“Guindo patriota”
No sé si la maestra Kika me trataba así por lo de mi lunar encima de la ceja o si en verdad era una verdadera patriota. Si era por ser una genuina mexicana podría hasta perdonarleque me llamara irrespetuoso o hasta mal mexicano; pero si me hería nomás porque se asqueaba de mi lunar o porque fuera muy pobre, eso si se lo vería con Dios, porque si había algo que ella no se perdía, eran las misas en el templo de San Francisco de Asís.
Yo de verdad era patriota, pero pobre. Mi corazón casi explotaba cuando cada lunes entonábamos el himno nacional, y no solo eso, llegado el 16 de septiembre era de los que se ponían hasta adelante en el palco presidencial. Uno porque me gustaba escuchar la banda de guerra y a todos esos muchachos que parecían verdaderos militares llamando a la defensa nacional. En segundo lugar porque escuchar los nombres de los grandes héroes me hacía llorar, sí, tal cual. Lloraba de una emoción grande de ser un mexicano honrado. Entonces siempre estuve seguro desde que era niño que en verdad era un patriota… un patriota de rico corazón, pero vestido pobremente.
Mi barrio Santa Cruz era de los más pobres de Sabinas. Vivíamos en las faldas de la loma y desde allá arriba podía verse la escuela y sus patios. También se divisaba el templo y las altas torres de la Harinera que siempre se me figuraron las velas de barcos piratas.
Kika llegaba a la escuela en su carro negro y pitaba el claxon cuando los niños se atravesaban. Cuando la vi pinchando la llanta de mi bicicleta me dijo que si la delataba, no declamaría “Cura Hidalgo, padre patriota”, un poema que yo mismo había escrito y que la directora había elegido como el mejor. Esa tarde volví a casa con la llanta ponchada y desinflado mi corazón por los tratos de la maestra. La escuela me quedaba cerca, pero era paticojo y con la bici llegaba más rápido.
El lunes que declamaría el poema llegué tarde porque se había venido tan tremenda tormenta, que por más que hice por alargar mi paso medio arrastrando mi pie malo, imposible me había sido llegar a tiempo. Con el rostro desencajado y mi uniforme remojado, nomás vi a Rulo Alcorta declamar su segundo lugar, un poema que había sido ganado a la mala porque yo sabía que el escritor había sido Federico García Lorca. Yo era pobre, pero muy lector. La maestra Kika me miró y sin decir nada pasó al tercer lugar y al final premió a todos menos a mí.
Esa tarde trepé al monte, hasta la mera cruz y desde ahí, y bajo esa clara llovizna de septiembre declamé mi poema con todas mis fuerzas. Lloraba de coraje por ser lisiado, por ser pobre y por ser tan dejado. Al final, cuando la última línea qué decía: “Padre Hidalgo, te sostengo el estandarte para que vayas a la victoria más ligero” salía de mi boca, caí al suelo deseando morir. De verdad quería declamar, no me importaba el premio, yo sólo quería gritar mi poema.
El martes la maestra me suspendió dos días por haber echado a perder el festival con mi tardanza y el jueves cuando volví a clases, me sacó de la fila del ensayo para el desfile de Independencia porque mi pantalón, el que mamá apenas me había mandado hacer, no era el guindo requerido. Ni las averiguadas de mamá ni el que la directora dijera que no era para tanto, hicieron que la maestra Kika retrocediera.
-Quiero entiendan que el desfile es muy importante y todos debemos ir iguales. Ni el pantalón ni la corbata de este muchachito son dignos y no nos representan.
-¡¡Pero maestra, quiero desfilar!!
-¡¡Te me callas y de una vez te digo, este año no llevarás la bandera!!
Ser descartado como abanderado me dolió mucho. Y ahí estaba Rulo, Rulo Alcorta, el hijo de la maestra llevando la bandera mientras yo, sentado en una banca miraba a todos ensayar. La maestra me miró a lo lejos. Su mirada era fría y cuando la tuve enfrente minutos después, sólo fue para decirme:
-La sangre de los grandes héroes, derramada por nuestra soberanía, no era guinda neja como tus pantalones, sino guindo intenso como el color que lleva mi hijo.
Siempre llevé en mi memoria la humillación y el dolor de haber sido un niño aplicado, patriota, pero pobre.
Estudiar medicina en mi condición de cojo no fue fácil, y ya como médico militar atendí cientos de soldados abatidos y heridos a manos de la delincuencia. Me era honroso aplicar todos mis conocimientos para salvar vidas. Era mi manera se pelear por la patria y cada que un compañero era sanado, alababa a Dios en silencio.
A mis veinticinco años y siendo todavía estudiante en prácticas, fuimos llamados a auxiliar en campo a un grupo de soldados atacados en las fronteras de Coahuila y Zacatecas. En la refriega seis soldados murieron y de los adversarios dos quedaron heridos entre los matorrales. Al trepar a los heridos a las camillas advertí que uno de ellos era el Rulo. Reconociéndome al momento me dijo ¡¡Ayúdame Chavita, ayúdame carnal, no me dejes morir!
Sus heridas eran tan profundas y la cantidad de sangre perdida tan abundante, que nadie, por ser un delincuente le apostaba nada para salvarlo.
El jueves, y un día antes de salir de vacaciones, sentí una mano en mi hombro en los pasillos del hospital militar.
-Disculpe , doctor, me dijeron que había sido usted quien salvó a mi hijo.
-Buena tarde, señora. Somos un equipo de trabajo, no puedo adjudicarme tal logro. Además soy solo un aprendiz.
-Pues me dijeron que usted realizó la intervención quirúrgica y no sólo eso, aportó sangre.
-Eso es confidencial, nadie pudo haberle dicho eso, maestra.
-¿Maestra? ¿Cómo sabe usted que fui maestra?
-Eso no importa, perdone. Discúlpeme, tengo algunos pendientes.
-No, aguarde, doctor, ¿Usted me conoce, o conoce a mi Raulito?
-¿De verdad quiere saberlo?
-Claro, si es usted el salvador de mi hijo, debo saberlo.
-Soy Salvador Cobos, el niño del pantalón guindo desteñido.
-…
-En aquél entonces mi sangre rancia y pobre no valía, ¿lo recuerda? Mi pantalón no era como el de su hijo. Siempre he sido patriota maestra, sigo luchando por México. Hay quienes tendrán la sangre muy roja, pero hieren a la patria… y no, no echo en cara mi donación sanguínea, simplemente me nació ser caritativo con mi viejo compañero de escuela, ese que abanderó en mi lugar mientras usted me decía allá en los patios que la sangre de su hijo valía mucho más que la mía…
Y acobardado me eché a llorar camino a la salida del hospital. A un costado de las ambulancias me recordé de rodillas y llorando en la loma de la Santa Cruz declamando aquel poema de mi autoría. Entonces volví a sentir una mano, pero ahora en mi costado. Sin volver el rostro escuché tras de mí un suave:
-Perdón, hijo. La maestra Kika murió hace mucho. Mi hijo la asesinó con sus malas decisiones. Ha entrado y salido de prisión tantas veces que me exprimió la vida de dolor. Mírate, Chavita, eres todo lo contrario a él y me siento orgullosa de ti. Ahora volverá a prisión y creo que ahora sí jamás saldrá. Te suplico perdones mis errores de ayer, hijo.
Vi lágrimas sinceras correr por sus mejillas aporreadas por el tiempo. La abracé y tras besarle la frente me fui del lugar. Había dejado ahí rencores de años.
@derechosreservadosindautor
Autor: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
El Viajero Vintage
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