Cuando papá se fue con otra él era ingeniero de minas, yo tenía 8 años y nos quedamos en la miseria. La vida nos había dado una bofetada tan grotesca que de un día para otro mamá se había convertido en lástima de algunos y compasión de otros, o por lo menos de esa sociedad en la que habíamos crecido y claro, creído que siempre viviríamos. Ni cómo ocultarlo, papá era mi adoración. La mayor parte de los recuerdos estaban basados a su alrededor siendo una enorme influencia sobre mi vida. A mis ocho todo era él, ir de pesca, escalar, jugar dominó, ajedrez, salir a pasear con las mascotas y navegar. Si había algo a lo que recurríamos los martes de reunión familiar, era a los álbum de fotografías. Terminábamos en carcajadas con aquellas instantáneas que no eran pocas. Esa era mi vida, esa mi felicidad y claro, pensaba en que el día que llegara a ser un padre de familia,
quería ser como él, que mis hijos fueran tan felices como yo, y mi esposa una dama dichosa como mi madre. A esa corta edad mis ideales eran tan elevados con respecto a lo que deseaba fuera mi familia que cuando papá no volvió más, algo trono en mi cabeza y también en mi corazón.
La tarde del fin no había sido una víspera cualquiera. Me había quedado sentado en la sala esperando que llegara porque entre mis manos había un par de entradas a un evento de lucha libre. Ese día por fin conocería al Rey misterio. Con todo y que no había mejor héroe en mi vida que papá, en mi fantasía de niño Rey misterio era ese que llenaba las paredes de mi cuarto, los estantes con historietas y trajes diversos en mi clóset. Mamá lo justificó de mil maneras hasta el momento en que no tuvo más ideas. Entonces me mandó a dormir y ella a llorar. Papá se convirtió entonces en el rey del misterio. Así de fácil. Por muchos años no volví a saber más nada de él y lo único que había a mi alrededor era ver a mi madre tirada y llorando en los pasillos, lavandería y en los jardines. Me podía verla
deambular por las calles paseando al mismo perro que papá paseaba. Siempre soñó, anheló el regreso de ese hombre que en verdad amaba.
No tengo ni idea cuántos hombres la pretendieron. Mamá en sí era una mujer hermosa, hogareña, una mujer que tenía cada cosa en su lugar. No sólo se bañaba en sensatez y cordura, inteligencia y dignidad, también era buena para la cocina y su especialidad, los chiles en nogada. Verla convertida en un fantasma me volvió un ermitaño. Me torné callado, cabizbajo y sin amigos.
Me di cuenta que nos había olvidado cuando lo vi un día de feria, de esos en los que mamá por fin dijo: Hijo vamos a las fiestas de la ciudad.
Esa noche fuimos otros cuando en un deseo por sacar las frustraciones, abordamos juegos extremos que a cada giro fueron exprimiendo los pesares acumulados.
Después de 6 vueltas en la rueda de la fortuna el armatoste se detuvo y desde arriba vi a papá con su nueva familia. ahí estaba el muy cínico e indolente.
Cuando me vio tomó la mano de la mujer y emprendieron la retirada, no de la feria, sino a otro sector del lugar. Media hora después nos los topamos de nuevo, pero ahora mamá los vio. Tornó entonces a ese rostro desencajado de hacía varios años, ese que me había encargado de deshacer con mucho esfuerzo. Comencé a odiar a papá en silencio al ver a mamá marchita.
No sé qué tan cierto sea eso de que uno pone y Dios dispone, pero lejos de
suceder lo que yo hubiera querido terminé siendo supervisor en un supermercado
cuando lo que yo hubiera deseado era ser piloto de una aeronave. No me podía
quejar porque terminé siendo muy bendecido dándole a mi mamá lo que ella
hubiera querido sin la necesidad de papá. No puedo decir que todo fue sencillo
porque vivimos años de carencias. A mis 25 años podía decir que tenía todo, no
éramos ricos pero teníamos lo suficiente. Nos habíamos convertido en cristianos
evangélicos y no podíamos pedir más porque las benevolencias de Jesús habían
llegado. Cada miércoles teníamos sesión de alabanza, los jueves lectura de las
escrituras, los viernes reuniones familiares y los sábados mucha adoración.
Cuando creí que estábamos a tope de no necesitar nada más que simplemente
ser llevados al cielo y ser coronados por nuestra dignidad, Jesús me aventó su
mejor prueba.
