“El apoyo”
Encontré a mamá sentada en la plaza, así toda invidente y con la cara dirigida hacia donde cualquier ruidito la atrajera. La entrega de apoyos había terminado y una buena cantidad de adultos mayores deambulaban comprando, conversando o simplemente llevados por sus familiares. Yo venía llegando de Belice luego de quince años y al llegar a casa los vecinos me habían dicho que mi hermano Julián y mamá habían ido al SUTERM donde se entregarían los apoyos de 75 y más del Gobierno federal. La verdad era que no tenía ni idea donde estaba ese recinto y mucho menos de qué se trataba esa ayuda. Me había ido a Belice con una compañía norteamericana que había salido de San Antonio. Mamá se había echado su llorada del siglo porque tenía miedo de quedarse sola. Le dije que mi hermano la cuidaría y que mientras a mí me fuera bien, también a ella. Insistió que no importaba que no le diera nada, pero que no me fuera. Yo tenía mis sueños, era joven y sentía que Sabinas era demasiado chico para un hombre de amplias alas como yo. Mi hermano era conformista, siempre había sido así. Igual trabajaba en una empresa y a la semana renunciaba.
Mamá había quedado casi ciega diez años atrás debido a un accidente de cocina. Desde la distancia me había ocupado de su operación pero al parecer la reacción del químico había sido tan agresiva que le había dejado inservibles los ojos. Verla ahí tan desprotegida y sin nadie a su lado me dio tanta tristeza.
-¿Y su dinero, mamá?- le pregunté después de presentarme, abrazarnos y decirnos cosas bonitas.
-No se, Julián nomás me dijo Ahorita vengo, no se me mueva de aquí. Me dejó este botecito pa que de paso pida unos centavos a los que pasen por aquí. Me dijo que mi apoyo no había llegado.
La tomé del brazo y entramos al salón. Tras averiguar cuál había sido el motivo de la falta de pago, y tras revisar sus reportes, encontraron que mamá había recibido el apoyo por medio del suplente, o sea, mi hermano. Tras disculparnos salimos del lugar. Algunos conocidos me saludaron muy amablemente y otro, sin preguntarle siquiera, me dijo que mi hermano estaba en los Titis, un bar de mala muerte en la ciudad.
Llevé a casa a mamá. Entrar ahí fue ingresar al hocico del infierno. Mama había estado viviendo con el mismísimo demonio. Drogas, botellas rotas, comida podrida, todo ahí y a la vista. Las paredes estaban despintadas, partes del techo colapsados y la cocina en ruinas. Le dije que iría por comida y que no se moviera de ahí. La frustración me comenzó a invadir porque ahí, en casa, no había nada de lo que yo había enviado para que mi viejita estuviera bien. Llevaba en mi cabeza las imágenes del cuarto de mi hermano muy bien abastecido de ropa, botas, cinturones y el de ella, el de mamá, si acaso con un viejo catre y un buró donde descansaba una jarra de plástico con agua sucia.
Manejé distraído y sin apreciar aquella ciudad que hacía tanto anhelaba ver. Entrar al Titis fue enfrentarme a la monstruosidad en la que se había convertido mi hermano. Estaba ahí, bien vestido y con un tarro de bebida tan espumoso que mojaba la barra. Coreaba las de Vicente y las de Lalo Mora con tanta pasión que me parecía increíble que no recordara que había dejado a mamá en la plaza. Cuando vi que el siguiente tarro lo iba a pagar con el sobre todavía grapado del apoyo, no lo soporté más y me conduje hasta él.
-¡¡Eres un desgraciado!!
Me miró confundido y al tiempo acobardado. Cuando me reconoció tomó seguridad y una posición envalentonada.
-¡¡Pos que te trais!!
-Está de más tu pregunta, Julián. Tienes a mamá en la miseria y no sólo eso, te estás gastando su dinero.
-¿Y a ti qué te importa? Ahora resulta que te preocupa mucho mamá. Te fuiste y sus lágrimas no te importaron. Estuvo enferma y ni pa unos lentes le mandaste…
-Le mandé para su operación porque el médico me dijo que estaba a tiempo de salvarte la vista. Te envié el dinero a ti…
-Oh, ¿era para eso?
No sé de donde saqué tanta fuerza, pero saber que mamá había quedado ciega por culpa del idiota de mi hermano, me enfureció al grado de sacarlo de la pestilente cantina de mala muerte y golpearlo hasta el cansancio. Con los puños manchados de sangre volví a la casa. Ahí estaba mamá, solita y exactamente donde la había dejado. La abracé fuerte y le pedí perdón. Le toqué sus párpados avejentados y sus labios temblorosos. Podía sentir el palpitar de su corazón en mi frente y justo ahí sentí una gota caer en mi cabeza. Alcé la cara y sus ojos grises estaban tan llenos de lágrimas que la abracé fuerte, tan fuerte al tiempo que me sentía tan miserable.
-Tu hermano me pega, me manda a pedir dinero a la calle…llévame contigo-dijo sin dejar de mirar la nada- es más, no me lleves contigo, ponme en un asilo si quieres, pero por favor sácame de aquí, ¿sí, lo harás? Contéstame, hijo…
-Claro que sí, mamá.
La puerta de la entrada se abrió y mi hermano, embravecido, llevaba una navaja lista para arrebatarme la vida. Alto, fuerte y cegado por la ira se me abalanzó, pero su plan era otro, pasó de largo y le clavó la navaja en el cuello a mamá. El chisguete de sangre manchó la mesa y los trastos regados. Una nueva golpiza lo dejó fuera de combate y apenas pude subí a mamá a mi camioneta. La vejez y los muchos maltratos de mi hermano le arrebataron la vida.
Por muchos bimestres Julián le robó el apoyo a mi madre. Se lo gastaba en ropa cara y ella, tan frágil, apenas llevaba una mañanita amarilla tejida por ella misma años atrás. Comía sobras y dormía en un catre hundido. A un lado de su camita estaba un recipiente con agua en el que mi viejita popeaba… ¡¡Perro, maldito!!… jamás he ido a visitarlo a la cárcel. Deseo se pudra en ese lugar y que jamás vuelva a ser libre.
AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
FACEBOOK: EL VIAJERO VINTAGE
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