Nadie duda que Donald Trump es un presidente fuera de lo común. Pero su extraña llegada al poder de la primera potencia y su carácter impredecible y errático no son lo único asombroso. Su día a día en la Casa Blanca, muy distinto al de presidentes anteriores, refleja una rutina más simple y menos enigmática que la de sus antecesores.
Barack Obama cerraba sus días de trabajo en la Casa Blanca leyendo a solas en el Despacho Oval o en la residencia. Decía que los libros le ayudaban a “parar y tener perspectiva” sobre lo que estaba sucediendo en el mundo, reflexionar y hacer autocrítica. George W. Bush entraba al Despacho Oval a las 7.30 de la mañana, para iniciar una jornada que interrumpía con una sesión de deporte que a menudo consistía en salir a correr o jugar con sus perros. Comía con su familia y descansaba las ocho horas recomendadas para rendir ante las exigencias de la presidencia. Bill Clinton salía a correr tres veces por semana, un hobby que consideraba fundamental para desconectar mentalmente de la intensidad del trabajo.
Pero en la rutina del actual presidente —que no lee libros, no practica deporte y es conocido por su dieta insalubre— las costumbres son abismalmente distintas. Trump se levanta antes de las seis de la mañana, tal y como hacía en su adorada Trump Tower de Nueva York, pero no es hasta las nueve de la mañana cuando comienza a trabajar. Hasta entonces, según una entrevista con The New York Times hecha a los pocos días de su toma de posesión, el presidente ve los programas matutinos de televisión en la residencia de la Casa Blanca. También ojea los periódicos de referencia, a los que suele calificar de deshonestos y falsos, como The New York Times o The Washington Post.
Tras tres horas dedicadas al entretenimiento, el presidente se traslada al Ala Oeste de la Casa Blanca, donde se encuentra el Despacho Oval. Durante la jornada, Trump mantiene reuniones con asesores, empresarios de distintas industrias y otros miembros del Gobierno. A menudo, almuerza con el vicepresidente Mike Pence en uno de los comedores privados de la residencia.
Un estudio del Post señala que en torno a las seis o siete de la tarde, el presidente da por concluida la jornada laboral. Es entonces cuando vuelve a la residencia y se dedica a su agenda personal. Pero, a falta de tener a su esposa Melania y su hijo Barron en Washington — ambos decidieron quedarse en Nueva York hasta que el pequeño acabe el curso escolar—, Trump suele acabar su día como lo empezó: viendo la televisión y, en ocasiones, reaccionando mediante tuits, algo que se ha convertido en una característica única de este presidente.
A los pocos días de su investidura, la cadena Fox News —una de sus preferidas— mostraba un reportaje de la violencia y el crimen en Chicago. A los 20 minutos de empezar el programa, el presidente, tuiteó desde su teléfono Android: “Si Chicago no arregla la horrible carnicería que está ocurriendo, mandaré a los (policías) federales”. Esta situación se ha repetido en diversas ocasiones, provocando el asombro de periodistas y comentaristas políticos sobre el temperamento del hombre más poderoso del mundo frente a las informaciones televisivas.
Hasta ahora, Trump ha utilizado los fines de semana para viajar con relativa frecuencia a la mansión que posee en su club privado Mar-a-Lago, que él denomina la “Casa Blanca de invierno”. Ahí el presidente juega al golf y mantiene reuniones con miembros de su equipo y antiguos amigos, alejado de la presión de la capital.
Es habitual que los presidentes necesiten un período de adaptación para instalarse en la Casa Blanca. Pero para Trump, una persona ajena a la política, el proceso de adaptación a la emblemática residencia sita en el 1600 de la Avenida Pensilvania es aún más difícil. Quizás por eso, para sentirse más en casa, decidió colocar cortinas doradas en las ventanas del Despacho Oval. Así las tiene en la Torre Trump.
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