Mi honestidad me llevó a ser uno de los favoritos de mi jefe, pero como ya lo dije,
el Altísimo creyó que era momento de ponerme a prueba y entonces apareció
papá. Sí, apareció en el área de mermas. Mi responsabilidad era supervisar que
los trabajadores estuvieran dejando todo aquel producto que ya no servía para ser
llevado y tirado a la basura, pero de pronto al salir por la parte trasera vi a papá
convertido en un pordiosero. No lo creía porque tenía buen trabajo y ese
desenlace a su vida era lo bastante extraño. Oculto quise asegurarme de que
realmente lo fuera y dejé pasar un día y luego otro y al tercero me acerqué con
más confianza. Efectivamente, claro que lo era y estaba ahí, de rodillas y
hurgando entre los restos de aguacates medio podridos, plátanos ennegrecidos y
manzanas agusanadas.
-No puede estar aquí, ¿Me podría hacer el favor de retirarse?
Lejos de toda benevolencia le pedí a mis trabajadores que lo arrojaran lejos del
área de mermas. Al quinto día estaba de nuevo y otra vez pidiéndole a mis
trabajadores que lo echaran. Al sexto yo mismo lo tomé del brazo cuidando no ser
manchado por su suciedad poniéndolo a media calle.
-Tenme piedad, hijo, por favor. Mira que no tengo nada y me llevo esto para alimentarme aunque sea un poquito.
-¿Por qué me llama hijo? hasta donde sé el único padre que tengo está en el cielo y el jamás me ha olvidado, mucho menos echado. Al contrario, me espera ansioso en su reino.
-No sea así, muchacho. Échame de su vida y de sus recuerdos, pero no de aquí, por favor… o deme aunque sea un poquito de las papas viejas, yo les quito lo malogrado. Téngame piedad, hijo.
-¿Acaso usted nos la tuvo?
Y lo volví a poner en la calle.
En la sesión de adoración supliqué a Jesús de su luz pues la necesitaba. Me costaba perdonar porque no quería hacerlo. Todos los cantos me empujaban a eso, pero había una enorme roca atorada en mi pecho impidiéndome respirar.
Tarde a tarde el hombre se presentaba esperanzado a qué le diera de la basura para llevar. En realidad había llegado a un grado de hartazgo que terminé por decirle que a tales horas le daríamos dos o tres rejas de merma y que las ubicaríamos en tal o cuál lugar, pero que no quería verlo merodear el supermercado porque me obligaría a llamar a la policía.
Metido en mi auto lo miraba a distancia. Ahí estaba el viejo miserable. Me gozaba de su pobreza y anhelaba fuera a peor para que tocara ese fondo al que nosotros habíamos llegado.
Un día me bajé del carro y caminé hasta él. Al verme se espantó con justa razón. Mis expresiones denotaban desagrado.
-¿Sabe qué? Lo he estado pensando y no tenemos por qué estarlo ayudando. Váyase a otro supermercado, aquí da muy mala impresión.
-Pero si no le hago mal a nadie, señor.
-¡Vaya!, hasta que me llama Señor, como debe de ser. Por fin se da cuenta que soy superior a usted y que de mí depende si traga o no. Y no, ya no tragará de aquí. No se le olvide que no todo el que me diga “Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos”.
El hombre no volvió más. Llegaron nuevos pepenadores y terminé por olvidar aquella incómoda situación.
Cumplidos los treinta me casé con una mujer virtuosa que me dio dos hijas. Era obvio, mi récord de hombre de Dios me había colocado en un punto de merecerlo todo. Pero un día de verano un corto circuito incendió mi casa. Todos dormíamos y se había iniciado quien sabe cómo, pero cerca del cuarto de las niñas. Mientras yo dormía los vecinos ya habían empezado a llegar hasta nosotros sin mucho éxito.
Cuando el humo me despertó, no podía ver mucho y al despertar a mi esposa, esta sin pensarlo corrió medio desnuda hacia la habitación de las niñas pero todo estaba consumido y ella, desesperada y cegada, había sido alcanzada por algunas lenguas de fuego. Las letras son frías, pero no los sentimientos. Mis hijas murieron calcinados y mi esposa resultó con quemaduras en la espalda y piernas.
Durante la contingencia y antes de que llegaran los bomberos, vecinos y amigos se hicieron presentes haciendo cuanto podían. Mi grito era ahogado, incontrolable y desesperado. Cuando el fuego fue apaciguado y los investigadores buscaban el origen del accidente, inexplicablemente encontraron a un hombre en los patios traseros, con la piel quemada y el rostro desfigurado. Tras un análisis se descubrió que era mi papá y principal sospechoso del incendio.
