“La olla de frijoles”
¿Cuál es el secreto del sabor de los frijoles de mamá? ¿Por qué nunca logramos desprendernos de ese sabor tan único?
No había cosa más rica al llegar de la escuela Boone que encontrar en casa un plato servido con frijoles enteros y tortillas de maíz; es verdad, no había más cuando mamá, soltera y sin empleo como limpiadora de casas había terminado por empaquetar hojas para tamal en casa. Mamá era blanca como una tortilla de harina. Sus ojos eran raramente azules y siempre decía que herencia eran de su abuela la jerezana. Ella siempre fue sumisa, noble y buena para la resortera. Y es que ya solos no nos quedó de otra que irnos al monte y agarrarle a Dios sus bendiciones. Así comíamos frijolitos con carne de conejo, rata o liebre.
Cuando casi nos morimos de hambre en el Ejido Sabinas, mamá me dejó en manos de un ricachón que le prometió darme alimento. Se apellidaba Soriano, igual que yo, y tenía muchos caballos. El hombre me usó de su ayudante en un rancho por muchos años. No sé cómo o porqué, pero me dijo que por mamá no me preocupara, que él se encargaría de ayudarla. Por muchos años viví con él en Guerrero, Coahuila y cuando finalmente murió teniendo yo diecinueve años, me regresé a Sabinas.
Hacía mucho frío. Caminé seguro por la calle Ocampo, entré por el Callejón del Carmen, Riva Palacio y bajé por el vado del río. Me senté un rato en la ribera. Pensé en mamá. Me vi acostado junto a ella mientras hablaba de la jerezana. Luego, intentando dominar mis nervios, entré a la colonia. Nada había cambiado. El clima parecía convertir esas calles en lo más pobre de lo pobre. Nadie me reconocía y los perros me ladraban intentando hacerme huir. Al llegar a casa mamá se bebía un café. Al verme intentó ponerse de pie y con el codo derribó su bebida caliente. Corrí para sacudirle el líquido que había caído en su mañanita amarilla de estambre. Después la abracé despacito por temor a romperla. Mamá estaba hecha una pasa. Me apretó según sus fuerzas sin soltarme. Estrechándola miraba un viejo almanaque de 1975, justo el año en que me había ido. El abrazo era tan parecido al que le daba Iztaccíhuatl a Popocatépetl en ese calendario. Le besé la cabeza con mucho amor y no pude evitar derramar lágrimas sobre su cabello cano. Mamá se me había ido por muchos años y tenía miedo de que me quedaran muy pocos para disfrutarla.
─Mi amor, Juliancito. Me agarraste sin nada en la alacena… puros frijolitos es lo que tengo.
─¿Y tortillas tostadas?
─Pos nomás eso, mijo.
─Entonces somos ricos, mamá.
Haciendo limpieza en la casita di por accidente con la resortera de mamá. Cuando se la enseñé sonrió.
─Esa cosa nos dio de comer hace mucho, Julián.
Yo traía mis ideas, entré ellas llevarla a mi casa que tenía en Guerrero y darle lo mejor de lo mejor; pero mis inquietudes no rimaban con las de ella y allá, en Guerrero, perdió la poquita luz que tenía. Extrañaba tanto su casa en Sabinas que se volvió más corva. No le gustaba la comida que mandaba traer. Echaba de menos sus vasijas, el molcajete y su metate y la plática con las vecinas.
El 22 De diciembre de 1997 la llevé de nuevo a Sabinas. Qué caray, me doblegó su emoción pues apenas llegamos y comenzó a enderezarse, a hacerse fuerte y demostrarme que ahí era feliz. Le dije que no se esforzara, que ese era nuestro hogar y que ahí nos quedaríamos. Esa noche cenamos frijoles guisados con salsa y tortillas de maíz. Mi viejita hablaba y masticaba. Me miraba embelesada, enamorada de su hijo, de ese que la complacía y la hacía feliz. La luz de la vela al centro de la mesa proyectaba su sombra en el ropero, una sombra agigantada, como ella.
Mamá murió en 1999 de un paro cardíaco. Desgranábamos mazorcas en lo que daban las tres y yo me fuera a trabajar al negocio de Luciano Cerna. Fue raro, como que sólo le restaba confesarme que don Soriano era mi padre para dejar este mundo. Se me desvaneció nomas así, aguangada toda y sobre las mazorcas. No me ocupé en pedir ayuda porque no tenía más signos vitales. La cargué, la metí en casa y la acosté en la cama. Prendí tres veladoras: San Juditas, El niño Fidencio y San Charbel, sus tres grandes favoritos de siempre. Le serví una taza de café y una de té para mí. Encendí el tocadiscos viejo y le puse en volumen muy bajo, Gema. Me eché en la cama junto a ella y abrí la cortina. Corría un aire fresco y dulzón. Una docena de pájaros chileros revoloteaban en la ventana. No me negué a que se llevarán su alma y en unos segundos se fueron. Entonces volví a ser niño, a llorar pegando mi cachete en su vientre. No te vayas mamá, dije como en un lamento, pero ya los pájaros se la habían llevado.
Al entierro sólo fuimos seis personas, yo y cinco vecinas con las que ella jugaba a la lotería los domingos por la tarde.
¿Cuál es el secreto del sabor de los frijoles de mamá? ¿Por qué nunca logramos desprendernos de ese sabor tan único?
Es tiempo que mientras hierven los frijoles en ese que fue su jarro, veo el vapor elevándose hacia el techo. Intento encontrar entre él y en el aroma a ajo la esencia de mamá y mira que sí, ahí está la muy canijilla, mirándome desde su esfera, siempre atenta y amorosa. Sabe que siempre la echaré de menos. Hoy miro su resortera y de vez en vez le doy uso. Nunca será tarde para ser ese niño que un día veía riqueza en la pobreza.
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