ojos nublados en rojo, podía ver los ojos de doña Panis, a la que le compraba
empanadillas de calabaza, a Tito Cabriales, mi zapatero de cabecera y a quien le
había contado las razones por las que había llegado al pueblo.
Luego de cinco meses encerrado salí y mi situación era deprimente. No tenía
trabajo y mi imagen, pese a mi inocencia ya no era la misma.
Tras quince días de búsqueda de empleo terminé en una panadería. Al salir en
ese primer día de trabajo me di cuenta que aquel malnacido que me había
convertido en el criminal del pueblo, venía tras de mí, sí, ese perro que ahora
cojeaba, ahí estaba y al darse cuenta que lo miraba movía la cola. Me detuve por
un momento, lo miré a conciencia y acepté al demonio en mi corazón. Me siguió
hasta la casa, lo metí al patio trasero, le compré un bozal y me dediqué a verlo
morir. Me afané en dejarlo en el mero punto en el que lo había encontrado la vez
primera, es decir, en los meros huesos. Comía y bebía frente a él para que sufriera
y anhelaba el momento que al llegar a casa, estuviera muerto. Cuando le quite el
bozal dio de cansados brincos intentando lamerme, pero una pesada patada en su
costado lo hizo aullar y arrinconarse.
Las fiestas de Santa Rita de Casia me dejaron desvelado, borracho y con una
diarrea de tres días. Jamás había visto mi muerte tan de cerca cuando debilitado
por el vómito, fiebre y una cagazón infinita me dejaron tirado en cama y sin modo
de pedir ayuda. Entré en delirio viendo a mis padres ya muertos sentados en mi
cama, pero también diablos, hechiceros, hombres y mujeres desnudos en una
danza negra.
Cuando abrí los ojos estaba en penumbras. Olía a podredumbre y mis sábanas
revueltas estaban manchadas de sangre. Me reincorporé con dificultad y vi en
medio de la oscuridad al perro echado, con las orejas alzadas y con los ojos
brillantes. Apenas me vio reanimado trepó a la cama lamiéndome

desaforadamente. De una patada lo eché de la cama, se arremangó en una
esquina y acobardado bajaba y alzaba las orejas. Al encender la luz vi un
cementerio de ratas a mis pies. De ahí venía el nauseabundo aroma, de ese
montón de alimañas que el perro había matado en su intento de ponerme a salvo.
Caí en la cuenta que hubiera muerto devorado por los gigantescos roedores de no
haber sido por él.
Sentado en el borde de la cama miré al perro que al saberse observado, bajaba la
vista, meneaba y apaciguaba el rabo. Ahora me tenía miedo de nuevo. Lo llamé y
sin pensarlo trepó la cama. Le sobé la cabeza, lo abracé y me eché a llorar. Traía
sangre seca en el pelambre, sangre muy suya de las heridas provocadas tal vez
por las mordidas de las atacantes. Nadie en el pueblo había asomado siquiera las
narices, pero él había estado ahí.
Salvavino murió de viejo y yo casi de tristeza. Lo sepulté en el patio de mi casa y
sobre él planté rosales y margaritas.
Salvavino no sólo se había convertido en el desfogue de mis frustraciones. Había
vaciado en él tanto odio contenido al grado de disfrutar de su dolor… pero qué
revés me había dado con su ejemplo de fidelidad. Me había salvado de morir
atacado por las ratas, y tal vez no en agradecimiento por haberlo salvado de la
muerte cuando recién lo conocí, sino como un estado natural. Me había devuelto
mal por bien y ajeno a rencores.
Dos años después puse mi propia panadería cuyo logo era un perrito con un bolillo
en el hocico. La vida me había dado una gran lección, seguro que sí.

Autor: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
El Viajero por
@derechosreservadosindautor

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