Le dije a los investigadores que había tenido algunas diferencias con ese hombre y que seguro estaba que él había sido.
Un día que me ganó el odio entré al hospital en el que se encontraba, le arranqué de un jalón el oxígeno y le dejé ir tres puñetazos. Hubieran sido más de no ser por la llegada de seguridad que terminó por sacarme del lugar y de ahí a la policía.
Hasta mi celda, en la que duré un día, llegó una mujer apacible que había pedido hablarconmigo. Se llamaba Elena y era enfermera de cabecera de papá. Me contó lo que no creí, más bien, mi yo sumergido en el fango del odio no quiso creer. Papá le había dicho que pasaba por ahí muy de mañana con dirección a la merma tempranera de un Minisúper cuando había visto un pequeño fuego en la parte de arriba de la casa. Que había ingresado sin pedir permiso para intentar apagar el fuego tras tocar a la puerta sin respuesta. Nada había podido hacer pues las llamas habían avanzado tan de prisa. El resto fue historia. El detalle fue que entre los testigos alguien había dicho que lo habían visto saltar la cerca.
Cuando papá murió víctima de las quemaduras, la misma enfermera me dio aviso.
Fui a su velorio pues supuse que no tendría a nadie. Me equivoqué. Estaba ahí la mujer que había visto en la feria años atrás y un hijo si acaso un par de años menor que yo. La mujer se me acercó y me dio el pésame. Medio aturdido hice lo mismo. Luego de un par de horas en las que memoricé bancas, el acomodo de los arreglos y que reflexioné muchas cosas, uno de los hijos de papá me invitó a un apartado de la funeraria en el que me sirvió un café. Hablamos sin rencores.
-Papá se fue de la casa hace mucho- me dijo- Siempre tuvo un cargo de conciencia por ustedes.
-¿Pero no hizo nada.
-Cierto, pero al final esa era su decisión y atormentado terminó en la calle y sin dejarse ayudar. Siempre te mencionaba. Tenía celos, no te miento, pero era entonces un niño. Cientos de veces lo trajimos a casa, pero volvía a irse. Fue un buen hombre tomando malas decisiones, pero no lo juzgo.
Al final me extendió un sobre. Eran las escrituras de la casa que teníamos a las afueras de la ciudad y que estaba a mi nombre. Me dijo que papá desde siempre había dicho que esa casa era para sus nietos de parte de su primera esposa y que ellos habían respetado esa decisión. Dicha casa estaba si no en ruinas, sí abandonada.
Cuando llegué supe que el viejo había estado viviendo ahí, durmiendo en el suelo y comiendo desperdicios. Los recuerdos de mi infancia se me vinieron encima. Ahí fueron todos mis cumpleaños y reuniones de Navidad y Año nuevo. La sorpresa fue que el patio estaba lleno de cajones de rejas con el estampado del supermercado del que lo había corrido. Pero el detonante mayor fue el ver un descuidado vergel en el que había árboles de naranjos, aguacate, papayas y otros más. Frutas secas en el suelo y otras de temporada en las ramas. Todo aquello lo había sembrado papá y terminé por llorar al leer su carta en el sobre:
“Y la casa del jardín de frutas es para mis nietas. Si a mi hijo le gustaban mucho las frutas, seguro a ellas también. Bendita merma que me alimentó en la pobreza y que hará disfrutar a mis nietas en el futuro”.
Pero no había más nietas, sólo era yo y mi soledad. Mi esposa me había abandonado al verme tan fanático y despreciador de mi padre. Al día siguiente fue el entierro y ahí estuve, con mis medios hermanos y con esa otra mujer que había terminado por ponerse a mis necesidades. Qué curioso, pero fueron ellos quienes me ayudaron a revivir la casa del jardín.
Jamás existió en el corazón de mi padre una pizca de rencor. Ni siquiera cuando lo echaba a empujones cuando iba por la merma, esa que ahora se ha convertido en un amplio patio de árboles frutales que serán por muchos años una lección silenciosa de un padre que aunque tomó sus malas decisiones, un día quiso restituir de algún modo el daño ocasionado.
Jamás conocí al Rey Misterio, tampoco entendí los misterios de aquel que había sido mi rey e inspiración. Viudo y con mi pensión del Bienestar paso mis tardes bajo los amplios y frondosos brazos de un granado de frutos dulces. Hasta mí llega el olor del limón y el naranjo. Trago saliva y me chupo la miseria sin Jesús, ese que optó por irse cuando yo igualmente había optado por la venganza.
AUTOR:JUAN DE DIOS JASSO ARÉVALO
EL VIAJERO VINTAGE
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