En la foto, la madre apoya una mano sobre el brazo de uno de sus hijos. Otras dos hermanitas en el frente, con sus pañuelos rojos en la cabeza, sostienen flores y una de ellas mira a la cámara con sonrisa pícara. El padre está parado en la parte posterior al lado del hijo mayor, un adolescente que ya le gana en altura. Los seis están vestidos con camisas y túnicas de vivos colores. Una camisa de batik púrpura, un vestido de flores rosadas y el velo del pañuelo de mamá es del color del cielo.
Pero esta feliz familia indonesia de clase media alta no es tan inocente como parece. Esta semana se convirtió en una nueva herramienta del terrorismo internacional. Juntos cometieron un atentado múltiple que dejó 13 muertos y cuarenta heridos. Lo hicieron en nombre del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), el grupo terrorista que creó un califato entre Siria e Irak hasta que fue derrotado a fines del año pasado. Por primera vez, los terroristas eran toda una familia. Un matrimonio que utilizó a sus propios hijos de kamikazes para matar y matarse.
Cuando el mundo no había salido aún de la sorpresa, otra familia atacó un cuartel de la policía en la misma ciudad indonesia de Surabaya, la segunda más poblada del país, donde se había registrado el anterior atentado. Esta vez, un chico de ocho años logró sobrevivir. Y un rato más tarde una tercera familia murió en su propio departamento cuando manipulaba unos chalecos-bomba que iban a utilizar en otro ataque. Una enorme sinrazón.
El ISIS logra impactar en lo más hondo. El extremismo corroe a padres e hijos y los lleva a cometer una locura. Aquí aparece el famoso interrogante que se planteaba Fyodor Dostoyevsky, el gran novelista ruso, en Los hermanos Karamazov:
“Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello?”.
Para estos padres indonesios la respuesta es positiva. Todo es posible para ellos en nombre de una resurrección en el Paraíso prometido, incluso la incitación al suicidio de sus hijos.
Las familias se conocían. Al menos una de ellas había vivido en Raqqa, la capital del califato. Se sospecha que los hombres jóvenes de las otras familias también habían combatido allí en nombre del Islam. El padre que lideró el primer atentado, Dita Oepriarto, era uno de los líderes de la célula local de Jemaah Anshorut Daulah, la red indonesia de grupos extremistas afiliados al Estado Islámico. Se conocían todos por ser miembros de clanes adinerados y participaban los domingos de la lectura y el análisis del Corán dentro de la visión extremista de los terroristas. Los amigos y vecinos describen a estas familias como normales y agradables, los niños jugaban regularmente en las calles del barrio con otros chicos cristianos. Incluso, iban a la casa de las familias cristianas y hasta alguna vez compartieron los festejos de la Navidad con ellos.
Pero el domingo, se desmembraron con bombas atadas a sus cuerpos, atacando tres iglesias. Viajaron hasta el lugar donde iban a morir en un auto y una moto. Mientras la madre, Puji Kuswanti, y sus dos hijas, Fadila Sari, de 12 años, y Pamela Rizkita, de nueve, se hicieron estallar en la iglesia cristiana GKI Diponegoro; el padre, Dita, explotaba un coche bomba ante el Centro Pentecostés de Surabaya, y los dos hijos adolescentes, Yusuf y Alif, de 18 y 16 años, entraban con motos cargadas de explosivos hasta la puerta de la iglesia católica de Santa María. Al menos 13 personas murieron en las iglesias y más de 40 personas resultaron heridas. La bomba humana más joven, la niña de la foto que mira directamente a la cámara con grandes ojos marrones, parecía dopada, dijeron algunos de los testigos.
