La pluma del viajero

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“Excusada en un excusado”

 Mamá había pujado tanto viviendo en la pobreza, que volver a hacerlo en la taza de un pestilente baño y luego de comerse las sobras de torta de tamal, la ponía en una posición de excusada. El que había dejado su mugrosa vida eyaculada en el seno de mi madre la había abandonado en un viejo callejón del entonces Distrito Federal para que con el paso del tiempo ella diera a luz justo ahí, en un sarroso excusado. Casi con nueve meses en su vientre y vivir de limpiar cristales de los autos, pedir una limosna a diestra y siniestra, y lavar trastos en una lonchería, los dolores de parto le habían llegado ahí, a las once de la noche mientras engullía las sobras de una torta de tamal que su ver todavía estaba buena y pecado sería tirar en la basura. Lejos del ojo inquisidor de su patrón, un hombre frio, huraño y mal hablado, se había echado el bocado con tanta prontitud que ni segundos había tenido para saborearlo.

Mientras allá en el campo de batalla los comensales pedían tacos, tortas, hamburguesas, mi madre vivía su propio combate aferrado a las oxidadas varillas del retrete sin terminar. Sudaba y sus saltones y enrojecidos ojos, seguro eran opacados por el sudor y las lágrimas. Entonces llegué yo, tan linda, blanca como la borra y de unos ojitos azules, única herencia del mentado Lalito, que sin más ni más le había parecido buena idea llevarse a la chamaquita limpiavidrios al callejón más oscuro de Indios Verdes. Asustada de verme ahí, medio sumergida entre la placenta, mierda y orina, se levantó los destrozados calzones y así, con las piernas salpicadas de todo, salió del lugar por la puerta trasera y sin avisarle a nadie. No sé cuánto tiempo estuve ahí en ese ovalo de cerámica, sin chillar y mirando el puerco sedimento aferrado a las paredes del tazón como yo a la vida. Me puedo ver estremecida a mis pocos minutos de haber venido al mundo cuando cualquier persona que utilizaría el retrete, me tomara entre sus manos para pedir ayuda al dueño del lugar. Su prontitud me salvaron se morir intoxicada, aunque muchas veces y sumida en la depresión creí que hubiera sido mejor que mi vida hubiera finalizado ahí, justo ahí donde todo los culos del mundo desechaban lo que ya no les servía… y yo no le servía a mi madre. Le sería un estorbo a su vida inexperta de vagabunda y que si no se cuidaba o se defendía, de seguro el Lalito la volvería a tomar para él por puro antojo.

Para cuando crecí y alguien me contó los pormenores de lo que ahora conté, fue cuando me enteré que esa mujer que sigo justificando, fue a dar a la cárcel por intento de homicidio, no había nadie que pudiera ayudarla y estar en la prisión era una condena de la que no podría escapar. No había nadie en el mundo que deseara echarle la mano pues ¿Quién querría gastar su dinero en ayudar a una mugrosa?

Cuando se vive en la calle las obviedades son muy naturales. Obvio que tarde o temprano me juntaría con alguien, obvio que ese alguien sería un vagabundo como yo, y obvio, estaría destinada a tener una ristra de niños que traería encuerados y hambrientos en cualquier vecindad de la gran ciudad. Y así fue, bueno, todo menos lo de los niños pues algo tenía en mi humanidad que no podía tener hijos, bueno, eso me decía el que vivía conmigo. Con el paso del tiempo y cuando la luz de Dios me iluminó supe que era él el que Diosito había mandado capado desde su nacimiento.

