“Abandoné a papá”
Hace poco leí en una nota que decía de la alarmante tasa de abandono de ancianos en asilos, o en el peor de los casos, en sus propias casas. Muchos han muerto y encontrados días después y eso, eso me alarmó profundamente. Entonces me acordé de la historia de una buena amiga que un día me dijo:
Yo nací de buenos padres y recibí por tanto la sana instrucción de cómo conducirse en la vida, por eso, cuando a papá le estalló el intestino, a mí me detonó el alma y a mis hermanos el orgullo… ¿hombre de Dios?, sí que lo era, y lo sigue siendo cuando en medio de la noche se me mete en mis sueños haciéndome despertar sonriendo o con un lagrimal mojado; o en mi día a día cuando me susurra algo bueno en la toma de distintas decisiones. Tal vez estoy equivocada con respecto a lo que siento por mis hermanos, pero se me hace un incendio aquí dentrito en el pecho de rememorar la osadía de verlos convertidos en negros zopilotes merodeándolo todo. Cosa curiosa, los zopilotes vagabundean la carne podrida, pero ellos, ellos sobre las propiedades que papá había elevado con sacrificios para el bien de sus hijos.
Un día crecimos. Una de mis hermanas emigró muy cerca de la Sierra de Zapalinamé, otro rumbo al Cerro de la Silla y otra con los gringos. Viví bajo las ramas del amor que mis padres me daban. Los disfruté en todos los sentidos. Caray, ni cómo olvidar el canto de himnos religiosos y noches de lunes nomás nosotros. Vivimos horas felices y también de desafíos, como en todas las familias, pero lo vivimos. Contar sobre el dolor que ellos sentían por la ausencia de sus hijos me pondría mal. Los extrañaban tanto y lo que más me afectaba era que sus llamadas, cuando milagrosamente ocurrían, eran breves como un suspiro. Mis hermanos ausentes siempre le dieron sobras de sus tiempos y justo no era.
Un día Dios marcó que era hora de demostrar nuestra luz interior y qué tan fuerte era. Papá enfermó y mamá también. El primer desafío fue el que los ausentes quisieran venir, ya no continuamente, pero sí de cuando en cuando a verlos. Por meses los atendí con entereza pero inesperadamente enfermé y me costaba trabajo hacerlo al cien, pero no di un solo paso atrás. Por fortuna mamá tenía un yerno que siempre estuvo presente. Ya la hacía reír, le contaba cosas y hacía de sus días lo más pasadero posible… entonces llegaron mis hermanos, los fuereños, los que se creían mucho porque les iba bastante bien, los que venían una vez al año y los que enviaban despensas sustituyendo su presencia. Autoritarios cerraron las puertas que daban a los patios de nuestros juegos de niños, a la alacena , contrataron a una persona extraña y nos echaron de casa. No había nadie que conociera mejor la problemática de mamá y de papá en sus enfermedades, pero eso no les importó. Mi hermana, que hacía muchos años vivía en Estados Unidos, me miraba con un doloroso coraje y entre un inglés y español, me dijo que ellos se harían cargo. Mi hermano, ese que había vivido por años en Monterrey, mandó cambiar las chapas de las puertas y así, ese hombre que un día había servido a dios en una iglesia cristiana, de pronto había develado su esencia de lobo rapaz.
Aterrorizada terminé huyendo a Texas. Desde allá vislumbré el ocaso de todo. Papá murió sólo y sin la compañía de ninguno de nosotros. Mamá murió después por complicaciones de diabetes… siempre lloraré el no haber estado ni en sus sepelio. Mis hermanos se habían vuelto tan implacables que mientras el cuerpo de papá se preparaba para ser velado, ellos ya conversaban con un licenciado sobre el destino de la casa… ¿Qué qué me dolió más?, bueno, muchas cosas, una de ellas el saber que al día siguiente de la muerte de mamá, hubieran echado a la basura sus cosas personales. Eso lo sigo llorando hasta el día de hoy, por dios, y es que cualquier cosa de ella ahora me sería por buen recuerdo, no sé, sus peinetas, sus sandalias, sus blusas, sus libros de la Iglesia o cualesquiera de sus fotos que colgaban en la pared… y me veo junto a mis hermanos cuando niños viviendo una vida feliz, porque juro que fuimos felices al lado de unos padres que nos dieron todo. Y todavía casada, mi padre le dio de más a mi hermana, pero ella le pagó mal.
Hoy la casa de sus sueños está ahí, en La Reynera, cada vez más y más olvidada. Las golondrinas han hecho sus nidos en sus recovecos y las hormigas se desplazan en verano de un lugar a otro. El portal, otrora escenario de mis viejos en el que se sentaban a conversar de Dios y de la eternidad de la familia, es ahora un extraño cuadro surrealista.
Papá emprendió el vuelo hacia la eternidad, pero ha quedado como una linda medallita colgada a mi cuello y en ellos, en mis hermanos, porque de eso puedo estar segura, una sólida ancla de pesar que no los dejará andar hasta el final de sus días. En sus mentes navega la idea de una familia eterna, pero de eso no estoy tan segura, bueno, de que veré a mis padres y que ellos me abrazarán entusiasmados sí, pero de que mis hermanos tengan esa misma oportunidad, no lo creo, y no porque quiera ser egoísta, sino porque el honrar a un padre y a una madre, como mucho lo predicaron, no es el envío de latería y algunos dólares, es conversación en el lecho, vivir momentos y despedirlos honorablemente.
Muy distinto a lo que sucede en Estados Unidos y Europa, en México el amor por los ancianos no es tan intenso. Ello ha llevado a que se conviertan en seres desechables apenas resultan inservibles para los hijos. Es una realidad que duele, pero que tristemente existe… tú que ahora lee, ¿Dónde tienes a tus padres que todavía viven? Adieu,
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