La pluma del viajero

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“LOCA”

Me asomé por la ventana y no había nadie, sólo un escenario surrealista que se intensificaba desde el segundo piso en el que me encontraba. El balconcito en el que mamá me enseñó a tejer seguía ahí, aunque terroso y medio lúgubre. Todos se habían ido. Algunos al cielo, otros al infierno, y el resto, el resto a cualquier otro sitio donde las lenguas del diablo no los alcanzara.

Fuera de mi escondrijo caminé por la casa de paredes baleadas, muebles saqueados y piso ensangrentado. En el cuarto de mamá me sentí sola y echándome a llorar me senté en su cama medio cubierta de enjarre del techo. Me eché  a llorar porque esos malnacidos me habían dejado ahora sí, más sola que un salero al centro de la mesa. Saqué de la vitrina rota el único jueguito de vajilla medio despostillado, entré en la cocina y a como pude me preparé un café. Todo había terminado. Aún cuando un intenso olor a ceniza invadía el ambiente, di un hondo respiro que me dio consuelo al  saber que a pesar de todo seguía con vida. Ya en el balcón tomé la rosquilla qué había rescatado y que endurecida había terminado por el tiempo. Algo de canela cayó en mis piernas, pero no importaba, demasiada sangre había caído en ellas que ver vertida azúcar y canela era una bendición.

Ese pueblo cercano a Reynosa era mi niñez, pero no mi vida. Mamá me había llevado al finalizar mi niñez a MC. Allen, en Texas, pues ella era norteamericana radicada en México. Teníamos allá una lavandería que atendía en verano, de modo que  todo el invierno lo pasábamos en Tamaulipas. Ya lo dije, nací y creí de niña en un pueblito cercano. Mi infancia fue dulcísima, siempre en compañía de mamá, mis vecinitos con los que me divertía por las tardes corriendo por aquí y por allá. Mamá fue de esas mujeres que creían que el remedio a las enfermedades era la naturaleza misma, por ello me dejaba correr bajo la lluvia, jugar con el granizo, resbalar en la grajea, y asolearme de vez en cuando. Y tuvo razón, mi cuerpo agarró tantas defensas que me volví un bunker cuando Dios nos quitó la visa, el permiso, el pasaporte a seguir disfrutando de los beneficios de la paz.

Una mañana de miércoles una camioneta se estacionó frente a la tienda de don Carlos. Lucinda y yo comprábamos caramelos. Un hombre vestido de negro sacó una pistola y sin mediar palabras le dio un tiro al tendero. Todavía navega en mis recuerdos ese chisguete de sangre manchando los frascos con dulces y el mostrador de madera.

El miedo se apoderó del pueblo y por muchos días nadie andaba después de las siete fuera de casa. De golpe se acabó el juntarnos en la calle y las caminatas por el monte. Con el paso del tiempo fuereños comenzaron a merodear el pueblo y mamá cerró la casa y nos fuimos a Mc Alen. Años pasaron para que volviéramos. Un hombre cuidaba y andaba la propiedad hasta que un día así nomás no volvió a contestar el teléfono. Lo habían asesinado mientras trapeaba la azotea.

Volvimos a México con diecisiete años en mi haber y con una densa tensión en un pueblo que ya no era pueblo, sino una montón de casas, negocios, vendimia callejera y jóvenes merodeando por las esquinas. A la semana un par de hombres tocaron a nuestra puerta. Mamá, inmutable, les cerró la puerta en la cara cuando estos le dijeron que debía pagar cierta cantidad de dinero para ser protegida. Ese cerrón de puerta fue el pasaporte al infierno. Ruidos tras la casa, vidrios de ventanas rotos, tocar la puerta y no estuviera nadie, entre otras cosas. Cinco perros muertos, y muchas cosas más. Un mañana mamá volvió del mercado arañada, pero derecha y fuerte. Intentaron golpearme, mija, pero no sabían que soy experta en karate y defensa personal. Tres días después nuestra vecina, una mujer tranquila que vendía sarapes, fue encontrada muerta cerca del sembradío de avena. Lo mismo pasó con don Aurelio y Betulio.

Cansados del ataque continuo los vecinos se organizaron para tomar justicia por mano propia. Mamá fue una de las que habían iniciado los planes, pero alguien reveló las intenciones y sin saberlo nadie, los malvados cayeron de noche sobre todos aquellos que se habían unido al plan.

La puerta de la casa cayó, las ráfagas ardientes dieron en paredes, muebles y ventanas. Mientras huíamos al escondite previamente preparado, alcancé a ver cuando un proyectil entró en la nuca de mamá haciéndola caer de bruces en la mesa de centro. No sé cuántas horas estuve oculta, pero cuando me asomé al sentir la calma, no vi el cuerpo de mamá. Lo busqué  a conciencia sin resultados. La casa estaba destruida y afuera el caos imperaba. Oí pasos en la escalera, volví a ocultarme alcanzando a oír sirenas policiacas por doquier. Minutos, horas, días, no sé, pero salí agotada y a punto del desmayo. Asomándose a la ventana el pueblo estaba vacío. Ni malos ni buenos, ni ángeles ni demonios, nadie, era el pueblo más vacío jamás visto.

Ya en el balcón eché un vistazo al devastado horizonte vacío de risas de niños, música de jóvenes y de mujeres mayores conversando. Sujeta al barandal pensé dónde podía estar mi madre, pero viva no lo estaría cuando de mí misma ví  su vida acabarse. Sentada en la silla meneé con la cuchara el café y me lancé a una dolorosa melancolía de recordar aquellos tiempos de niña cuando justo ahí, en ese mismo balcón me contaba historias, de su vida antes de que yo naciera y de cómo deseaba una vida para mí ahí, en ese pueblo sereno que se había convertido en nido de buitres.

Caminé por el pueblo vacío. Todos se habían ido. Un autobús me subió y al preguntarle a dónde habían ido todos, el chofer me miró atónito y continuó manejando. Al llegar a Reynosa e ir a la policía para averiguar dónde habían llevado los muertos, el encargado se puso en pie y se fue. En un rato volvió acompañado de una mujer elegante quien tocándome el hombro me invitó a sentarme. Una hora después me devolvieron a la clínica de donde me había escapado. Y sigo aquí, encerrada, siendo la única sobreviviente de una masacre de la que nadie nunca quiso hablar.

Autor: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
EL VIAJERO VINTAGE
@derechosreservadosindautor

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