La pluma del viajero

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Herencia maldita

-Me declaro inocente porque siempre fue así- expuse seguro y con mi perspectiva en alto- papá nos inculcó esto y lo otro y nunca lo vimos como algo malo- Cerré.

Sentía las miradas encima mío sin saber bien a bien el por qué estaba ahí. Llevaba una semana encerrado y de cierta fuente desconocida me enteré que esa mujer de la noria había muerto en un hospital cercano.

Soy inocente, siempre fue así, insistí cuanta veces me preguntaban el por qué había colaborado en el martirio y consecuente muerte de Maruca.

Fui el más chico de tres hermanos, todos nacidos  a media cuadra del metro Indios Verdes en la Ciudad de México. Nunca me había enterado de quien era mi madre, pues mi padre, vendedor de documentos falsificados, se había encargado de recrearnos la versión de que apenas nos había traído al mundo se había ido… pero un día la había encontrado en un bar de mala muerte, entregándose a inmundas caricias compradas y sin dudarlo un momento, quiso castigarla, hacerle pagar su abandono. Entonces la había traído a casa y para que no escapara la había metido hasta lo más profundo de una cisterna sin agua que estaba en el patio de la casa.  Crecí viendo a papá sacándola día con día y muy de mañana para que hiciera todo lo necesario en casa, y al finalizar el día, enviándola de vuelta al pozo luego de que cenara su dotación de azúcar y su vasito  agua. No sé cuantos años pasaron pero llegó un momento en el que aquella desaliñada mujer había comenzado a perder el cabello, dientes, fuerza  y hasta quién era. La única vez que intenté hacer conversación con ella recibí una tan memorable tunda que jamás volví a intentarlo. Cuando la sangre se le encendía a papá, o bajaba al pozo para violarla, o la hacía subir para darle un regaderazo con agua fría, meterla al cuarto de los cachivaches donde había un colchón y hacerle hasta lo indecible.

Todo el día la veía deambular por la casa. Hacía lo que cualquier mujer de hogar. Jamás  nos miraba a los ojos y cuando por accidente pasaba se cohibía y caminaba más de prisa.

Juro que soy inocente, su señoría, aventajé cuando me dieron la palabra en el juzgado. De haber sabido que lo que hacía estaba mal, no lo hubiera hecho. Al contrario, la hubiera puesto a salvo. Pero desde niño me enseñaron a pegarle, a gritarle, a tirar la comida en el piso si no me gustaba y hacer que ella la comiera a gatas, pero con todo y eso juro que soy inocente. Apelo a mi liberación porque es injusta la condena. Papá nos injertó la idea de que esa mujer debía de sobrevivir a base de sobras qué le echábamos al pozo. Que jamás debía salir de casa y que nosotros tres éramos responsables de que nada de eso pasara.

¡¡¡No debo estar aquí, sáquenme de este sitio!!! Pero me condenaron a muchos años de prisión por matar de hambre a esa mujer qué resultó ser mi madre. Nunca supe lo que era tener una, por ello ese nombramiento era algo irrelevante. Pero el que le pegara, le gritara, le lanzara la comida al suelo y demás, eran cosas que se me habían inculcado como normales. Un día junto con mis hermanos le dimos una azotada memorable cuando quiso huir. Tres días con todo y sus noches estuvo sin comer y sin beber nada. La oíamos gemir, suplicar y al final, cuando me asomé a la cisterna iluminando con una linterna, la vi ahí atrapando cucarachas y masticándolas con sabrosa hambruna. Me alivió verla aunque fuera comiendo eso. Ahora que me he hecho cristiano en prisión veo aquello como un milagro de Jesús, un nuevo maná con patas y alas sirviendo de alimento.

El día que deliberadamente la dejé ir, no tenía idea que en las próximas 12 horas aparecería en tv, radio y que junto a mis hermanos seríamos declarados como los más violentos asesinos.

Somos inocentes porque simplemente hacíamos lo que papá nos había mostrado como algo normal. El día que él decidió irse y abandonarnos a nuestra suerte, ya habíamos cruzado la adolescencia. No dejamos de mal alimentar a la mujer porque era quien nos hacía todo. Por ello ni sus sobras le faltaban al medio día ni su vaso de agua y terrones de azúcar al anochecer.

Enterado estuve que tras ser libre ella acudió al primero que vio en la calle para ser auxiliada. Una semana después murió por pre inanición, falta de líquidos y no sé qué más. Nos condenaron  injustamente porque crecimos educados viendo aquello como sano. Pero nuestras versiones y defensas han sido desestimadas y no hay nadie que quiera defendernos.

Ahora estamos aquí condenados a pagar injustamente una condena cuando quien nos enseñó todo, goza de la libertad.

AUTOR: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
EL VIAJERO VINTAGE
@derechosreservadosindautor

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