Si uno veía la página de Facebook –ya borrada- de Puji Kuswanti (la madre) nunca se hubiera podido inferir que se estaba preparando para lanzar a sus propios hijos al suicidio bajo la bandera del ISIS. Entre sus páginas favoritas tenía las de varios dibujos animados estadounidenses como Tom y Jerry, o Fanboy & Chum Chum. También películas infantiles: Cars, Ratatouille, Madagascar 3 y El Rey León. La galería de fotos incluía decenas de imágenes de sus dos hijas más pequeñas, de la familia haciendo rafting, jugando con un perro y un gato (posiblemente las mascotas de la casa), o paisajes bucólicos donde pasaron las vacaciones de los últimos años.
Ni una sola referencia al ISIS o al islamismo extremo. La última foto que publicó Puji en en su página fue de dos gatos con este epígrafe: “La mamá gato y su gatito comparten su comida sin pelear. Je Je. ¿A quién le gusta pelearse por la comida?”.
En el mismo instante que su marido lanzaba el auto familiar repleto de explosivos contra la puerta de una iglesia, Puji entró con sus dos hijas de la mano a otro templo. Un guardia intentó detenerla pero se pudo colar entre la gente y antes de que otro policía reaccionara, se abrazó a las dos hijas y detonó la bomba que llevaba debajo de su túnica. Los dos hijos siguieron unos dos kilómetros más adelante y entraron a toda velocidad por la puerta de una tercera iglesia. Casi nada quedó de los cuerpos de los seis.
A la mañana siguiente, la segunda familia de cinco miembros atentó contra el cuartel de la policía de Subaraya dejando 10 heridos entre policía y civiles. Llegaron en dos motocicletas y antes de que los agentes de guardia sacaran sus armas, se explotaron en el frente del edificio. La niña de ocho años que viajaba entre el padre y la madre logró sobrevivir con apenas unas heridas leves. Los cuerpos de los mayores amortiguaron la explosión y la onda expansiva no tocó el cuerpo de la menor.
En la madrugada, otra familia murió mientras se preparaban para un tercer gran atentado armando chalecos-bomba en su departamento del barrio de Siduarjo, a unos 11 kilómetros al sur de Surabaya. Allí vivía Anton Febrianto, su esposa y sus cuatro hijos. De acuerdo a la policía indonesia, la mujer y uno de los hijos murieron de inmediato por la explosión. Los otros dos chicos lograron salir con apenas unas quemaduras. Cuando llegó la policía al lugar se encontró con Febrianto sosteniendo el interruptor de un explosivo. Los agentes lo mataron antes de que pudiera hacerse explotar.
“Lo más probable es que hayan sido los hombres los que adoctrinaron a sus esposas y sus hijos. Al menos uno de ellos se sabe que vivió en el califato del ISIS y posiblemente todos ellos hayan estado en algún momento en contacto con el ISIS y viajado a Siria. Ciertamente, todos pertenecían al JAD”, explica Rohan Gunaratna, director del Centro de Estudios de Violencia Política y Terrorismo de Singapur.
El JAD es la sigla por la que se conoce al Jamaah Ansharut Daulah, la red de organizaciones terroristas de Indonesia, el país musulmán más grande del mundo con 260 millones de habitantes. El líder espiritual del grupo es Aman Abdurrahman, un radical indonesio que sigue manejando la organización desde la cárcel donde cumple una larga condena por los atentados de 2002 en Bali que dejaron 202 personas muertas. Se cree que al menos tres mil indonesios se sumaron al ISIS en Siria y que una tercera parte sobrevivió y regresó al país. Lo mismo sucede con otros países musulmanes y en Europa donde volvieron cientos de jóvenes radicalizados preparados para atacar en cualquier momento.
“La novedad –dice el profesor Rohan Gunaratna– es la inmolación de toda una familia. Eso es algo que no habíamos visto antes en nombre del ISIS. Tampoco la utilización de los niños como sucedió ahora. Boko Haram, la red terrorista de Nigeria, usó chicos en algunos atentados pero no el ISIS. Seguramente, estos padres estaban convencidos de que si se inmolaban serían recibidos con honores en el Paraíso y quisieron llevarse con ellos a sus hijos. Una locura, pero es lo que creen”.
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