La pluma del viajero

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“La mina”

Cuando Pasta de Conchos explotó, igual algo se detonó en mi interior. Sentí mi esencia ruborizarse pues si mi morenita hubiera metido mano, mi amor por ella no sólo se duplicaría, se cuadruplicaría al por mil. Creerlo me fue como una suave llovizna vespertina cayendo sobre mi cuerpo acalorado.

Lo primero que hice fue quitar a la virgencita de Guadalupe de su altar, abrazarla fuerte y meterme al tambaleante baño de pozo para arrodillarme en el suelo de madera. Gemía y suplicaba abrazando a mi muñequita de ropas verdes y lentejuelas. 《Que esté ahí, madrecita, que esté ahí》, suplicaba anhelosa y cargada de fe. No sé cuánto tiempo estuve tirada en un amargo lloro, pero cuando mis hijos comenzaron a gritar por mí, fuera de la letrina, me limpié las lágrimas y salí abrazándolos fuerte. Después de un rato lo que me había llegado como un rumor tan prometedor, poco a poco se fue transformando en una deliciosa realidad. La mina había tenido una ácida indigestión que había provocado que sus entrañas colapsaran. Más de cincuenta hombres, incluido mi esposo, habían quedado atrapados en lo más profundo de aquel hocico del Diablo. Cuando le dije a Pina, mi hija adolescente, se me echó en un abrazo sin dejar de llorar. Los otros dos, todavía pequeños, solo chillaban asustados sin saber bien a bien lo que sucedía. Ellos no lo sabían, pero si todo salía bien, se vislumbraba una salvación por años suplicada y Pina, todavía peor, le había rogado a la Santa Muerte que intercediera. Mi Lupina era muy linda y a sus doce años no creía en Dios y mucho menos en toda esa ringlera de santos vestidos de luces, y según ella, llenos de mentiras. Esa era mi batalla pues yo de siempre había vivido confiando en mi Morenita. Para mi niña la Santa Muerte era su todo, por eso cuando la tragedia minera sobrevino, corrió al monte, recolectó todos los girasoles qué le fue posible y los llevó en un abrazo, hasta el altar que ella misma le había hecho en uno de los muchos terreros abandonados.

Imposible nos fue llegar hasta el punto de la tragedia. Soldados y demás autoridades resguardaban el lugar y desde acá, desde nuestra imposibilidad de enterarnos de lo que realmente sucedía, las mujeres que ya apestábamos a viudas gimoteábamos desesperadas por querer saber de nuestros maridos. Mientras ellas suplicaban prisa pues el tiempo era oro, yo anhelaba pereza, trabas, desgano, desinterés de parte de rescatistas y autoridades.

Reporteros iban, comunicadores venían y la única vez que pidieron de mis palabras, fue para preguntarme sobre mi fe en la virgencita al verme apretarla con fuerza. Les dije que sí, que mi fe era mucha, que deseaba se hiciera justicia y nada más. Lo que no les dije era que la justicia que aguardaba era para mí y que decidida estaba a quedarme ahí el tiempo necesario para asegurarme que mi marido no saliera jamás. Y es que a cada viento de esperanza, de que se había oído algo, de que había otras salidas y que tal vez anduvieran intentando ponerse a salvo por allá, y otras cosas más, yo me alarmaba. 《No, virgencita, no me falles madrecita》Entonces aguzaba el oído y caminaba por los alrededores intentando saber más… y esa espera se volvió semanas, meses, años. Y cada que decían volverían a escarbar iba, iba porque quería ver con mis propios ojos que la bestia no saldría más. Hace unos días dijeron que la mina no explotó, que no hubo gas metano y que la muerte de nuestros maridos fue lenta y angustiosa. Yo hablo por mí y por mis hijos que ahora ya son mayorcitos. Me da compasión por las demás mujeres cuyos buenos hombres fallecieron, pero también júbilo por mí, por saber que ese hombre murió lento, despacio y en desesperación. Tan lento como verlo cortar con una navaja de afeitar entre mis dedos o las comisuras de mi boca; tan despacio como el aceite caliente chorreando por la espalda de Pina después de haber sido abusada ante mis ojos. Atada, golpeada y sobajada miraba a mi virgencita tirada y revolcada en el piso. 《¡¡Anda, háblale pa que te salve, idiota!!》Y la arrojaba al suelo para pisarla, descabezarla, meter su cabecita en la olla de frijoles agrios y dármela a lamer. Y volvía contra Pina pues sabía que me dolía la lastimara. Entonces veía las rocas negras caerle encima. Tal vez una le rompió una pierna, ojalá y las dos; un brazo, tal vez y con más suerte un durmiente le partió la cabeza. Dios quiera que su dolor haya sido lento y pagador de todas sus maldades.

Que me dieron dinero, sí, y mucho. Que me siguen dando, sí, también. Que me he buscado otro hombre, no, eso no. He dejado de creer en eso. Por eso, cuando Pasta de Conchos explotó, igualmente estallaron mis entrañas de una esperanza que se convirtió en una hermosa realidad.

Mi hija se unió a un cártel, no se a cuál; yo me fui a la Ciudad de México con una de mis hermanas y cada mes voy a la basílica a agradecerle a la virgencita el milagro de que ese hombre no saliera nunca del hocico de la bestia. Que mi suegra anduviera diciendo que nunca me interesó qué su hijo fuera rescatado, es cierto. Igual a ella tampoco le importó cuando le dije 《Suegra, ayúdeme, por favor, hable con él. Mire que le pega y le hace cosas malas a mi Lupita》y a cambio ella solo dijo 《Seguro tu hija se le anda ofreciendo》

Que mi suegra lloró mares, es verdad, y me hubiera gustado se ahogara entre tanta asquerosa agua salada. Igual quería la mitad del dinero que me dieron pero la mandé a la tantísima madre al grado de agarrarme corajina… Pasta de Conchos, la milagrosa tragedia que me salvó de vivir con ese hombre que apagaba su cigarro en mi tembloroso ombligo y a obligarme a quitarle los calcetines con la boca cada que llegaba de la mina.

AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
EL VIAJERO VINTAGE

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