La pluma del viajero

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“Abusadora”

Mirándola a los ojos juraría que tenía algo no tan nuevo por contarme, la conocía y sabía que no abriría la boca. No lo haría porque había dejado de importarle lo que yo, su esposo, pensara o dejara de pensar. Ella siempre fue mujer de hogar. Teníamos dos hijas en educación primaria y eran nuestro todo.

A mis diecinueve perdí el equilibrio en la mina y me accidenté, al mismo tiempo extravié el balance de mi vida al caer en depresión cuando me despidieron y mi incapacidad motriz en mis brazos no me daba opción para buscar otro trabajo. Dejé las terapias porque no podía con la inutilidad moral que me tenía agobiado. Los gastos se fueron encima de nosotros y finalmente ella, siempre comprensiva, me dijo que entraría a trabajar a una maquiladora automotriz y apoyar así la economía en casa. Siempre había sido enemigo de que la mujer trabajara pues los niños requerían de ella, pero la situación me obligó a ceder. Volví a las terapias y mi brazo izquierdo empezó a reaccionar. Cuidaba a las niñas satisfaciendo todas sus necesidades. Había ocasiones en las que un sentimiento de impotencia me atacaba pues mi deber era estar echándole en una chamba y no mi mujer; sin embargo, me apaciguaba cuando veía en ella el optimismo y sus palabras de ánimo. La amaba cuando me acompañaba a las terapias y más cuando ella misma me las hacía. Al año y cuando mi brazo derecho comenzaba a serme útil, ella inició sus visitas al gimnasio. Decía que el estrés laboral la deteriorada y que necesitaba ese espacio para ella. No lo vi mal. Su cuerpo delgado comenzó a tornearse y su cara, ajena de artificios, comenzó a lucir polvos, delineadores y labiales. Merezco salir con mis amigos al antro, me decía. Y sí, se lo merecía. Lo que no me merecía yo era que cuando le decía fuéramos juntos pusiera diez excusas. La madrugada que llegó borracha y con los botones de la blusa abiertos, la enfrenté diciéndole que aquello tenía qué parar, que ya no más salidas tan constantes y que lo del gimnasio era un gasto que no podíamos darnos. Tomarla de la blusa en mi arranque de celos contenidos la hizo explotar, darme una cachetada, tirarme al suelo y ya estando ahí, dejarme ir en la cabeza un pisapapeles de bronce que estaba sobre un buró. Un chorro de sangre manchó la pared y mis brazos no tan fuertes me impidieron levantarme y defenderme. Las niñas solo se habían asomado y al ver el escándalo volvieron a su habitación. Cuando amaneció ella ya se había ido al trabajo y Kika, mi niña más grandecita, me despertó y ayudó a ponerme en pie. Quince para las ocho ya estábamos afuera de la escuela. Loly, la más chiquita y que iba en cuarto grado, se me echó amorosa al cuello y diciéndome al oído palabras que evito escribir si es que no me quiero echar a llorar. Mis hijas me amaban y yo a ellas. Hacía cuanto podía para que las afrentas contra mí no llegaran a sus oídos.

Raquel tiró el guiso de carne molida al piso… ¡¡Está desabrido, pendejo!! Las niñas dejaron sus tazones y se perdieron en su cuarto. Lo que siguió es tan vergonzoso que contarlo desvirtúa, no sólo mi hombría, sino que denigra en mucho el ser humano que soy. Me tiró de los cabellos, quise meter mis manos, pero eran tan flojas que dejé sus dedos navegar entre mis cabellos, los tomara en un puño y me obligara a lamer el piso. Cobardemente lloraba porque la quería y porque me había quedado a vivir con ella por las niñas. Ellas no podían vivir solas y con uno de nosotros. Ellas debían tener sus dos papás. ¿En qué momento había pasado todo eso? ¿Fue mi accidente o el que ella se volviera tan liberal?

Una semana después de la graduación de Kika nos separamos. Habíamos hablado del asunto con las niñas y entre ella y yo acordamos que no meteríamos ningún licenciado y que yo le daría la mitad de lo que ganara en cualquier trabajo que yo tuviera.

Ella no necesitaba decirme nada, yo sabía que andaba saliendo con un mentado Javier Olivares al que le decían El Ruso. Era alto, fornido y claro, cliente del gimnasio al que ella asistía. Mis hijas me decían que su mamá no las atendía y que hacía cosas feas frente a ellas cuando el mentado Ruso las visitaba. Cuando estaba a punto de ganar la patria potestad de las niñas, ella me llamó como lo hacía muy frecuentemente para que ayudara a las niñas con la tarea. Me gustaba hacerlo porque no había nada más enriquecedor para mí que estar con ellas. En ocasiones el Ruso estaba en casa y sé que a propósito se carcajeaba y hacía escándalo. Veía a mis hijas estremecerse asustadas y todo aquello me lastimaba.

Tras su llamada, apenas salí de la maquiladora donde trabajaba limpiando las oficinas, llegué a mi antigua casa de prisa. Llevaba en mis manos lo pedido: Un mapa mundi, un estuche de geometría y un par de lápices. Toqué insistente, pero mis hijas no respondieron. Tuve miedo que les hubiera pasado algo y tras empujar la puerta entré. Todo estaba en penumbras. Cuando mi mano quiso tocar el encendedor de luz, sentí el delgado hilo de mi propio gafete apretándome el cuello. Intenté liberarme, pero mis manos no eran tan fuertes. Caí al suelo, debilitado y sin aire. Ahí estaba ella, sí, esa mujer con quien había procreado dos hijas, ahí estaba atizando, instando, promoviendo mi asesinato. La expresión del Ruso era infernal, una mezcla de odio y celos. Inolvidables los que creí eran mis últimos segundos de vida. Ella, a la que desafortunadamente seguía queriendo me daba de pisotones en cara y cuerpo. Quería dañarme, pero no matarme. Eso lo haría el Ruso qué tras darme un duro golpe en la cabeza me cargó en su hombro, me echó en una carretilla qué tenía en casa y tras echar un montón de bolsas de basura encima mío, caminó más de un kilómetro hasta encontrar el lugar perfecto para que nadie me encontrara jamás.

Unos niños pepenadores encontraron mi pie fuera de la tierra. Lo demás es historia. El Ruso y mi ex esposa siguen en prisión y yo con mis hijas casaderas y profesionistas. Las insto a que visiten a su madre, pero ellas jamás lo han hecho. La ven como un monstruo. Por más que maquillo a su madre con virtudes que opaquen lo que hizo, ellas me abrazan y me dicen que no la defienda tanto.

Mirándola a los ojos juraría que tiene algo nuevo por contarme, pero se pone de pie y pide al guardia que la regrese a la celda. No sé si esté arrepentida o no, pero yo sí la perdonaría aunque mis hijas me digan que me ame, me valore y que la deje podrirse en prisión.

AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
EL VIAJERO VINTAGE

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