No hay peor enemigo para un mexicano, que otro mexicano. Eso lo vemos de diario ya no sólo en la frontera o con los mexicoamericanos que tratan con la punta del pie a los connacionales que apenas van llegando a aquella nación. Aquí mismo, en territorio nacional vivimos esa pandemia en la que el dicho de “O jodo o me joden” se ha convertido en una terrible enfermedad que nos ha llevado a convertirnos en seres irracionales. Pretendemos el respeto de los demás, pero jamás pensamos en que nosotros debemos devolverlo del mismo modo o hasta mejorado. Somos codiciosos y sucios. Envidiamos el progreso de los demás en lugar de buscar el modo de salir a flote de esa asfixia que en cierto momento pueda ser la mala situación económica.
Nuestro día a día suele ser como una tala inmoderada. Tumbamos árboles sin ton ni son para satisfacer necesidades momentáneas. Nos burlamos de la justicia y de las leyes. Vivimos en guerra con nuestros hermanos y nuestros padres por rencillas absurdas que llevan a años de distanciamiento. Es curioso, pero nosotros lo mexicanos somos muy dados a ignorar a nuestros padres en vida y a llorarles ahogadamente a la hora de su muerte. En el Día de la Madre o Día del Padre, los recordamos como si fueran dioses al grado de cantarles canciones y llevarles enormes ramos de flores a un sepulcro cada vez más vacío.
Somos seres irracionales cuando con todo y que día a día las redes sociales nos gritan que paremos ya con el abuso al mundo animal, damos oído sordos, como si todo fuera una broma, un meme más en ese mundo cibernético. La extinción animal es una realidad. El oso polar se consume encima de hielos que se convierten en agua a causa del calentamiento global. Cada vez les cuesta más conseguir sus alimentos y por ende, perecen en el intento. Ciertamente el mundo animal, que ha venido a ser parte de nuestra alimentación y en otros casos de compañía, va padeciendo los rigores de nuestra imbecilidad. El catálogo de animales en peligro de desaparecer cada vez es más amplio, pero pensar en tal cosa no parece ser una prioridad en nuestro trajín cotidiano.
Son muchos los niños y jóvenes que a últimas fechas han despuntado en el mundo de la tecnología, en educación secular y hasta deportiva. No hace mucho nos enteramos que una importante comitiva de estudiantes mexicanos viajó al extranjero para competir en un reñido concurso de matemáticas. Volvieron victoriosos ante la apatía de todo un país que se limitó a ofrecer un “like” o simplemente ignorar la noticia.
No hace mucho atacamos a la oaxaqueña Yaritza Aparicio por sus logros en el cine. La crítica callejera, porque no podemos llamar de otro modo a lo que somos inexpertos para juzgar una actuación, la destrozamos por su apariencia física. Creemos que los triunfos son de los blancos, de los que nos parecemos más a los gringos que a los andinos. Ignoramos sus logros. Preferimos celebrar un gol embriagados de cerveza, antes que ir a festejar a una mujer raramuri que ha corrido cientos de kilómetros embutida en unos huaraches antes que en unos finos tenis Nike.Hay certámenes de belleza en los que chicas nativas de algunas reservas indígenas han puesto el nombre de sus comunidades muy en alto por su belleza. Una belleza pocas veces vista. Pero como somos demasiado exigentes, optamos por las mujeres brasileñas, colombianas u otras cuya exuberancia únicamente satisface una estúpida lujuria.Eso es lo que somos en nuestra irracionalidad cotidiana.
Evidentemente somos mexicanos con ideales extranjeros. Adoptamos costumbres del país del norte y desdeñamos las de los países del sur, que son más afines a nosotros. Queremos restregarnos en las pantorrillas de los yanquis aunque estos nos ofrezcan migajas de sus suculentas comidas. De hecho, para muchos, el sueño americano consiste en ganar unos cuantos dólares y venir a sus pueblos en zacatecas, san Luis Potosí, Tamaulipas o Coahuila, trayendo una camioneta prestada, enfundados en un traje norteño, hablar un spanglish medio extraño y querer comprar todo en dólares. Somos presuntuosos y al mismo tiempo irrespetuosos. En definitiva, como se escribió líneas atrás, no hay peor enemigo para un mexicano, que otro mexicano.
Sólo nos resta meditar sobre el de qué nos sirve las corruptelas a las que nos apegamos en nuestro día a día si no poseemos lo de más valor, esto es, el amor. Hablo ya no sólo del amor a nuestra familia o a los buenos amigos, sino hacia uno mismo, al amor propio, el respecto personal y sus propias decisiones. Sólo tomando el timón de nuestras vidas y de nuestras decisiones diarias, es como lograremos escapar de esta absurda irracionalidad mexicana muy nuestra. Adieu.
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