Remigio Barra era albañil y  su pala de trabajo dio contra mi cabeza cinco veces antes de que yo terminaba cara al suelo y sin tres dientes. No era la primera vez que lo hacía, pero esa última sí que se le había pasado la mano. Para mí era natural que lo hiciera y pues creo me lo merecía pues yo era una inútil para todo. No sabía cocinarle un huevo, lavarle bien la ropa y mucho menos planchar. Esa noche y luego de los palazos, me arrastré hasta la taza del baño. No solo traía unas ganas horribles de vomitar, también de llorar sola la miseria que me consumía. Hasta ahí llegó Remigio para tomarme del cabello y sumergir mi cara entre el agua turbia mezcla de mi vómito y sangre coagulada… y ahí estaba yo, intentando agarrar aire entre salida y sacada de mi cara del agua. Me percibía ahí, en un sitio tan similar al que había nacido, una taza recibiendo, viendo, contemplando a esa niña, ahora mayor y de igual, ojos bonitos, siendo violentada por el destino.

El día que la rata se le fue al estómago a Remigio, ese día salí corriendo de la vecindad buscando mi salvación. Me había conseguido unas buenas pastillas para dormir y tras dárselas en una bebida, el hombre había quedado tan rendido que ni fuerzas había tenido tras el golpe de pilón que le había dado, para ponerse a salvo. Era una rata pequeña, pero tan vivaz e inquieta. Montada le abrí la boca con presteza, le di cobijo al animalito y tras ponerle presión por algunos minutos, Remigio empezó a retorcerse, pero era tarde, mi amiguita ya viaja estomago adentro y tras quitarle las manos, sus ojos desorbitados y su boca lanzando sangre fueron mi anuncio de que todo había salido bien.

Seguí siendo vagabunda los próximos veinte años, pero con la enorme diferencia que vendiendo cacahuates, calcetines, pilas, cigarrillos y hasta peluches me ganaba la vida. Cuando calculé los tiempos y supe que mi madre había salido de la cárcel fui en su búsqueda. Obviamente la encontré en las calles que al igual que yo, pedía misericordia de la gente. Había tardado más de medio año buscándola y tras mi éxito, no podía creerme a mí misma tan tonta como para perdonarla, pero ahí estaba, con el corazón abierto porque era ella la única en todo el planeta que era mi familia.

Soy tu hija, le dije. Me miró en silencio, sin expresiones ni preocupaciones. Era tan anciana, o por lo menos su apariencia era tan horrible que sin saber exactamente su edad estaba decrepita y mal oliente. Yo era pobre, pero tenía una casita de renta con lo más básico. La metí ahí y lo confieso, tuve que esperar más de un año antes de que ella una tarde cualquiera me abrazara y me pidiera perdón. En realidad no necesitaba su petición, yo me sentía contenta con ella. Cuando ya estaba muy viejita y dependía de todo para mí, un sentimiento muy feo de rencor inesperado se me vino encima cuando mientras le limpiaba la popó en el baño, miré la taza y me vi ahí, arrecholada y abandonada. Le achaqué en segundos el que un mal hombre me hubiera golpeado una y mil veces contra la taza y no solo eso, me ahogara en la suciedad. Mire su espalda vieja de huesos visibles. No sé, fue un rencor que no se ni como me había llegado.

─¿Pasa algo, mija?

─…

─¿Traigo algo?

─No, mamá, todo está bien─ y la abracé fuerte, tan fuerte como nunca lo había hecho.

Mama murió rete muy viejita, casi le pegaba a los cien. Dios me la dejó lo suficiente para disfrutarla y complacerla. Nunca entendí por qué Dios me dio corazón tan blando si por muchos años padecí hasta lo indecible. No es bueno que lo diga pero mi nobleza me abrió tantas puertas. Un día un hombre vino y jugó conmigo, sí, así nomás, jugó conmigo dejándome un bebé en la panza. Lo tuve con gusto y pujé, sí, pujé tal vez como mamá, pero en esta ocasión fue mamá misma la que me ayudó a echarlo fuera y aun lado de la taza del baño porque había sido ahí donde me había agarrado el dolor de parto.

Mamá siempre estuvo excusada por mí, sí, aunque el excusado estuviera presente recordándome lo que ella había iniciado, pero yo había perdonado.

Autor: JUAN DE DIOS JASSO AREVALO
EL VIAJERO VINTAGE

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